El marchand del siglo
A los 91 años murió en Manhattan el legendario Leo Castelli. El hombre que descubrió a los artistas del pop norteamericano y trasladó la movida artística de París a Nueva York.
SIN Leo Castelli es probable que la historia del arte del siglo XX hubiera sido otra. El hombre que murió en Nueva York a los 91 años, hace exactamente una semana, fue el descubridor de los artistas del pop norteamericano y el inventor de un mercado explosivo, frenético e irresistible que conquistó por igual a la crítica europea y a los ricos norteamericanos. Castelli fue el responsable de colocar en la escena internacional al expresionismo abstracto, al arte conceptual y al minimal, movimientos excluyentes del arte de la segunda mitad del siglo.
Sin Leo Castelli Manhattan no hubiera desplazado a París como centro por excelencia de la producción plástica contemporánea. Supo reconocer antes que nadie el talento de artistas como Jasper Johns, cuyas obras se conseguían por pocos dólares y que hoy valen millones e integran las colecciones de los grandes museos del planeta. Además de talento para anticiparse a su tiempo, Castelli tuvo una intuición casi infalible para comprender los engranajes del mercado moderno de arte y las sutilezas del marketing.
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Robert Rauschenberg, Roy Lichtenstein, Frank Stella, Andy Warhol, Richard Serra, Dan Flavin, Joseph Kosuth y Bruce Nauman, nombres sagrados en bienales, ferias y museos de arte moderno, le deben a Leo Castelli su primera exposición. Cuando Rauschenberg conquistó el máximo galardón de Venecia, en 1964, los artistas norteamericanos eran profetas sólo en su tierra. El premio y la influencia de Castelli legitimaron a los integrantes del pop, con Warhol y Lichtenstein a la cabeza, y el mundo comenzó a mirar a Nueva York con otros ojos.
Todavía recuerda el galerista argentino Natalio Povarché su primer encuentro con Castelli y el magnetismo que el marchand irradiaba en el escenario neoyorquino del arte. Povarché trajo en los sesenta para colgar en Rubbers, entonces ubicada en Florida al 900, vecindario ditelliano por excelencia, una exposición de Andy Warhol que venía de lo de Castelli e incluía imágenes-iconos de la sociedad de consumo como los retratos de Marilyn y Jackie, la Silla eléctrica y otra obras.
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Leo Castelli nació en Trieste en 1907, con el nombre de Leo Krauss, cuando esa ciudad formaba parte del imperio austrohúngaro. Se recibió de abogado en Milán, en 1924, y una vez graduado se mudó a París, donde trabajó en el Banco de Italia, hasta que poco a poco fue interesándose en el mundo del arte, alentado por Ileana, su mujer, una rica heredera rumana. Finalmente abrió una galería en Place Vendome, al lado del Ritz, donde compartía los gastos con un decorador. Empujado por la Segunda Guerra se mudó a Nueva York, allí se enroló en el ejército. Dicen que fue por los servicios prestados a las oficinas de inteligencia que consiguió la ciudadanía norteamericana. En la posguerra, su mirada se orientó a lo nuevo. Castelli no quería ser uno más vendiendo obras de Picasso; en poco tiempo su galería del Soho se convirtió en la meca de los artistas jóvenes. Ser elegido por el marchand era tocar el cielo con las manos. Y era lógico: su elección garantizaba un lugar en el parnaso del arte. Le gustaba cerrar personalmente cada operación y entendía que la responsabilidad de un marchand era garantizar un ingreso seguro al artista hasta tanto encontrara compradores para su obra.
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"Garantizar a un artista en el que uno cree es tan seguro como firmar una hipoteca con el Rockefeller Center como respaldo", decía Castelli. Para corroborarlo basta con tomar el caso de Robert Rauschenberg. En 1958, cuando Rauschenberg expuso en su galería por primera vez le compró la obra Bed por 1200 dólares. Treinta años después donó esa misma obra, valuada en 10 millones de dólares, al MoMA neoyorquino. Bajito, menudo y elegante, Leo Castelli tenía un aspecto frágil. Lo vi por primera vez en la feria de Arco, en Madrid, en 1992. Fue como cruzarse con una leyenda. Lo acompañaba su última mujer, jovencísima, y lo seguía un séquito de artistas, galeristas y críticos a los que mantenía, con una sonrisa, a un metro de distancia. Costaba creer que él sólo hubiera hecho tanto. Leo Castelli cumplió a rajatabla con un principio básico: nunca abandonó a los artistas con los que se había comprometido. Y, también, con una misión imposible: convencer a la crítica europea de que sus artistas eran los mejores del mundo. ¿Qué más se puede pedir?
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