El jardín en ruinas
La publicación de la novela Peripecias del no, de Luis Chitarroni, es para Beatriz Sarlo el hecho más destacado de la literatura argentina en 2007. Sobre esa obra, escribió el artículo siguiente, que aparecerá en el número de abril de la revista Punto de Vista . El libro, dice, es la resistencia última de un escritor a la desaparición de lo que considera la literatura. Se trata de la aventura de un narrador que crea una obra a partir de sucesivas negaciones
Restos y exvotos literarios se ensamblan en Peripecias del no de Luis Chitarroni. Últimamente, quizá después de la muerte de Libertella, no se imprimía algo tan desesperado, tan insensato y, al mismo tiempo, tan literario y erudito. Una novela fuera de tiempo, que habría sido verdadera vanguardia, si existiera ese lugar en el arte contemporáneo.
Los libros no se oponen a la vida, son la vida; la literatura se hace con libros, menciones, referencias que no son usados de modo operativo para iluminar una hipotética (y probablemente ya imposible) ficción, sino como objetos mostrados: miren esta enumeración de libros en la mesa de luz de una suicida; miren lo que ella dejó escrito en una hoja con cuatro carbónicos; miren cómo corrijo y, más adelante, la suicida muere de cuatro muertes diferentes; miren el lugar común de un grupo cuyos integrantes cumplen la fatalidad de iniciar una vida literaria traduciendo algún poema de Ashbery.
"Una vez que te has hecho un nombre: vender los restos, saldar las sobras." Chitarroni hace al revés. Como un nombre sólo en apariencia permite "saldar las sobras", él trabaja precisamente sobre lo que otros considerarían que debe quedar afuera o desarrollarse más. Apenas menciona algo, lo abandona, como si fuera inservible, nada que pueda venderse ni saldarse. Toda la literatura es un jardín en ruinas, que se recorre con irritación y melancolía. Irritación, porque ya no es posible reconstruir esa unidad; melancolía, porque esa unidad fue lo que el escritor creyó que poseía como propio. Chitarroni está preso en esas ruinas. No puede realizar el gesto iconoclasta (o brutal) de desentenderse de ellas, ni abandonarlas; y tampoco puede restaurarlas, porque no tiene la vocación posmoderna del anticuario estilista.
Los seudónimos, anagramas, nombres que evocan la literatura argentina de los años cuarenta o cincuenta (nombres de personajes de Mallea o de poetas neorrománticos) son los personajes que hacen la revista Ágrafa : "un tratado sobre la insignificancia del nombre, verdadero o inventado". Detrás de ellos, la banda de los ochenta, los escritores del grupo Shangai y de la revista Babel . No puede negarse esa remisión a la historia de un grupo (Chejfec, Guebel, Pauls, Feiling, Bizzio), pero la novela puede leerse sin esas claves. Su referencia es toda la literatura no simplemente un grupo literario que existió hace veinte años. Por eso, la revista que se menciona, Ágrafa es "anónima y acrónima"; sus escritores se esconden detrás de nombres inventados. Lo contrario de Babel donde la defensa del nombre propio era una de las operaciones fundamentales. Ágrafa es Acéphale , la revista de Bataille, de un extremismo difícil de sostener.
Extremistas y epocales, los escritores de Ágrafa repiten lugares comunes que tienen fecha: "Iban por ahí, publicando libros con teorías sobre que es mejor escribir sin contar historias que escribiéndolas, y para justificarlo contaban una". La ironía se ejerce sobre los más próximos porque esa es la única manera de que no se convierta en una broma fácil (reírse de lo que hacían aquellos otros, los tontos).
"¿De qué creemos apropiarnos?" La respuesta a esta pregunta es doble. Por un lado, Peripecias del no se apropia de toda la literatura y la crítica leídas por Chitarroni; la novela compagina fragmentos largos y breves, o brevísimos, de su biblioteca de ensayista, de novelista, de editor, de lector (lugares que Chitarroni ocupa y que se sobreimprimen porque se diferencian). Por otro lado, Chitarroni hace todo lo posible para disolver la autoría, pasar de un escritor a otro, atribuir o silenciar el nombre propio. Los restos del jardín en ruinas pueden ser dispuestos de diferentes modos, pero siempre habrá ruinas. Esto ubica al lector en un lugar inestable porque no sabe qué está leyendo, a menos que pueda reproducir la biblioteca de Chitarroni, agotador proyecto que solo podría proponerse un filólogo positivista (reconstruir el árbol del texto). O resultar del concurso que, en 1971, organizó una revista francesa, inventada por Chitarroni para burlarse de Tel Quel (y quizá de sus propias aventuras como editor), que premia el relato que contenga más alusiones , las que deben ser enviadas en sobre aparte. Naturalmente, el concurso, imaginado para proporcionarle intertextualidad a la literatura francesa (pobre en este rubro frente a la inglesa y la irlandesa), lo ganó un apócrifo argentino auxiliado por su novia, traductora de doble nombre apócrifo.
Chitarroni no se apropia, aunque a primera vista parezca lo contrario. Peripecias del no podría ubicarse rutinariamente dentro de las teorías críticas conocidas desde los años sesenta como "intertextuales" (cita, transcripción, atribución, mención o ausencia de autor, etc., etc.). Me parece mejor pensar el libro de manera un poco más actual. Chitarroni escribe una novela desde el lugar del ensayista y del cronista de una historia parcialmente cierta y paródicamente apócrifa. El apócrifo y no la intertextualidad simple (no el mix acostumbrado de citas encubiertas o patentes) es clave. Todos los personajes son apócrifos. Por eso hablan "en lenguas", básicamente en la lengua de la literatura; no representan al personaje verdadero (a Guebel, a Feiling, a Chejfec o a Chitarroni) sino que son sus máscaras y hablan enmascarados en la literatura (comenzando por la máscara hiperliteraria del mismo "narrador"). Son (escribe Chitarroni) "voces que flotan como en la de esa novela de Sarraute". Estas son las "peripecias del no": no habrá relato, no habrá temporalidad lineal, todo estará entre comillas.
Quedan restos, culminación y final de la invención literaria, porque provienen de unos textos anteriores (originales) a los que se desea. La imitación se esconde y (como lo afirma Chitarroni) corre con pura ventaja: "Hay en la imitación, por torpe que sea, algo que supera siempre el modelo: es su handicap puro, su ventaja postrera". Pero tampoco la imitación ya es posible; después de páginas jamesianas Chitarroni confiesa: "No se puede. No suena ni lejanamente a James traducido". El imitador reconoce y se rinde ante el genio de su predecesor. Pero también lo cierra. Para Bloom, el poeta, desde la antigüedad hasta el modernismo, corregía a su predecesor. Cuando ese predecesor ya no puede corregirse, se clausura el ciclo. La "peripecia del no" es la resistencia última de un escritor a la desaparición de lo que considera literatura. Desde un impropio costado biográfico por el que pido excusas pero del que me resisto a prescindir, algo de esto proviene de la figura de Chitarroni editor y lector de originales, como si dijera: si esto es la literatura verdaderamente existente, escribamos la novela del no. En lugar de ablandarse resignadamente ante la masa de textos, la mirada crítica de Chitarroni se radicaliza.
Peripecias del no pone en práctica la ficción interrumpida . No se trata simplemente de fragmentar una historia, sino de impedir que avancen todas las (muchas) historias que comienzan a contarse. Chitarroni las corta con un No , como si la frustración de la ficción, el gesto de pararla en seco o descartarla por inadecuada (¿qué es inadecuado en este libro?) fuera lo único que puede hacerse en el jardín en ruinas de la literatura: seguir produciendo ruinas. "Si uno llega a completar la biblioteca de otro, muere." También si un autor llega a completar la historia de otro (o la propia). Negarse a completar, negarse incluso a las mejores ideas: por ejemplo, inventar una historia sobre "El solterón" de Lugones, cuyo narrador tendría en su poder un libro que perteneció al solterón y pudiera leer sus subrayados. Chitarroni simplemente anuncia el argumento pero no se concede la oportunidad de continuarlo. Del mismo modo, un adolescente que descubre el cuerpo, más joven de lo que imaginaba, de una mujer en la ducha, sabe "esquivarla a tiempo y con buen tino". La completitud, que es un final, debe evitarse. Chismes y aventuras menores de pueblo, materiales que parecen destilados de Benito Lynch, el padre Castellani o Aira, tampoco cumplen la promesa de ficción.
El fragmento más largo es un homenaje a las pasiones literarias sobre las que Henry James hizo literatura; pero la sociedad literaria de Chitarroni venera St . Mawr de D. H. Lawrence (en el canon de Leavis, un anti-James) y reúne personajes salidos de Dickens; es una parodia amable de la anglofilia apasionada pero tilinga (para el caso, Javier Marías, aludido con el nombre Javier Manjares). El centro secreto del homenaje es C. F. Feiling, a quien la abundancia de dobles apellidos ingleses con profusión de guiones e i griegas le hubieran encantado. Pero incluso esta historia es condenada: "NO. De ninguna manera St. Mawr donde lo había pensado. Se alargó más de lo previsto". Como en el relato de Lawrence, Chitarroni intercala un paseo frustrante donde el vitalismo de Lawrence es reemplazado por pura literatura, puro chisme de intelectuales. Donde hubo vida, quedan libros y sobre todo proyectos de libros que no pueden escribirse ("bocetos definitivos de obras que nunca terminaron"; "La inconclusión. El borrador es definitivo"), cuyo plan es más interesante para quien lo inventa que el trabajo de llenar los vacíos entre título y título.
Quedan también variaciones. Como en la música, Chitarroni repite fragmentos con diferencias leves, microbiografías apócrifas que corrigen datos anteriores, frases con pequeños cambios, a veces en los nombres, a veces en el fraseo (de borgeano a muy borgeano, por ejemplo), repeticiones literales que suenan distinto porque aparecen en otro contexto.
Peripecias del no es lo que, para Chitarroni, queda de la literatura: se niega, como escritor, a escribir lo que, como editor, lee todos los días. Escribe una no novela, compuesta con restos que podrían haberse completado, pero ya no es su tiempo. Sin desesperación, con cortesía melancólica y afecto erudito, escribe tocando el límite extremo, exterior, extemporáneo, de la ficción. El jardín está en ruinas, y Chitarroni permanece allí.
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