Alta fidelidad. El malón después del amor
En la penumbra total la nativa americana Rosalila (Lorena Vega) y la prometida europea Celine (Laura Paredes) se despiden del mundo material y de la obra en un pase de magia performático. Están tomadas de la mano y las últimas palabras del guión le corresponden a la india que en esta ¿ópera? se expresa con el registro elocuente de una barítono. “Ahora estamos en las piedras, en las flores y en todos ustedes”, se la escucha en silencio antes de que los aplausos irrumpan generosos. Las Cautivas, cuya segunda temporada se puede ver hasta fin de mes en el Teatro de La Ribera, no es una ópera, claro, pero la alternancia de los monólogos y el contraste entre las voces (Paredes da soprano) más el notable guión musical dispuesto por el multinstrumentista Ian Shifres le dan ese espesor. Una ópera ditelliana o underground si se atiende a una genealogía del teatro de los últimos cincuenta años que se desarrolla frente a las escenas portuarias que Quinquela Martín diseñó para los corredores de este teatro.
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Entre las postales de Quinquela y lo que sucede en el escenario pareciera no haber correspondencia. “Las Cautivas” sucede en el siglo XIX y se dispone en el vértigo horizontal de La Pampa mientras que las obras de Quinquela son producto del impulso industrial del siglo XX y de un flujo migratorio europeo que nada tiene que ver con la aparición selectiva de la prometida francesa. Sin embargo, esta obra que transita el disparate (Entre Los Indios, Aira) y el erotismo (Mujer contra Mujer, Sandra & Celeste) está anclada en una imagen muy particular de la pintura argentina. Así, la relación amorosa entre Rosalila y Celine parece un pentimento de “La vuelta del malón” (1892), la obra de Angel Della Valle donde aparecen por primera vez indígenas representados en una pintura europea ejecutada en Argentina. El dramaturgo Mariano Tenconi Blanco parece haber practicado una biopsia sobre aquel cuadro de gran formato para tomar el detalle de la cautiva blanca desnuda que es llevada a caballo por un indio bravo y atlético. Tenconi captó la tensión sexual que Della Valle trasunta en ese detalle y la liberó en una ucronía en la que el jinete es reemplazado por la mensajera y la cautiva es la que da el primer paso acercando su boca a la salvaje pintada desacostumbrada al beso francés. El choque o, mejor, la fricción de civilizaciones es, 130 años después, un asunto íntimo entre mujeres. Della Valle seguía el guión de época, representar al malón y a los indios como saqueadores de bienes e incluso mujeres. Pero, tal como mucha de la pintura religiosa del medioevo, se reservó una nota al pie: la gestualidad. Entre la cautiva blanca y el indio cobrizo hay rastros de pasión y es a partir de ese sutil corrimiento que “Las Cautivas” está repintando, corrigiendo, la obra original. De lo que se desprende que toda la obra es una pintura más en esa sala de museo con butacas arropada por los vibrantes Quinquela.
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En “Victoria Ocampo observa La Vuelta del Malón” (2011), Daniel Santoro hacía un remix del cuadro original que era pura ficción. Victoria atisbando el paisaje desde los ventanales de su casa modernista de Barrio Parque veía pasar el malón de Della Valle (con la cautiva incluida) puesto en lugar del tráfico de la avenida Figueroa Alcorta. Lo que se ve en la sala que está frente al Riachuelo expresa el arraigo que la idea del malón tiene en la cultura argentina. En la entrada del teatro, Tenconi dispuso una suerte de micromuseo de la obra con piezas arqueológicas fake y fragmentos de la literatura que también fueron reescritos para darle voz a sus chicas sin caer en la pedagogía ambiente y con el humor como tecnología de punta. Uno de Juan L. Ortiz completa el embelesamiento con el que se atraviesa “Las Cautivas”. Dice: “El mundo es un pensamiento realizado de la luz/Un pensamiento dichoso/De la beatitud el mundo ha brotado/Ha salido del éxtasis, de la dicha, llenos de sí, esta tarde, infinita, infinita…”. El malón, otra vez, sí, pero después del amor.