El mundo que vivía equivocado
La última novela del estadounidense Michael Chabon imagina que la población judía que escapaba del nazismo se instaló en Alaska y, al amparo de una trama policial compleja y de alta precisión, propone un universo delirante que abreva en el cómic y el nonsense
Por Pedro B. Rey
El sindicato de policía yiddish Por Michael Chabon Mondadori/Trad.: Javier Calvo/428 páginas/$ 45
Las ucronías, esa clase de relatos que adulteran los hechos históricos decisivos para, a partir de allí, construir un mundo alternativo, forman un subgénero que el nuevo siglo se muestra decidido a aprovechar. En La conjura contra América (2004), Philip Roth había imaginado que a comienzos de la Segunda Guerra Mundial el aviador Charles Lindbergh, conocido por sus simpatías fascistas, era elegido presidente de Estados Unidos. La fabulación le permitía consignar las reacciones cotidianas de una familia judeonorteamericana ante las amenazas de gueto. La estética realista propugnada por el autor de Sale el espectro , sin embargo, impedía que la novela soltara amarras. Al final, gracias a un inesperado deus ex machina Lindbergh se volatilizaba, Roosevelt triunfaba en las elecciones y la Historia -para tranquilidad de propios y extraños- volvía a los carriles conocidos.
Michael Chabon (Washington, 1963) se vale de una estrategia más radical. Lo que no sucedió en la historia que registran los manuales, y lo que en la obra de Roth se frustraba, prospera en El sindicato de policía yiddish con incontenible desmesura. En su novela, la población de origen judío que escapaba de Europa y del nazismo fue asentada por el gobierno estadounidense en Alaska. No se trata de un alarde de creatividad. La edición en español no lo consigna, pero el proyecto, aunque vago, existió, como puede corroborarse, entre otras fuentes, en el epistolario de Theodor Adorno, que en una carta al padre de 1939 define esa salida como "sólida y saludable".
La cronología contrahistórica del libro ofrece algunas fechas clave: los nazis no ganaron la guerra (como ocurría en El hombre en el castillo , de Philip K. Dick), sino que fueron derrotados en 1947, cuando se arrojó sobre Berlín una bomba atómica; el Estado de Israel sucumbió rápida y trágicamente en 1948 y Palestina quedó en manos árabes. Orson Welles logró filmar El corazón de las tinieblas (proyecto que, de este lado del espejo, quedó postergado para siempre) y, como se sugiere al pasar, Marilyn Monroe, en algún momento impreciso, llegó a Primera Dama.
Esos antecedentes determinan la acción de una novela que transcurre en la primera década del siglo XXI y en una ciudad de Alaska, Sitka, que, desde los años cuarenta, creció hasta contar con una población de 3,2 millones de habitantes. La ley que permitió la instalación de la comunidad judía en la región se encuentra a punto de ser revocada. La angustia, el fantasma de una nueva diáspora y el clima de conspiración reinante -conseguir papeles de residencia es dificultoso-, llevan a algunos a considerar destinos tan inverosímiles como Madagascar; otros, como Meyer Landsman, el protagonista, un shammes , un detective egresado de la escuela Marlowe, viven al día, dejando que el futuro que se aproxima decida por ellos.
Chabon declaró alguna vez que su opción por las tramas cerradas era una forma de combatir la sobrecarga de epifanías que, en su opinión, contamina la literatura norteamericana. Tal vez por eso El sindicato de policía yiddish esté estructurada por la mano férrea y remanida del género policial. Landsman tiene la fortuna, para poner en funcionamiento los engranajes de la novela, en apariencia negra, de encontrarse con un cadáver en el primer párrafo. Se trata de un heroinómano que vive en el mismo hotel cochambroso que él y que figura en los registros como Emanuel Lasker. A partir de ese instante, Landsman comienza a enfrentar, con devoción de cabalista, una serie de enigmas que en las últimas páginas serán solucionados con el rigor de un Zugzwang, término que designa ese momento en que el ajedrecista, a pesar de carecer de buenas jugadas, igual debe mover su pieza, y que la novela toma como emblema y cifra.
Chabon respeta con prolijidad ciertos códigos del género detectivesco (como ocurre en Chandler, cada ambiente es descripto con minucia), pero al mismo tiempo se vale de ellos para traficar un universo que excede sus reglas. Al perseguir la verdadera identidad que se oculta tras el falso nombre de Lasker se desgrana un imaginario que abreva, sobre todo, en las peripecias del cómic, al que el autor ya había recurrido en Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay . En ese moroso itinerario, que es también un desprejuiciado homenaje a la cultura judía, surgen mafiosos y sectas rabínicas como la de los "sombreros negros" (o Verbors), un posible Tzaddik Ha-Dor (el mesías en potencia), un aislado centro de recuperación de adictos armado hasta los dientes donde se crían vacas sagradas, planes para la reconstrucción del templo de Jerusalén y para trasladar en masa a la población judía hacia Palestina, e incluso un Fata Morgana, suerte de espejismo que se produce en las nubes y permite entrever una tierra prometida.
"Corren tiempos extraños para ser judío." La frase, como un estribillo, se repite en la novela y Landsman (separado de Bina, acompañado en sus andanzas por su primo Berko, mitad judío mitad indio tinglit, perseguido, entre tantos fantasmas, por el de su fallecida hermana aviadora y su suicida padre ajedrecista) tiene la impresión, en consonancia, de estar viviendo en un mundo equivocado. La sospecha tiene fundamento. Esos cielos con rayas en tonos rosados, verdes y grises, similares a la piel de un salmón, que iluminan su huida por la nieve, desnudo, en una inolvidable escena, son la proyección de una incansable máquina estilística.
La prosa de Chabon -como la de Nabokov, como la de Pynchon, de las que es evidente deudor- es orgullosa y multiforme. Cada página está ritmada por palabras yiddish y deformaciones de la jerga vernácula que un glosario ayuda a descifrar. El promedio de metáforas es alto, por momentos excesivo. Un vehículo sitiado por las inclemencias del clima recuerda "un Horowitz atravesando una tormenta de Liszt" y el idioma hebreo, conservado por el esfuerzo de generaciones y generaciones, parece "aceitoso y salado como un trozo de pescado ahumado".
Contra la eficacia del género al que no termina por fagocitar por completo, El sindicato está mucho más de acuerdo con el nonsense que promete el epígrafe de Edward Lear: al final todo el universo de la novela se hace al mar en un colador que deja la estela de un lenguaje titilante.
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