El laberinto borgeano de Luis Chitarroni
"No hay cosa alguna que con un giro de la imaginación no pueda ser otra cosa", escribe el poeta William Carlos Williams en su inclasificable Kora en el infierno. La lectura, como proyecto oceánico o instancia mínima, conecta inquietudes, que se enlazan en itinerarios sinuosos. El recorrido lector de Luis Chitarroni se sostiene en la frase de Williams, que a la vez, puede conectarse con una paráfrasis de Anaximandro: las lecturas se transforman una en otra según necesidad y se hacen justicia mutuamente según el orden del tiempo. Si bien su mayor reconocimiento ha sido como editor, durante veinte años en Sudamericana y más cerca en el tiempo en La Bestia Equilátera, ha intervenido, en forma perenne y a la vez discontinua, en distintos oficios del campo literario: en su prosa, sus traducciones, sus ensayos, sus poemas, sus innumerables prólogos, incluso en sus gentiles contratapas, se advierte una constante: una erudición heteróclita y una transmisión de valores encantadora.
El crítico inglés V.S. Pritchett contó, alguna vez, que Henry James hacía de las cartas un modo de polinizar a sus amigos de intimidades y especulaciones. Chitarroni también es un bumblebee que hace de la referencia una conversación. Anglófilo, merodea en los detalles. No se preocupa por los grandes cánones o adjudicaciones: se detiene en los cruces entre contextos y disciplinas. Para alguien que parece que lo ha leído todo, aquello que le concierne es el desafío de la imposibilidad. "Una recreación simplificada de las cosas que leía en una adolescencia de lector feliz", dice, a propósito de su reciente Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges), publicado por Malba, que reúne seis clases que dio en el museo en 2016, con la premisa de recuperar a autores olvidados, conectados, en forma más o menos subrepticia y arbitraria con las luces y las sombras que proyectó Borges en ellos.
Con la huella de Macedonio Fernández y un impulso situacionista, Chitarroni suele eludir nostalgias pretéritas en cafés. Esta entrevista se generó fruto de esas tertulias y terminó por mail, luego de un post operativo. La edición del libro fue el leitmotiv de la charla, pero devino una tentativa para acercarse, al menos fragmentariamente, a las moléculas que convierten a un lector solitario en un referente.
Ponés atención a las genealogías familiares, como en los casos de Barthes y Borges. Recuerdo un texto conocido de Fabián Casas que hablaba de tu hermano, que fue su docente. ¿Cómo era tu entorno familiar en relación a las lecturas?
En casa había por lo menos dos bibliotecas, la de mi hermano (libros de pedagogía y hasta de deporte, como Fútbol. Dinámica de lo impensado, de Dante Panzeri) y la de mi papá, que yo había absorbido (Anatole France, Stefan Zweig, Emilio Salgari). Fabián sabe más de mi hermano que yo mismo, ya que mi hermano y yo dejamos de hablarnos con furibundez mafiosa cuando yo era muy chico (es mi hermano mayor), y él lo tuvo de maestro. Entre la biblioteca de mi padre y la de mi hermano, habría que incluir los libros con imágenes que me regalaba Ana, mi hermana, de la editorial del Reader's Digest, donde ella trabajaba: Maravillas y misterios del mundo animal, por ejemplo. Por supuesto, como muchos de mi generación, fue importante Lo sé todo, que creo era de editorial Kapelusz.
Gran parte de la historia de la literatura argentina se cimentó en revistas. A mediados de los 80, Chitarroni conoció a Enrique Pezzoni, con quien compartía firma en Sitio. "El epítome del hombre de letras, como él define a uno de los intelectuales del grupo Sur, lo invitó a ser parte de la editorial Sudamericana. Por ese entonces, ya despuntaba como zona de interés y estudio, autores perdidos, raros o excéntricos. En la revista Vuelta sudamericana tuvo una columna, "El testigo oculista", y en la señera Babel publicó sus breves semblanzas de escritores como Djuna Barnes, Flann O´Brien o Anthony Hope, entre otros. Influenciado por Historia universal de la infamia, de Borges, las piezas biográficas fueron recopiladas en el volumen Siluetas, primero en 1992 y luego reeditadas y corregidas en 2010. "Fue antes de Wikipedia. La traductora quiso buscar las referencias de algunas citas textuales de esas islitas y no las encontraba. «No existen», me decía, pero yo las recordaba perfectamente".
En 2008, dos alumnos, Natalia Meta y Diego D’Onofrio, lo convocaron como asesor del sello novel La bestia equilátera. En poco tiempo, construyeron un catálogo coherente, con rescates de escritores como Muriel Spark o Kurt Vonnegut, y reediciones con la mirada inquieta y perspicaz de Chitarroni: algunos autores, como Alfred Hayes, fueron hallados en reviews de revistas foráneas. Incluso, en algunos casos, en las primeras páginas la editorial aclara la imposibilidad de encontrar derechohabientes.
"Me acuerdo de algunos gustos, y de uno al que tuve que renunciar por una cuestión económica como la hiperinflación: Futilidad, de William Gerhardie. Encuentro mayor comodidad en los recodos, y hasta en los confines, que en las alturas, eso es cierto".
Pensando en la selección de autores que hacés en Breve historia... (Cabrera Infante, Alejandro Rossi, Elizondo). ¿Qué te moviliza a tematizar las calles laterales?
La breve historia se postula apenas como una alternativa o un programa de lecturas de un joven lector conquistado o estafado por una estrategia, que concernía a casas editoriales tanto como a grupos y comitivas de escritores. Cree que impuso cierta ley de olvido, ya que cuando el curso comenzó había nombres que les resultaban a los asistentes absolutamente peregrinos, y eran nombres que en su momento resultaban centrales, indispensables. Por otro lado, la conexión borgeana se alteró por completo, de modo que no solo relaciona, o se cree que todo lo que ocurrió sin su consentimiento se hizo a sus espaldas. Las historias suelen ser trajines opulentos que la simplificación luego simplifica y ordena, pero en este caso era como si me hubieran arrancado una parte importante de la memoria. El revisionismo de testigo presencial se me impuso".
No hay literatura sin olvido.
Un poema de Joseph Brodsky lo dice con la exasperación y la tristeza necesarias: para qué llega la muerte si después viene el olvido (o viceversa: como Auden, Brodsky podía llegar a ese tipo de conclusiones canjeables). Los poemas en inglés fueron mi Beatrice (en el sentido en que Mallarmé lo dice de la destrucción).
Se conocieron aun antes de conocerse. Tal vez, en alguna conferencia de Borges de Joyce, o en alguna de las clases de Pezzoni. Compartieron alguna cena y luego se volvieron íntimos. Mientras las botellas de bourbon le daban musicalidad a la noche desplegada, él y Charlie Feiling – su gran compinche, fallecido en 1997– traducían versos de Eliott, Hardy o Tony Morrison. No solo los unía su exquisito bilingüismo, sino, en palabras de Chitarroni, "una inútil erudición en pelotudeces". Por caso, se habían fanatizado con la banda inglesa Uriah Hepp –cuyo nombre remite a un personaje de David Copperfield, de Dickens– y habían tenido la loca idea de explorar su genealogía, a partir de las investigaciones del teórico Peter Frame. "Esas cosas te hermanan", agrega.
Alguna vez contaste que las traducciones surgían de conversaciones. ¿Podés contar un poco más sobre esa dinámica?
Charlie, de una generosidad incomparable, mejoraba muchas de las ideas sobre las que no habíamos logrado ponernos de acuerdo. Recuerdo de él sus largos silencios y la búsqueda musical que tenía para traducir. Una vez, para seguir un ritmo, había traducido "me agöta". Con él hicimos una versión de Anna Livia Plurabelle, un capítulo del Finnegans Wake. La arbitrariedad del Finnengans es similar a los Cantares de Ezra Pound: tiene que ver con lo eventual, el accidente y la buena memoria de Joyce, que recuerda el hecho y las acciones concomitantes. Leónidas Lamborghini describió nuestro trabajo como "el método de la doble humillación".
Algunos de los relatos que conforman su libro más reciente, La noche politeísta, remiten a ese devenir fragmentario y a veces enigmático con el que pergeñó la novela El carapálida (1997) y su inclasificable Peripercias del no, editado diez años después.
Los relatos de La noche politeísta son bastante heterogéneos. ¿Cómo surgieron?
Se escribieron en la medida en que me pedían colaboraciones de ficción distintos suplementos culturales y revistas (no muy frecuentemente). Y después, el número lo decidió todo. "Los fragmentos de viaje a Soecia" son de una novela rapsódica que tal vez algún día termine. "Los Zukofsky" finge su rara autonomía a partir de un sueño que tuve de Louis Zukofsky, poeta norteamericano de los siempre mal ordenados y entendidos a medias (que es como lo entiendo yo). Tiene un solo gran libro, A, que parece reunir toda su orquestación poética, y un libro de ensayos exiguo, Preposiciones . Hay un cuento que es la distorsión de un relato de infancia combinado con una historia de mi papá sobre una tribu, manada o jauría, "los bonetudos", de su infancia en Lobos. "Nueva narrativa argentina" es una broma larga (tal vez demasiado larga) sobre un tema recurrente de la literatura y la cinematografía argentinas: el adulterio.
En un artículo sobre José Bianco escribiste que su oficio se cimentaba en debilidades. ¿Las derivas, digresiones o imposibilidades (pienso en Las peripecias del no como "el diario de alguien que probablemente no pueda escribir algo sucesivo…") terminan siendo un yeite o un modo de concebir tu propio oficio?
Sin duda todo "Perips" es el grado de impaciencia que me provocó el libro del que quedaron los "extractos" (publicados luego con tanto amor por Damián Tabarovsky, entonces editor Interzona), que iba a llamarse, dios mío, Las equis distantes. La digresión es una fatalidad a la que me sometí desde mis primeras notas sobre música, en la revista Audio (1980/82), donde, a cambio de traducir artículos técnicos de los que no entendía un pomo, podía darme el gusto de escribir sobre todo lo que me gustaba (y sigue gustándome), de Robert Wyatt y Brian Eno a Neil Young y Joni Mitchell. Ahora planeo un libro sobre las transiciones del gusto. Planeo, no: exploro.
En algunos ensayos asociás la digresión a la noción de resto diurno. ¿Cómo puede explicarse eso?
El resto diurno, un poco copiado de la idea de Fogwill más que de su concepción psicoanalítica, se incorpora por el gusto que me dan las dos palabras allí reunidas (que podrían integrar el vocabulario chitarronesco, junto a otras palabras que no podrían faltar como "caracal" y "alarde"). Además, porque la concepción de cualquier tipo de ficción elige (uno cree que con rara autoridad) las piezas de realidad (los realia) que le facilitan la ficción suprema del día vivido.
Con una barba más cercana al look de Mark Twain que a la ya antigua semejanza con Diógenes, Chitarroni reincide en su escapismo y deja por un momento el ermitaño posoperatorio para ir a los cafés de avenida Callao. En 2019 tuvo dos "intervenciones", un significante que en él opera en forma más vivaz que una práctica quirúrgica. Mientras tanto, escribió una suerte de diario de internación, El montacargas del polietileno. En ese paréntesis, le regalaron un Kindle. "Allí también hay libros que no se consiguen", bromea.
Tenés varios libros prometidos. ¿Eso responde a cierta autoexigencia? Uno de tus amigos, Guillermo Saavedra, te describía a partir de principios. ¿Qué principio de poema te viene a la memoria para describir tu estado actual?
Sí, claro. Hay tres pendientes, si no recuerdo mal: Pasado mañana, una recopilación de ensayos cortos que saldrá por la Universidad Diego Portales; La ceremonia de desdén, una lectura del Borges de Bioy Casares, y la poesía reunida en Mansalva. Esto me da ocasión de citar a mi poeta favorito, Gerardo Deniz, autor del libro por el que Francisco Garamona bautizó [Mansalva] a su editorial (él lo reeditó, claro): "Que ellos sigan la opereta de la toga y el birrete, la venera y la muceta, el congreso y los viáticos. Lo han ganado, lo desean. Qué ocasión."