El hotel de un lector
Argumentos del encanto que provoca en sus fieles visitantes hay de sobra en este prólogo del Libro de huéspedes del Viejo Hotel Ostende, publicado como celebración para su centenario
Si un efecto instantáneo produce el Viejo Hotel Ostende es hablar de literatura. Apenas se entra, se ven varios cuadros con recortes periodísticos, todos firmados por escritores que le han dedicado un texto ad hoc, un texto que no es resultado de un encargo sino de las impresiones espontáneas que el hotel inspira, el hotel y su relación con la literatura. Es que aludir al VHO implica hablar de literatura. Un buen ejemplo: el último verano, en una de sus actividades culturales que ya son rito, el Viejo Hotel Ostende convocó una tarde a dos escritores para que conversaran en el bar acerca de sus respectivas literaturas. Cabe acotarlo, esta es solo una de las actividades que organiza en el verano al congregar a narradores, poetas, fotógrafos, artistas plásticos. En esa ocasión, los dos escritores prefirieron no referirse a sus escrituras respectivas y sí a las obras que los habían formado. Entre los muchos nombres, imperó Dante. Una vez finalizada, la charla se abrió hacia el público nutrido. De las diferentes intervenciones, quiero recortar una. Un hombre canoso, en tono firme y cálido, desde el fondo del salón, junto a la barra, a propósito de uno de los rizomas tendidos por los escritores, pasó a referirse a Castoriadis. La situación en un hotel costero, en plena temporada, podía parecer excéntrica. Pero no. En todo caso, qué significa la excentricidad. Si la excentricidad es no pertenecer al centro, al ojo del huracán turístico en plena temporada, ese espacio lo era. Periferia del mundanal ruido, si se quiere. Pero también hay otra posibilidad: el centro puede desplazarse y estar en otra parte, en un ambiente y un grupo de lectores que recordaban en mucho a los lectores de Farenheit 451, la novela de Bradbury, donde los libros se vuelven tan peligrosos como los lectores y deben ser destruidos. Los lectores se convierten entonces en protectores secretos de la literatura. Volviendo a ese bar de hotel atlántico colmado de lectores hablando de literatura, situarse en ese espacio –además de la identificación con el relato de Bradbury– lo hacía sentir a uno más que excéntrico, periférico. O, si se prefiere, situando el centro en otra parte: el amor por la lectura. Pero ¿quién era ese hombre que citaba con énfasis al filósofo de Estambul?
Lo había conocido más de veinte años atrás. Su nombre: Abraham Salpeter. Recuerdo que fue en un asado entre amigos en la localidad vecina de Villa Gesell. Por entonces, Salpeter me contó su proyecto de convertir el VHO en un hotel de características inusuales en la costa atlántica. Por cierto, el mar resulta un elemento que magnetiza la imaginación, tal como lo prueban los relatos que ha detonado a lo largo de la literatura. Cuando Salpeter me contó su proyecto, tuve la impresión de que no era un hotelero quien me contaba un sueño, sino un lector apasionado. En consecuencia, su hotel imaginario, dotado de una fenomenal aura de utopía, sería un hotel de lectores. Porque el hotel que entonces planeaba Salpeter –no podía ser de otro modo– era el hotel de un lector. Es decir, un hotel que ambientara la lectura potenciando la buena escritura y su goce. Me acordé entonces de una antología de Nathalie de Saint Paulle, Los hoteles literarios. Esa antología compila la vuelta al mundo de la literatura pasando por una cantidad de hoteles de continente en continente que, a través de sus huéspedes, desde Adén a Zúrich, adquieren el carácter de alfabeto. El imaginario novelesco está poblado de hoteles, lujosos o miserables, más o menos metafóricos. En hoteles mueren Chéjov y Lautréamont. En hoteles le ataca la pasión a Apollinaire. En hoteles habitados por fantasmas estuvieron Julien Green y Yeats. Hoteles frecuentados por ladrones que conocieron Maiakovski y Stefan Zweig. Hoteles donde estuvieron Paul Bowles y Graham Greene. La antología de Saint Paulle no es tanto una evolución de los lugares como un viaje intenso y bellísimo de referencias letradas: dos siglos cambiando de habitación, para que el lector se aloje junto a los más grandes escritores de la historia. El proyecto de Salpeter parecía inspirado por ese libro en el que las correspondencias de escritores, con membretes de los hoteles, tienen lugar y fecha, y conforman una geografía que alquimiza tanto los sentimientos íntimos como la descripción de paisajes. En efecto, parecía utópico, pero no: lo que Salpeter tramaba era un hotel que fuera refugio para unos veraneantes distintos. Su intención era que aquellos que se alojaran en su hotel fueran como él, lectores. Si un escritor a veces suele escribir el libro que quiere leer, Salpeter quería un hotel en el que le gustara ser huésped. No es casual que hoy el hotel disponga de una biblioteca en la que comparten un espacio aquellos que aquí se hospedaron y aquí escribieron, desde Saint-Exupéry y Bioy Casares hasta Briante y Fogwill.
Cada vez que paso por Ostende no puedo dejar de contemplar con añoranza las historias que contiene esta construcción pródiga en anécdotas que, para un narrador, son inexorablemente inspiradoras.
La apuesta de Salpeter se convirtió en realidad. Entrar hoy al VHO es ingresar en un ambiente en el que la melancolía que puede generar una lectura comparte un espacio de sosiego con las parejas de enamorados y el eco de voces de los chicos jugando. Es cierto: sus instalaciones respiran el clima silencioso y amable de una biblioteca. Una biblioteca que es a la vez real y literaria. Es que el VHO es también el acceso a un sinfín de escrituras que comprenden su identidad.
Intentaré explicarme. Si bien soy vecino de Villa Gesell, donde resido desde hace años, cada vez que paso por Ostende no puedo dejar de contemplar con añoranza las historias que contiene esta construcción pródiga en anécdotas que, para un narrador, son inexorablemente inspiradoras.
No creo desatinado pensar que en el VHO uno, como lector, no se aloja solo en un lugar confortable. También uno se sorprende al leerse y, seguramente, esto se debe al rumor del mar ahí nomás, ese rumor que en las noches se introduce en las habitaciones alimentando la fantasía de lo que pudieron vivir aquí personajes legendarios. Y es ese rumor también quien lo devuelve a uno a esa indolencia de la infancia arrobada por la presencia del océano, su oleaje intermitente. Y, por qué no, a la fantasía ilimitada de la aventura. Si una virtud tiene el mar –supe escribirlo alguna vez– es devolverlo a uno a su reducida y exacta dimensión humana. En este sentido, si la gran literatura nos imprime a un tiempo el misterio de la creación y las preguntas, el VHO nos remite a una experiencia donde la lectura y el mar nos dejan ser lejos del mundanal ruido.
Este relato abre el volumen Libro de huéspedes, editado especialmente por los cien años del Viejo Hotel Ostende y publicado por Planeta, en 2013.
Más que historia
"No es un lugar de paso –se lee en la contratapa–. Conocerlo es como encontrar a alguien que nos cambia la vida". Podría hacerse una larga lista de gente, un club de fans, que a través de los años hubiera firmado como propia esa aseveración. El Viejo Hotel Ostende tiene un libro: no era para menos. En ese ejemplar, además de Saccomanno y los historiadores de Eternautas, escribieron entre otros Mariana Enríquez, Dani Umpi, Cristian Alarcón y Marina Mariasch.
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