¿El más fuerte o el mejor?
El próximo viernes se cumplirán ciento veinte años del fallecimiento de Charles Darwin. Sus ideas sobre la evolución de las especies y la lucha por la vida influyeron sobre pensadores como Herbert Spencer, que llegó a considerar la historia de la humanidad como un ejemplo de la supervivencia del más apto. Aún hoy, las explicaciones darwinistas del comportamiento humano tienen una vigencia a veces inquietante
Charles Darwin nació el 12 de febrero de 1809 en la aldea de Shrewsbury, a 300 kilómetros de Londres, cerca de la frontera con Gales. Después de graduarse en Cambridge realizó, entre 1831 y 1836, el célebre viaje de circunnavegación del globo a bordo del velero Beagle. Llevaba consigo la Narrativa personal de Alexander von Humboldt, la Biblia y el primer tomo recién editado de los Principios de Geología de Lyell, cuyo segundo tomo recibió en Montevideo.
Refiriéndose a las islas Galápagos, Darwin escribió: "Desde aquí, tanto en el espacio como en el tiempo, tenemos la impresión de encontrarnos algo más cerca de ese gran suceso -misterio de los misterios- que es la aparición de los primeros seres sobre esta tierra". Durante esta travesía, a su paso por Sudamérica, contrajo una enfermedad crónica que más tarde se conocería como enfermedad de Chagas. Al poco tiempo de su regreso se casó con Emma Wedgwood y ya nunca abandonó Inglaterra. El 24 de noviembre de 1859 apareció la primera edición de El origen de las especies . Los 1250 ejemplares se vendieron ese mismo día.
En este punto tuvo lugar un hito científico comparable a la publicación, en 1687, de los Principios matemáticos de la filosofía natural de Newton. Encrucijadas históricas nodales donde parece iniciarse -sin que pueda preverse dónde se detendrá- el desmoronamiento de las columnas maestras del marco conceptual de una época. En el caso de Darwin, con un agravante adicional: mientras que la cosmología newtoniana se dedica al mundo físico (su gran ejemplo fue el sistema solar), lo que resulta directamente comprometido en las consecuencias de la teoría de la evolución es la naturaleza humana y el sentido de la palabra "hombre".
Prueba de esta conmoción, a la vez que de la fertilidad de las ideas darwinistas, es el surgimiento de lo que se ha buscado sintetizar, con evidente ambigüedad, bajo el rótulo de "darwinismo social", esto es, la producción de numerosas teorías en que se extienden las ideas biológicas al ámbito social. Esta fue la perspectiva a partir de la cual elaboró su sistema Herbert Spencer, quien en 1864 acuñó la expresión " the survival of the fittest " ("la supervivencia del más apto"). Entre las aserciones de su filosofía, está la creencia en un principio de selección social que operaría a lo largo de la historia de la humanidad. Interferir en el accionar de este principio, según Spencer, significaría favorecer la preservación de los miembros más débiles de la raza.
Este tenor de ideas, al unísono con el riguroso individualismo y las loas a la competencia, hizo carrera vertiginosa hasta instalarse como fondo ideológico del capitalismo industrial en ascenso. Por esta línea se podría llegar hasta John D. Rockefeller, para quien el crecimiento de los grandes negocios y el proceso de monopolio industrial señalaban la dirección natural y necesaria de la supervivencia de los más aptos.
Esas posturas generaron reacciones no menos contundentes. Thomas Huxley focalizó un punto decisivo en su libro Evolución y ética (1893): "Toda la confusión surge de identificar al más apto con el mejor". Para Huxley la ética tenía como propósito modificar la ley natural. Esta posición fue retomada por su nieto Julian Huxley, quien agregó que la evolución cultural era ahora el principal proceso.
Instaladas en el imaginario de época, es natural encontrar que las nociones de Darwin, extendidas al campo social, formaran parte del núcleo de ideas legitimadoras de la verosimilitud de muchas obras de ficción. Al respecto, Raymond Williams destaca La máquina del tiempo de H. G. Wells, donde la lucha por la existencia proyectada en una sociedad profundamente estratificada deriva en dos ramas extremas hacia las que la especie humana ha evolucionado. Para Williams, ésa es una de las ideas más poderosas de Wells. Respecto de las novelas de Thomas Hardy, en las que las aspiraciones de Jude o la extrema pureza de Tess resultan finalmente destruidas, Williams sostiene que no se pueden leer sin comprender que la supervivencia no es la demostración de un valor, pues "la lucha es un proceso necesario, pero en un sentido diferente de la lucha racionalizada del darwinismo social".
Para completar esta argumentación en favor de la ubicuidad cultural y la vigencia de las ideas de Darwin, señalemos un ejemplo sugestivo. Se trata del "modelo evolutivo de cambio conceptual", elaborado a comienzos de la década de 1970 por el filósofo inglés Stephen Toulmin como respuesta a la teoría que Thomas Kuhn presentó en su libro La estructura de las revoluciones científicas . El cambio conceptual, sostiene Toulmin, es más evolutivo que revolucionario. Un componente clave en la argumentación de Toulmin es que los científicos no sólo trabajan en paradigmas "en competencia", sino que sus conceptos se desarrollan también por medio de un proceso que combina a cada paso innovación y selección. Es decir que, según Toulmin, también en la dinámica de la búsqueda de las mejores teorías científicas (o de lo que más se aproxima a ellas) hay un componente evolutivo.
Darwinismo en la Argentina
Las ideas evolucionistas, con una fuerte impronta de su versión spenceriana, tuvieron una presencia decisiva en el campo intelectual argentino. Ya desde mediados de la década de 1870, en un clima de exacerbada polémica, comenzaron a integrarse al bagaje científico-ideológico de los hombres del 80. El historiador Marcelo Montserrat (quien, digamos de paso, acaba de ser nombrado miembro de la Academia Nacional de Historia, el 9 del actual) dedicó numerosos trabajos a describir el complejo y multifacético proceso de recepción y difusión del darwinismo en el medio intelectual argentino. Montserrat rastrea la primera noticia de la llegada de la obra de Darwin al país en "la solitaria y dramática lectura que Guillermo Enrique Hudson, a sus dieciocho años, haría en su estanzuela ÔVeinticinco Ombúes´ del viejo partido de Quilmes, gracias a un ejemplar traído de Inglaterra por su hermano Daniel". Luego vendrá la "fantasía científica" titulada Dos partidos en lucha que Eduardo Ladislao Holmberg publicó en 1875. Por si quedaran dudas, Holmberg finaliza su obra con un jactancioso "E. L. H., Darwinista".
En esa misma década comenzaron las polémicas en el seno de la Sociedad Científica Argentina. En agosto de 1878 la Academia Nacional de Ciencias, con sede en Córdoba, concedió a Darwin el título de socio honorario. A partir de entonces y más allá de su relevancia científica, el evolucionismo -sostiene Montserrat- "serviría para legitimar mediante el recurso de la ciencia biológica una avasalladora ideología social: la del Progreso".
Desplegando diversas modalidades de argumentación -desde la franca estrategia reduccionista hasta formas más débiles como la metáfora y la analogía-, la explicación biologicista será una característica medular y original del positivismo local. Así, leemos en Carlos Octavio Bunge que su concepto del derecho y del Estado están construidos "con los fundamentos biológicos de la adaptación, la herencia y la selección natural o lucha por la vida".
Finalmente, la rotunda presencia de esta temática puede rastrearse todavía en la Revista de Filosofía, Cultura, Ciencia y Educación que José Ingenieros dirigió entre 1915 y 1922, y codirigió, hasta su muerte en 1925, con Aníbal Ponce. Como ejemplo elocuente, digamos que, si bien esta revista prestó mucha atención durante la década de 1920 a las ideas de Einstein, los problemas planteados a la filosofía por la teoría de la relatividad fueron discutidos desde la perspectiva de las posibles repercusiones sobre visiones biologicistas o de sus implicancias en el terreno de la ética, entendida esta última a partir de los puntos de vista de diversas variantes del evolucionismo.
Economía y evolución
Si bien hemos hecho referencia a la incidencia de la teoría de la evolución fuera del ámbito de la biología, hay autores que, intentando recuperar cierta simetría constitutiva entre ciencias naturales y sociales, han destacado el proceso inverso. En 1982, Niles Eldredge y Ian Tattersall -ambos curadores de diferentes secciones del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York- destacaron la semejanza entre la imagen darwiniana del proceso evolutivo y la noción de progreso que cruza transversalmente la Inglaterra victoriana. Según los autores, Darwin encontró en los escritos de los economistas Thomas Malthus y Adam Smith algunas de las nociones que le permitieron elaborar un mecanismo plausible para la evolución. La competencia por los recursos, que está en la base de la economía abierta de Smith, sería una de ellas.
Algo semejante ocurre con la noción de cambio propuesta por Darwin. Entendida como inevitable, pero también como gradual, lenta y progresiva, esta concepción del cambio puede emparentarse con la representación de un capitalismo optimista y floreciente que no avizora límites para el progreso, pero también con un precavido bloqueo ideológico de cualquier variante de cambio brusco como antídoto preventivo de las revoluciones sociales que se cernían en el horizonte europeo.
A los setenta y tres años Darwin aún investigaba y escribía. En el invierno de 1881 comenzó a tener problemas de corazón. El 22 de febrero del año siguiente, luego de leer a Aristóteles, le escribió al doctor A. W. Ogle: "Linneo y Cuvier fueron mis dioses, aunque desde puntos de vista enteramente distintos, pero ambos resultan simples escolares al lado del viejo Aristóteles".
El miércoles 19 de abril de 1882 tuvo un ataque al corazón y murió. Enseguida, veinte miembros del Parlamento solicitaron al deán de la abadía de Westminster, en Londres, que sus restos fueran enterrados en la capilla de St. Faith, el lugar más sagrado de los lugares sagrados del imperio británico. Darwin descansa desde entonces a unos pocos pasos de Isaac Newton, Charles Lyell, Michael Faraday y William Herschel.
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