La primera muestra del fotógrafo ucraniano que desapareció hace décadas tras ser internado en un manicomio se exhibe en Vasari, que presentará un libro sobre su legado en Pinta BAphoto
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De frente a la cámara, como el pelo tan blanco como su piel, intimida con su mirada. Junto a ese hombre, el gesto se repite en dos animales salvajes pintados sobre una pared porteña. No se sabe cuándo realizó ese autorretrato y tampoco es posible preguntarle, ya lo último que se supo de él fue que escapó hace décadas de un manicomio.
Los únicos rastros que dejó tras su desaparición Iaroslav Kozak, un ucraniano conocido como “Iaros”, fueron 151 fotos rescatadas por Rómulo Macciò. Ambos se habían conocido a los quince años en el Club de Gimnasia y Esgrima, donde practicaban judo; el destino se empeñaba en reunirlos, y solían compartir un whisky o una ginebra en un almacén de La Boca. “Se llevaron al ucraniano al loquero. Lo arrastraron con lo puesto y hasta la cámara le sacaron”, le avisaron un día al pintor. Debajo de la cama había quedado un maletín lleno de fotografías, que guardó a la espera del regreso de su amigo.
Así lo recuerda María Gainza en uno de los textos del libro que le dedicará a Iaros la galería Vasari, donde se acaba de inaugurar La mirada quebrada, su primera muestra en Buenos Aires. La publicación incluirá además observaciones de Facundo de Zuviría sobre su particular mirada y el testimonio de Juan José Sebreli, que lo conoció, y se presentará el 23 de septiembre en Pinta Photo.
“Nunca tenía plata, cambiaba fotos por un sandwich de milanesa en La Boca. Les pedía a veces a los colegas pedazos de rollos de fotos y papel para imprimir, y todos le daban. Se escapaba de los loqueros siempre; estuvo en el Borda y en el Melchor Romero. Rómulo trató de ubicarlo en ambos y no lo encontró. Siempre volvía, pero esa vez no volvió más”, recuerda Marina Pellegrini, codirectora de Vasari y última pareja de Macciò, fallecido en 2016. Y asegura que el artista “siempre quiso hacer algo” para dar a conocer su legado, que regresa del olvido de forma similar a los de Vivian Maier y Alberto Haylli.
Las copias vintage quedaron en manos de Tristana, hija del pintor. Algunas son escenas de los bares que Iaros frecuentaba en Buenos Aires en los años 60 y 70, como el Florida, el Bárbaro y el Moderno, o retratos fugaces de personas con las que se cruzaba por la calle. Fue el registro de una de esas situaciones urbanas el que llamó hace años la atención de Gainza, cuando realizaba una investigación para una biografía: Iaros había capturado la intimidad del instante en que una pareja caminaba junto a un puesto de flores y un cartel que promocionaba cigarrillos.
“El hombre, un Philip Marlowe de traje oscuro y manos escondidas en los bolsillos del pantalón, lanza una mirada radioactiva como haría un detective al descubrirse descubierto”, relata Gainza, y dice imaginarlo esperando en la esquina a que la mujer y el hombre aparecieran. “¿Han visto a un zorro rojo en pleno invierno esperando su presa –agrega-, sopesando el momento exacto para atrapar su comida?”
Lo cierto es que había algo siniestro en aquel personaje que deambulaba por la ciudad, siempre solo y con su cámara al cuello. “Su extraña fisonomía, tez muy blanca, cabellos rubio ceniza, rostro de lobo estepario, lo volvía inclasificable –observa Sebreli-. Su edad era asimismo indefinida, y según se lo mirara parecía un adolescente o un anciano”.
A esa apariencia se sumaba una vida oscura, según su relato, ya publicado el libro Cuadernos (Sudamericana, 2010). Empezando por el suicidio del padre, que se ahorcó con una corbata cuando Iaros era apenas un niño, y las sucesivas mudanzas a las que se vio forzado cuando murió la pareja que lo crio en Caballito. “Era un refinado amante de la música, la literatura, la pintura y el cine -señala el sociólogo y filósofo-, pero el alcohol frustraba sus múltiples capacidades”.
Aún más inquietantes son las acusaciones de su pareja, Sara “Pelusa” Orbea, de que intentó ahogarla en una bañera. “Él aseguraba que solo había pretendido asustarla, mostrándole el ‘Ángel de la Muerte’, para que desistiera de la separación -escribe Sebreli-. Pelusa contaba que logró escapar mordiéndole la mano”. En esa historia se inspiró Bernardo Kordon para escribir un cuento titulado “El fotógrafo y su negativo 300.001 (extraviado)”.
Si bien la policía le creyó a Iaros, lo que siguió fue un destino a la intemperie. Desalojado también de una casa vieja de la municipalidad, en La Boca, durmió en una plaza hasta que fue rescatado por sus amigos. Pasó un tiempo en un asilo frente al Hospital Alvear, donde ofrecía conferencias a los demás internados y aseguraba haber sido director de fotografía de John Ford en El delator.
“Un día tuvo un delirio mayor y provocó un alboroto descomunal haciendo cundir el pánico al gritar que se había desencadenado una guerra y estaban bombardeando el lugar –agrega Sebreli-. Del asilo tuvo que irse y terminó recluido en esa villa miseria de drogadictos, alcohólicos y alucinados que sobreviven en los fondos del manicomio de Barracas”.
Esas heridas parecen reflejarse en sus fotos. En muchas de las imágenes rescatadas, observa De Zuviría, “el paisaje urbano se parte en dos. También se parte en dos la realidad en la foto del joven que se ve a sí mismo en un espejo distorsivo, o en los frentes de edificios contrapuestos al cielo gris, o en la escena de la mujer que mira a la cámara desde su reflejo en una vidriera mientras unos hombres ajenos esperan sentados en un banco de estación. La idea se repite, la realidad partida al medio para transformarse en una representación más compleja de sí misma”.
Para agendar:
Iaroslav Kozak. La mirada quebrada, en Vasari (Esmeralda 1357) hasta el 14 de octubre. Entrada gratis.
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