El incierto (y maravilloso) mundo de Haruki Murakami
Son tres cuadernos. Uno, el más viejo según las fechas que marqué con birome en la tapa, está casi todo escrito. Los otros dos, en cambio, tienen la mayoría de las páginas en blanco. Al hojearlos, veo mi inconstancia para internalizar ese hábito que nunca terminó de establecerse: anotar los sueños. Tener un cuaderno y un lápiz a mano para cuando se vuelve a la vigilia.
Lo que me animó a desempolvarlos fue la última novela de Haruki Murakami, La ciudad y sus muros inciertos (Tusquets), que llegó a la Argentina el mes pasado, después de unos largos seis años sin novedades del escritor japonés. La expectativa fue tal que, por ejemplo, una librería en Tokio puso un cartel de led con la cuenta regresiva hasta que empezara la venta, mientras decenas de personas hacían fila durante la noche.
El libro, casi 600 páginas divididas en tres partes y un epílogo, cuenta la historia de un chico y una chica de 17 y 16 años que se conocen por un concurso literario en la escuela. La atracción es mutua, pero hay obstáculos que se interponen y los separan. O al menos a esa versión de ellos.
Lo que ella le plantea entra en la lógica típica del universo Murakami: le habla de la existencia de una ciudad amurallada donde habita su auténtico yo; lo que él ve en ese momento, no es más que una sombra. El protagonista va a recibir luego una carta de la chica que supone una despedida, pero que sembrará en él el impulso de buscar a “la auténtica” en esa ciudad amurallada.
Es ella quien le cuenta, también, que siempre tiene un cuaderno y un lápiz en su mesita de luz para anotar lo que soñó. Lo hace apenas se despierta, con el recuerdo del sueño aún vivo, para no perder detalle. “Hay sueños verdaderamente interesantes, que me aclaran cosas”. ¿Le aclaran cosas? Sí, todo aquello que desconoce de sí misma; en sus palabras, auténticas fuentes de conocimiento espiritual.
Sueños y realidad, personas de carne y hueso y sus sombras, la vida cotidiana enlazada con mundos paralelos y el amor y el deseo como impulso para actuar. Leer este libro es recorrer otra vez esos pasadizos que se encuentran en cualquier novela de Murakami. Un mundo maravilloso al alcance de la mano (aunque eso no significa que sea fácil de hallar).
Murakami es, con Stephen King, el autor que más leí en cantidad de libros. Mi primer paso fue la colección de cuentos Sauce Ciego, Mujer Dormida; la apoteosis llegó con Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Desde aquel primer momento, más allá de la soledad y la profundidad de sus personajes, lo que más me fascinó de su ficción es el sutil entrelazamiento de esos dos mundos –lo fantástico y lo real– y cómo a esta altura hay cierto tipo de misterio que solo puedo calificar de murakamiesco.
“Una vez que empiezo a escribir, me voy a otro lado –ha dicho Murakami–. Abro una puerta, entro a ese lugar, y veo qué está pasando. No sé (y no me importa) si es un mundo realista o uno fantástico. Mientras me concentro en escribir, me adentro profundo y más profundo, como en un mundo subterráneo. Y cuando estoy ahí, me encuentro cosas extrañas. Y si hay oscuridad, esa oscuridad viene hacia mí y tal vez me trae algún mensaje. Y trato de comprender ese mensaje. Pero volver de ahí es importante. Si no volvés, puede ser aterrador. Y como soy un profesional, puedo volver”.
Los sueños siempre fueron para mí una de esas puertas que abren Murakami y sus personajes. Pistas para que la sombra pueda descubrir al auténtico yo. Hojeando estos cuadernos, encontré el registro de un sueño que tuve hace unos diez años, en el que estaba el escritor. Había venido a la Argentina a dar un curso de escritura. Además de participar del taller, yo podía tener unos minutos a solas con él y aprovechaba para hacerle una pregunta sobre mí. Me respondió sin pelos en la lengua, y me descolocó. Hoy releo aquello y sonrío: no esperaba menos de él. (Y sí, ya dejé preparado para esta noche un cuaderno y un lápiz con punta sobre mi mesa de luz).