El misterio en la lengua
En las dos series de cuentos de El marido de mi madrastra, la imaginación de Aurora Venturini vuelve a asombrar al lector
Hace no más de cinco años, cuando obtuvo el Premio Nueva Novela Página/12 por Las primas , Aurora Venturini era una escritora, si no ignota, conocida sólo por un puñado de lectores avisados, al menos fuera de los corrillos literarios de la ciudad de La Plata, donde nació en 1922 y hoy reside. En consecuencia, por entonces fue presentada casi como si se tratase de una escritora novel, cosa que Venturini distaba de ser (ya había publicado más de treinta títulos), y así, en las primeras entrevistas que concedió, a poco de tirar del carretel de su biografía, afloraron su amistad con Eva Perón y un cúmulo de anécdotas acerca de las noches embebidas en Pernod que compartió con la flor y nata del existencialismo en París, donde ella se exilió en tiempos de la Revolución Libertadora.
Ahora bien, si tales avatares biográficos no fueron, una vez disipados los fulgores promocionales y la curiosidad primera, un obstáculo para dimensionar cabalmente a Venturini en su condición de autora; si su proyecto literario no corrió el albur de terminar extraviado entre los pliegues de su tupido anecdotario, fue porque en su caso había y hay, por cierto, una escritura singular hasta lo indomeñable que se tornó visible en el momento en que las condiciones de legibilidad jugaban a su favor.
El marido de mi madrastra reúne, con afán cohesionador, dos series de cuentos: la primera, que presta su título al libro, se compone de textos recientes; la segunda, titulada "Hadas, brujas y señoritas", ya había sido publicada en un solo volumen en 1997. Leídos en conjunto y puestos en perspectiva con las novelas Las primas y Nosotros, los Caserta , estos cuentos confirman que Venturini escribe atravesada por una pulsátil sensibilidad pictórica que alumbra su metodología compositiva. Así pues, a cada escena, aun a la más irrisoria, la autora le confiere un tratamiento que, ciñéndose menos a los reclamos escénicos particulares que a los de la serie que en virtud de la estrategia narrativa conformará el relato, aproxima su prosa a la pintura: hay una primacía de colores saturados y figuras grotescas, contrahechas, que se revelan sobre un fondo siempre ominoso, en estado de latencia.
No es de extrañar, entonces, que en los cuentos de El marido de mi madrastra aparezcan cuadros. Es oportuno detenerse en uno de esos cuentos, "Laura Láinez". La narradora, una estudiante de Humanidades, visita a menudo el Museo de Ciencias Naturales de La Plata donde cursa, entre otras, una materia vinculada al dibujo y las artes plásticas. Sus escasas dotes para el dibujo la llevan a trabar una relación amistosa con la ayudante de cátedra, que no es sino la Laura Láinez a la que alude el título, cuyo talento y cuyas atípicas maneras la subyugan. Cierto día, aparecen colgados en una de las paredes del Museo "dos enormes cuadros al óleo con escenas que algún cataclismo ha devastado y que nuestras memorias nos guardan, pero que la imaginación reproduce". Presas de la excitación nerviosa que les infunden, las protagonistas del cuento deciden enfrentarse a los cuadros. Una vez frente a ellos, la narradora incita a su amiga a "invadir las escenas", como si en éstas estuviera aquello que, según expresó Deleuze, es el asunto de los grandes pintores, es decir: "el mundo antes del mundo". De tal experiencia, la narradora consigue "un algo, un alguien que resulté ser yo".
Asimismo, entre los espacios físicos donde transcurren los cuentos de Venturini, predominan las casonas circundadas de frondosa vegetación que, hundidas en la decadencia, exudan su suntuosidad de otrora "como miasmas de marisma". En el interior de esas casonas tabicadas casi a la manera de gineceos, allí donde "la monstruosidad elude cualquier logística", tal como asegura la voz que narra "Carbúncula", el cuento que abre el libro, no faltan los altillos polvorosos con sus arcones que solapan historias genealógicas, las bibliotecas tan vastas como intocadas, los pasillos y las habitaciones innumerables, los sótanos enmohecidos, las escaleras caracol, las vitrinas con perfumes exóticos o trajes de época. Venturini crea, en suma, una arquitectura para ensayar, auscultando las tensiones entre lo real y lo imaginario, una febril taquigrafía del misterio. Para ello, además, la autora, como buena funámbula, se mueve con soltura entre los niveles de la lengua, estrechando cultismos y coloquialismos, paladeando cada palabra que elige. La de Aurora Venturini es una literatura porfiada en su búsqueda de expandir la capacidad de asombro del lector.
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