El lector absoluto
¿Cómo construye una obra un lector, una obra donde lo que en verdad importa es la literatura de los demás?
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Es probable que no a todos les suene el nombre de Luis Chitarroni, y no hay nada que reprochar. Existen escritores públicos y otros que prefieren una existencia discreta, y Chitarroni eligió distinguirse dentro de este segundo grupo. Pero estoy seguro de que no hay un solo escritor argentino que desconozca quién fue Luis Chitarroni, y que la mayoría le profesaba un respeto que tenía mucho de admiración. Para decirlo de una manera un poco torpe que a él, de apellido italiano pero anglófilo por elección, le hubiera parecido una invitación al pudor: Chitarroni fue probablemente el mayor lector que tuvo la literatura argentina en los últimos treinta años. Ese hombre de una cultura libresca abismal murió el miércoles, con apenas 64 años, y con él desaparece una figura (la del lector absoluto) absolutamente irremplazable.
Chitarroni empezó a escribir sobre música en los años 80, incluso antes de escribir sobre literatura, y ambas pasiones evolucionaron parejas a lo largo del tiempo: es por eso que podía mantener conversaciones interminables sobre jazz y rock así como citar de memoria a Henry James, Vladimir Nabokov o William Faulkner. En los 90 empezó a publicar libros siempre un poco extraños (los retratos imaginarios de Siluetas, la novela de fantasmas El carapálida, el relato digresivo Peripecias del no, los cuentos de La noche politeísta) pero, como Borges, Chitarroni ponía sus lecturas por delante de su obra escrita. “La lectura sigue siendo para mí la mejor compañía posible, salvo el amor, pero el amor sabe adoptar también la apariencia del libro que nos acompaña”, dijo alguna vez.
¿Cómo construye una obra un lector, una obra donde lo que en verdad importa es la literatura de los demás? Chitarroni supo hacerlo dejando un legado a la vista, es decir, construyendo un catálogo: primero en la editorial Sudamericana, donde publicó los primeros libros de autores como Daniel Guebel, Sergio Bizzio, Charlie Feiling, María Martoccia, Martín Caparrós, Luis Gusmán, Fogwill y María Negroni; y en los últimos 15 años rebuscando en su memoria las lecturas de autores muertos u olvidados, como Muriel Spark o Alfred Hayes, y poniéndolos nuevamente en circulación en el sello La Bestia Equilátera.
Desde 2019, cuando sufrió dos operaciones, su salud se había debilitado. Cuando le pregunté por mail (hasta el último día se resistió al uso de teléfono celular y cualquier otra tecnología de la vanidad) cómo se sentía, me contestó con un típico mensaje de su autoría: “La digresión es una forma de vida: entré a operarme de una hernia y ahora soy un implacable paciente cardíaco convencional”. No éramos amigos, pero tuve la fortuna de frecuentarlo al menos una vez al año, de recibir sus mails llenos de humor e ironía, y me dediqué, como tantos otros, a admirarlo a la distancia, a escucharlo atentamente, a aprender de él todo lo posible.
La última vez que lo vi fue el pasado 21 de marzo, cuando participó en un homenaje por los 100 años de la publicación de Fervor de Buenos Aires. Lo esperamos con Pablo Gianera hasta último momento (siempre existía la posibilidad de que se ausentara de forma misteriosa, y sin embargo nadie se enojaba u ofendía por eso) y llegó a horario, para hablar de los poemas de Borges. Dijo, incluso, que esos versos primerizos dedicados a la Revolución rusa le gustaban mucho. Después caminamos las dos cuadras que nos separaban del auto, muy lento, tomados del brazo, burlándonos oblicuamente de la situación. Lo dejé en la puerta de su casa sin imaginar que era la última vez que lo vería. Se murió, finalmente, de forma inesperada y de una septicemia: un último, involuntario homenaje al maestro. Todos los lectores, al menos los lectores argentinos, estamos en deuda con él.
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