El jardín secreto de la rue Jacob
A veces, se pasa delante de una casa a la que no se le da en el momento ninguna importancia, porque en ese presente aún no la tiene. No sabemos que, en el futuro, se convertirá en un mito o una leyenda personal, secreta, que sólo compartiremos con quienes también la consideren legendaria.
Hace más de un año, me puse a leer Amarte no fue un error, la correspondencia mantenida por Victoria Ocampo y Pierre Drieu la Rochelle, editada por Sur.
Supe de la existencia del escritor francés Drieu la Rochelle en 1963. Fue la misma Victoria quien me habló por primera vez de él y despertó en mí el interés por ese hombre que había sido primero, en 1929, su amante, después un amigo profundamente querido, de cuyo amor y de cuya amistad nunca renegó, a pesar de las profundas diferencias que los separaban. Él había sido colaboracionista; ella apoyó a los aliados desde el primer momento e intentó disuadirlo de su error, que él mismo reconocería en sus cartas de despedida. El suicidio de Drieu el 15 de marzo de 1945 (la semana próxima se cumplirán 78 años de ese hecho) le seguía doliendo a Victoria cuando lo recordaba.
Comencé a leer a Drieu casi enseguida. Para la mayoría de los jóvenes nacidos en la Argentina en 1941, era un desconocido. Pero quiso el cine que lo pudiéramos conocer por una película estrenada ese mismo año, El fuego fatuo, del director Louis Malle, inspirada en la novela homónima de Drieu, de 1931.
Victoria consideraba que era una adaptación cinematográfica perfecta. El autor se había inspirado en su propia vida y, en cierto modo, había profetizado su suicidio en esa novela; pero también había tenido otro modelo, Jacques Rigaut, de obra mínima, admirado por los surrealistas, los dadaístas y el mismo Drieu. Rigaut era un esteta, un dandi devorado por la angustia, que se burlaba de todo porque todo lo desencantaba; se mató en 1929, el año en que Victoria y Pierre se conocieron y se enamoraron.
Hay un fragmento muy hermoso en la película. Alain, el protagonista (estupendo Maurice Ronet), deambula por París para despedirse de sus amigos. Ha decidido que, el día siguiente, se va disparar una bala en el corazón. En ese último paseo, se encuentra con una amiga, Eva (sublime Jeanne Moreau), en el taller donde pinta y esculpe junto a otros artistas. Los dos caminan por esa curiosa casa que se abre a la entrada a un patio empedrado; a la izquierda, la construcción principal; al fondo del patio, una veranda da a un inesperado y melancólico jardín de otoño. Pero, detrás de la veranda, hay otro jardín más pequeño, cerrado por el Templo de la Amistad, un edificio de fines del siglo XVIII y principios del XIX. La construcción está en ruinas, descuidada, pero igual su misteriosa nobleza se impone.
Lo que no se dice en esa película es que esa casa, el jardín y el Templo de la amistad habían sido el centro del círculo literario más empinado de Francia. Allí vivió durante seis décadas la bella escritora y millonaria Natalie Clifford Barney (1876-1972), apodada la Amazona, la lesbiana irresistible que conquistaba a las mujeres más hermosas de la ciudad. Todavía estaba viva cuando Jeanne Moreau y Maurice Ronet caminaban por el jardín. Tenía 84 años.
Pasé muchas veces delante del 20 de la rue Jacob. Desde la calle no se ve el jardín. Sólo cuando leí la biografía de la Amazona, supe que, tras esa puerta, estaba el templo dórico donde se reunían los amigos: Joyce (iba a menudo), Proust (una sola vez), Truman Capote, Marguerite Yourcenar, Colette, Ezra Pound, Paul Valéry, Ernest Hemingway. En ese ámbito de fábula, están el pasado y el futuro aún no vivido de generaciones de jóvenes.
Tengo una copia de El fuego fatuo. La visito con cierta frecuencia.
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