"El museo recuperó la autoestima de los vascos"
Juan Ignacio Vidarte, director del Guggenheim de Bilbao, en diálogo con La Nación subrayó el efecto transformador del pájaro de titanio diseñado por Frank Ghery. Costó 100 millones de dólares y en menos de un año cambió el destino decadente de la ciudad.
ABOGADO y economista, Juan Ignacio Vidarte tenía 35 años cuando le propusieron tomar las riendas del mayor desafío cultural de fin del milenio: fundar un museo en el corazón del País Vasco, en Bilbao, una ciudad que parecía condenada al abandono por la reconversión industrial.
Siete años después, cosecha las consecuencias de un éxito sin precedentes. El Guggenheim atesora, a menos de un año de su creación, varios récords: de visitantes, de fotos, de notas periodísticas y de producciones de moda.
Por el pájaro de titanio diseñado por Frank Ghery han desfilado más de medio millón de personas en seis meses; pero también los modelos de Paco Rabanne y Carolina Herrera, y los equipos de producción de Vitamina Buenos Aires que eligió la imagen del museo como fondo para su gráfica de las colecciones de verano. "Ningún proyecto podría haber cambiado tanto a Bilbao en tan poco tiempo", admite Juan Ignacio Vidarte, café de por medio, sentado en el elegante piso de Barrio Norte donde vive el agregado cultural de España, Rodrigo Aguirre de Cárcer.
Invitado por la Asociación de Mujeres Hispanistas, Vidarte habló del Guggenheim en el Jockey Club, y encantó a la audiencia con esa mezcla de números y cultura que maneja de forma prodigiosa.
Se graduó de abogado en la Universidad del Deusto, de Bilbao, y obtuvo su master en Economía en el Massachusetts Institute of Technology (MIT). Trabajó en el ministerio de Comercio y fue director, hasta 1992, de política fiscal en la diputación de Viscaya.
-Un director de museo con formación de economista, ¿es una señal profunda de cambio? -Es lógico. Los directores de museos debemos gestionar fondos, somos ante todo administradores de una empresa que, en la mayoría de los casos, tiene presupuestos muy bajos y exigencias muy grandes.
-¿El museo de Bilbao es una franquicia o una sucursal del Guggenheim de Nueva York? -Ni una cosa ni la otra. Somos socios con una identidad propia. Una franquicia obliga a que se hagan copias exactas de un producto, de un comercio, o de una institución original, como pasa con Mc Donalds. Todos sus locales, sus comidas son iguales: en Pekín o en Buenos Aires se puede comer el big mac con el mismo entorno. No pasa en nuestros caso.
-Pero comparten la colección permanente. -El tronco de la colección es común con Nueva York y Venecia, pero tenemos una colección propia que completa algunas lagunas y fortalece otras presencias, en nuestro caso orientadas al arte español de la posguerra y a figuras como Kiefer o Clemente. No nos interesan los artistas "guetificados" (de gueto), sino aquellos que tienen un peso en el contexto.
-¿Bilbao es independiente para seleccionar las exposiciones o depende de los designios de Thomas Krenz, el director de Nueva York? -Las decisiones son consensuadas. En este momento se exhibe la muestra de 5000 años de arte chino, curada por Arata Isosaki, pero tenemos nuestros propios proyectos que apuntan a integrar la cultura sajona.
-Asociarse con un "marca" poderosa que es parte vital del imperio cultural norteamericano, ¿no pone en peligro la identidad? -Todo es un riesgo y Bilbao decidió tomarlo y hacer de la necesidad una virtud. Crisis, en chino, es igual a oportunidad; solamente un cambio radical podía quebrar la decadencia a la que estaba condenada la ciudad. Invertimos 100 millones de dólares, que es lo que cuestan 5 kilómetros de autopista. ¿Nos hubiera cambiado la vida la autovía como nos la ha cambiado el museo?
-¿Cuál es a su juicio la consecuencia más importante de esta transformación? -El museo ha servido para que el pueblo vasco recupere la autoestima. Todo lo demás vino después: la afluencia de turistas, el proyecto para remodelar la zona de Abando Ibarra, que lo hará vuestro arquitecto César Pelli, y el impulso para el arte del País Vasco.
-Sin embargo ha recibido muchas críticas. -Cada vez menos. Este es uno de esos casos en los que un proyecto no puede hacerse por la vía democrática, con consultas y demás, porque no se hubiera hecho jamás y había que hacerlo porque la situación lo exigía.
-En el programa de compras para la colección propia hay obras de los favoritos de Thomas Krenz, como Francisco Clemente, Jeff Koons o Richard Serra. ¿El impone su gusto? -No es una cuestión de gusto personal sino de calidad artística. Esas obras enriquecen el patrimonio y abren ventanas a lo nuevo.
-Muchos han hecho críticas al edificio y lanzaron la eterna objeción del divorcio entre continente y contenido, ¿usted qué piensa? -Que el proyecto de Ghery ha sido el mejor argumento para lograr el cambio. Sin Ghery no hubiera sido igual, del mismo modo que fue decisiva la intervención de Norman Foster en la construcción de las estaciones de subterráneo. Sin él hubieran sido sólo estaciones, ahora son una curiosidad turística, parte de la imagen de la ciudad.
-Un buen fondo para las fotos. -El Guggenheim es para Bilbao un equivalente de lo que fue para París, cien años atrás, la Torre Eiffel. Una feliz coincidencia. En ambos casos se trató de un gesto audaz e impetuoso típico de los finales de siglo, que suelen tener en el imaginario colectivo un sonido apocalíptico.