El libro, ese milagro y esa arma que podrá salvarnos
Más allá de las funciones cerebrales que utilizan, no hay rivalidad verdadera entre los métodos de lectura anteriores a la era electrónica y los de hoy. En un mundo ideal, ordenador y libro comparten nuestras mesas de trabajo. El peligro es otro. Mientras seamos responsables, individualmente, del uso que hacemos de una tecnología, esta será nuestro instrumento, eficaz en nuestras manos según nuestras necesidades. Pero cuando esa tecnología nos es impuesta por razones comerciales, cuando las grandes compañías multinacionales quieren hacernos creer que la electrónica es indispensable para cada momento de nuestra vida, cuando falsos profetas nos dicen que, en lugar de libros, los niños necesitan computadoras para aprender y los adultos, videojuegos para entretenerse, cuando la publicidad nos hace sentir obligados a utilizar la electrónica para cada una de nuestras actividades sin saber exactamente por qué ni para qué, entonces, corremos el riesgo de convertirnos nosotros en el instrumento de la electrónica, ser utilizados por ella y no utilizarla nosotros.
Hoy, la pregunta esencial es una que el tribuno Lucio Cassio Longino lanzó en los tribunales romanos en el siglo II a. C. : Cui bono? En otras palabras, "¿A quién beneficia esto?". ¿Me beneficia a mí esta necesidad de estar siempre a la escucha de mi teléfono, de mi correo electrónico, de mi SMS, como si la noticia del momento fuese absolutamente necesaria para mí en ese instante preciso? ¿Me beneficia a mí esta infinitud de información acumulándose diariamente en la memoria de mi computadora, tentándome con su fantasmal presencia? ¿Me beneficia a mí esta invasión constante de publicidad, sea la "publicidad basura", sea la impuesta por un servidor como Google, proponiéndome servicios ridículos, fantasiosos u obscenos? ¿Me beneficia a mí, cada vez que uso Facebook, o un buzón electrónico, entrar mis datos personales en un archivo que será posiblemente utilizado para fines comerciales o políticos por corporaciones cuyos intereses no conozco? Cui bono?
La acumulación arbitraria de información de la que se ufana la red es quizá menos prometedora de lo parece. Por un lado, la red no archiva todo: existe en un tenue presente que excluye mucho de lo pasado, de manera que como archivo es sospechoso. Por otro, acumula sin filtros adecuados, sin buscadores precisos, sin contexto en la mayor parte de los casos. Este peligro lo señalaba ya Séneca en el siglo I de nuestra era. Acumular libros, decía Séneca (o información electrónica, diríamos ahora) no es sabiduría. Los libros, como también las redes electrónicas, no piensan por nosotros, no pueden reemplazar nuestra memoria; son meras herramientas. Las grandes bibliotecas de la época de Séneca, como las bibliotecas virtuales de hoy, no se bastan a sí mismas: requieren nuestra voluntad para cobrar vida. Frente a la insistente propuesta de consumir necedades y de volvernos insensiblemente idiotas para escapar a la terca presencia del mundo, nosotros, los lectores, muchas veces sucumbimos: nos dejamos tentar por objetos impresos que parecen libros (creados por hábiles agentes literarios o mercaderes disfrazados de editores) y por objetos electrónicos que simulan experiencias reales (imaginados por técnicos con ambiciones comerciales). Nos dejamos convencer de que los instrumentos que nos ofrecen cumplirán nuestras responsabilidades, como si ellos, y no nosotros, fueran los verdaderos herederos de nuestra historia.
Algunos siglos después de la invención de la escritura, hace unos 5000 años, en un olvidado lugar de Mesopotamia, los pocos conocedores del arte de descifrar palabras fueron conocidos como escribas, no como lectores, quizá para dar menos énfasis al mayor de sus poderes: el de la lectura. Desde siempre, el poder del lector, el lector profundo, consciente, ha suscitado toda clase de temores: temor al arte mágico de rescatar de la página un mensaje de allá lejos y hace tiempo; temor al espacio secreto creado entre un lector y su libro, y de los pensamientos allí engendrados; temor al lector individual que puede, a partir de un texto, redefinir el universo y rebelarse contra sus injusticias. De estos milagros somos capaces, nosotros los lectores, y estos milagros podrán quizá salvarnos, siempre y cuando tengamos libros y no meros artefactos electrónicos. Sin duda habrá lectores profundos de libros electrónicos, como los hay de libros impresos.
En un mundo en el que casi todas nuestras industrias parecen amenazarnos con sobreexplotación, sobreconsumo, sobreproducción y crecimiento ilimitado que prometen un paraíso codicioso, la sosegada consideración de un libro (o una catedral) puede obligarnos a detenernos, a reflexionar, a preguntarnos, más allá de falsas opciones y absurdas promesas de paraísos, qué peligros nos amenazan realmente y cuáles son nuestras verdaderas armas.
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