El hotel de los animales
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Había una osa que regentaba una pequeña posada para animales. No eran muchos, solamente algún topo, una ardilla listada, un gato, pájaros diversos, una oveja y un ciervo. Avispas y abejas, también residentes, no contaban, puesto que eran innumerables. Se llevaban bastante bien, todos; de no ser así, la osa no les habría permitido quedarse, en primer lugar porque era una osa de carácter fuerte, con mucho sentido de la afinidad en todas las cosas. Si es que iba a manejar un hotel, lo haría como corresponde. Creía en la pulcritud; para ella, eso venía antes que la limpieza. En su posada, nada de nidos llenos de basura, con huesos encima de las camas y alpiste brotando de las sillas. No, señor. Nada de eso. Ante sus decretos, había algunos animales que refunfuñaban y otros que suspiraban, pero considerando que el hotel era en verdad muy confortable, y de lo más encantador en tantas formas, todos sabían que no podrían encontrar nada mejor. Así que se la aguantaban. El gato amontonaba sus cabezas de pescado en un rincón y los pájaros guardaban sus jibiones debajo de la cama. De lo que fuera que comiese el topo, no dejaba nada, así que eso no representaba un problema. El ciervo, aunque el más amable, también era el más sucio: por donde pasaba iba dejando un rastro de pastos y brotes a medio masticar, y parecía incapaz de mejorar sus hábitos. La osa solía revolear los ojos al pensar en ese ciervo: ¿es que realmente era estúpido? ¡Y tan lindo, sin embargo! ¿Cómo es que los más lindos eran los más estúpidos? ¿O acaso tan solo era testarudo? Buena pregunta, que le volvía a menudo, junto con una cierta perplejidad moral…
Sin embargo las cosas prosperaban. En lo que respecta al alquiler, los animales eran muy buenos pagadores, de modo que la osa no tenía que andar apremiándolos cada principio de mes, y todos arrimaban el hombro para ayudarla a mantener las cosas en buenas condiciones, como, por ejemplo, salidas despejadas para el topo, en caso de necesidad, y frondas y matorrales para el ciervo, que de lo contrario habría podido pisotear a los demás, y sitios al sol bien calentitos para el gato. La ardilla listada requería lo mínimo, apenas un árbol al cual poder treparse a toda carrera y la cornisa de un viejo muro, preferentemente abandonado, y en cierto modo aquel pequeño era el inquilino que más le agradaba a la osa. Los pájaros eran un incordio. No les podía faltar su hierba gallinera y no se comían a las avispas, que abundaban, sino que se hacían traer unos gusanos especiales, y berro y otras plantas de semilla de las que la osa detestaba tener que ocuparse. Pero así era. Le gustaban por todo lo que picoteaban y aquellas melindrosas nimiedades suyas, le gustaba su clamor a primera hora del día y su saludable algarabía general.
Así que el hotel prosperaba, aun si la osa debía trabajar duro, y los animales se encontraban para las comidas o se reunían por la noche con la mayor cordialidad. Los pájaros se sentaban en las puntas del ciervo, la ardilla listada se acurrucaba junto al gato, mientras que el ciego topo se sentaba por las suyas, metido en un sueño de túneles. Ninguno de estos animales estaba casado. Quizás alguno lo había estado. Pero es mejor no entrar en la cuestión del divorcio y el abandono. Acaso algunos querían estarlo. Pero eso no importa. En lo que aquí nos concierne eran solteros y vivían en solitaria bienaventuranza. ¿Pero era tan solitaria? ¿Acaso no se encontraban y charlaban y hasta cierto punto compartían las vidas de los otros? Sí, lo hacían. La osa velaba por que fuese así. Y velaba por algunas cosas más. Ella odiaba esa cohibida ensoñación, ese retraimiento que es refractario a la comunidad, aborrecía a los enfurruñados, a los que ponían cara larga (las palomas buchonas, a esas sí que no las soportaba), detestaba la pesadumbre y el triste abatimiento. Una tenebrosa penitencia, como la del cuervo, la liquidaba. De modo que, si acaso había corazones rotos entre ellos, algún corazón desengañado, la añoranza por cierta cierva agraciada, ella no quería ni oír hablar del asunto, que se hiciera referencia a ello era lo último que quería. La suya era una posada, o un hotel, si lo prefieren, y no un refugio para desamparados y extraviados.
Todos los animales lo entendían sin que hubiera que mencionarlo, pues algunos eran más sutiles de lo que podrían pensar ustedes, especialmente la osa, que tenía un pasado más intrincado de lo que nadie sería capaz de adivinar.
"“Había debates intelectuales, también, sobre la hibernación y por qué la osa no necesitaba hibernar. ¡Progreso!, decía ella con orgullo.”"
Así que el hotel prosperaba, fue adquiriendo un considerable prestigio a ojos de los animales y, en su modesta medida, llegó a ser famoso. Cuando diversos animales se ponían a pensar en la jubilación, soñaban con el hotel. Constantemente la osa recibía solicitudes, y a menudo tenía que quedarse despierta hasta muy entrada la noche, reflexionando sobre a quiénes se debería permitir ingresar. No quería el lugar abarrotado, y la mera idea de edificar encima, de añadir túneles, matorrales o buhardillas la llenaba de horror. Aun así, con tantas solicitudes como llegaban, algunas bastante atractivas, bastante conmovedoras, ciertas noches a la osa se le ponía difícil saber lo que debía hacer. El lugar le encantaba tal como estaba, no la atraía la idea de expandirse, incluso cuando hubiera significado más ganancias. ¿Acaso ella tenía algún cachorro? Quién sabe, y si los tuviera, ¿es que tenía la menor idea de dónde podían estar? Así que ¿para qué esforzarse por la generación siguiente? Pero el asunto era esta generación, la zorra esa que acababa de enviudar, aquel búho que había perdido la audición, todos queriendo entrar, mejor dicho, suplicando… ¡la vieja generación, no la nueva, era la que golpeaba a la puerta!
De modo que ella tenía, como cualquiera, un problema en que pensar, y mientras tanto se caían los árboles que el castor parecía no encontrar nunca el momento de venir a cortar –y además era carísimo–; y se le metían otros osos en sus reservas privadas de miel, o bien sobornaban a las abejas, quizás, para que trabajasen para ellos. Todo ese cúmulo de pequeñas complicaciones de la vida que vienen con la responsabilidad, y la osa algunas veces pensaba: por qué hago esto, para qué me deslomo, y suspiraba, metida en su magnífico abrigo hecho para durar toda una vida.
Pero ella sabía, no necesitaba que se lo dijeran las cartas de solicitud. Lo sabía al caer la noche, cuando los huéspedes se reunían en un círculo y se ponían a conversar o a contarse historias. Qué inteligentes eran, con todos sus defectos, y qué bien la hacía sentir mirarlos mientras se daban atracones, como solían hacerlo con sus buenas comidas… y eran buenas, ¿acaso los animales no se lo decían constantemente?
Entretanto, aunque su hotel se encontraba apartado, recogido en lo profundo de un bosque bien dotado de guaridas de zorro y madrigueras de marmota, de los hoyos diminutos y redondos de la serpiente rata negra, de laberintos de conejo y colonias de flores de las más silvestres, así como de nidos de centinela de los búhos y otras bestias demasiado peligrosas para mencionarlas, había extraños que pasaban por allí de camino a algún lugar donde se hubiera hecho una buena matanza, y qué ojitos de cordero ponían al ver aquella residencia tan peripuesta. Había una escalera exterior por la que ningún animal habría soñado siquiera subir, pero allí estaba, como un pequeño honor palaciego, y luego el techo cubierto de paja, que podía ser que el ciervo en su despiste se pusiese a tascar, ahí estaba en su entrecruzamiento de ramitas, con vides agradablemente enredadas alrededor de la escalera, porque, entre otras habilidades, la osa era una gran jardinera. Y aquellos extraños se detenían con una sonrisa zorruna, un balido elogioso o una suave tos, y trataban de engatusarla. Una vez un viejo erizo fingió caer enfermo, y como toda una samaritana ingenua la osa salió a darle asistencia. Pero ella tenía sus propias artimañas, también, y mientras le administraba un té de menta le aseguró que para él no había nada mejor que el aire fresco. De manera que al erizo le falló la astucia. Y lo mismo con todos los demás. La osa era benevolente, pero combinada con eso iba una cautelosa austeridad. A ella no le podías dar gato por liebre, y ni siquiera si eras de muy buen comer podías llegarle al corazón, a menos que poseyeras también algunas otras cualidades, para empezar.
Había veladas musicales, por ejemplo. ¿Qué sentido tenía que uno participara, a menos que tuviera una buena voz? Porque lo que le gustaba a la osa, en una voz, era la calidad, ella adoraba la resonancia, y a más grande el rebuzno o el aullido, mejor. Pero aun así se sentaba, metida en su pelaje con la sangre enfriándosele en las venas, cuando un viejo cuervo empezaba a croajar ¡croa, croa!, y podía pasarse horas y horas embelesada con los divertimentos del sinsonte maullador. Entonces, algo en ella cambiaba. Todos los animales habían aprendido a reconocerlo. Una ensoñación, una lejanía, un fragor en el interior de aquel enorme ser peludo. En esos momentos, los animales se preguntaban cómo habría sido su historia… Ella era una casera maravillosa, y una osa maravillosa, pero había una soledad que podías percibir en ella y que no verías en ninguno de los otros animales. Ni siquiera en el presuntuoso topo, que era retraído debido a que era ciego. Lo que se podía sentir era que el topo era solitario porque nunca le había interesado ni había conocido nada mejor. La osa parecía haber renunciado a la sociabilidad.
Ahora, una cosa era de día. Cada animal andaba por ahí metido en sus propios asuntos. Gente como el gato, por ejemplo, elegía sentarse en el hotel y observar con ojos grandes como grosellas a las mariposas que pasaban, o entusiasmarse con una convención de cuervos o con los destellos del sol sobre un rosal movido por el viento. Pero cuando el gato estaba de ánimo alborotador, no hacían falta cuervos: con una avispa le bastaba. El ciervo andaba chocando por el bosque y las astas se le enredaban entre las vides silvestres o las madreselvas, y la oveja le daba topetazos a un árbol para mantener la práctica. Los pájaros charloteaban tanto que nadie sabía lo que estaban haciendo. Pero a la noche, después de cenar, se juntaban todos, incluso el topo, para la conversación del anochecer. La osa le daba a esto muchísima importancia, y así como apreciaba que alguien cantara bien, ella jamás habría aceptado a un animal que no fuese buen conversador. Detestaba que la aburrieran. Todo el mundo tenía que ser capaz de inventar historias o haber sufrido o llevado una vida aventurera. Naturalmente, a los animales les gustaba hablar de comida, así como a los seres humanos les gusta hablar de dinero, pero la osa decía que ya que la comemos y que disponemos de ella en abundancia, ¿para qué insistir con eso? Así que los animales tenían que ser muy inventivos y la oveja rivalizaba con el topo en rememorar cuentos de nodriza acerca de vacas lecheras y de larvas. También sucedía que los animales rivalizaran unos con otros por ver quién podía subirse a su regazo y quedarse allí durante más tiempo. Realmente parecían pensar que estaba hecha para que se le treparan encima, aunque, cada vez que lo hacían, la osa manifestaba una severidad que de ninguna manera podía ser algo sentido, y a veces terminaba por echarse a reír de su pequeña impostura mientras fingía, desde luego, que le estaban haciendo cosquillas. A veces casi se armaban trifulcas, así que la osa les dijo que tendrían que turnarse. Una noche le tocaba al ciervo el turno de apoyar una mejilla en su hombro, y qué auténtica felicidad lo envolvía hasta que la osa, que no gustaba de herir los sentimientos de nadie, inventaba una excusa para levantarse. ¡Su barbilla le pesaba tanto, con todas esas astas encima! A la oveja le encantaba sentarse sobre sus patas traseras, con las patas delanteras sobre el regazo de la osa, mientras ella le alisaba la lana y le quitaba los abrojos del costado o las flores de aceitilla entreveradas en el vellón. Los ojos de la oveja solían perder su aire de dureza cuando se encontraba en esa postura. En cuanto a la ardilla listada y al gato, se frotaban y se acurrucaban, pelo contra pelo, como si ella fuese la madre de los dos.
Tras este encantador interludio, la osa decía: ¡Hora de irse a la cama!, y afuera todos los animales, algunos a sus almohadones de césped (por respeto hacia la gansa, ninguno de los almohadones estaba relleno de plumas) y otros a unos cojines de heno fresco. En las noches de lluvia, el gato se quedaba adentro; caso contrario, se la pasaba afuera hasta la una o dos de la mañana. Y, aunque entraba silenciosamente, solía hacer ruidos al meterse en la cama y a menudo despertaba a la osa, que gemía con gran aflicción: ¡Oh! ¡Oh!, porque el sobresalto la había arrancado de un sueño. ¿Estaba desenterrando un pote de miel o viendo cómo alguien se lo robaba? La osa no era de esos que se sientan a la mesa del desayuno y hablan de aquella vida sumergida que uno vive mientras duerme. Que maullara el gato sobre sus pedestres encuentros con vacas y caballos, que el topo se refiriera toscamente a pájaros muertos con los que había tropezado en sus cámaras subterráneas y que el ciervo contase sobre aquel cervatillo que habría podido engendrar, con los botoncitos de unos cuernos tan encantadores, uno en cada sien, ¡pero con las patas, ay, horror, de una cabra! La osa guardaba su secreto, inclinando levemente la cabeza, y sin embargo todos sabían que ella soñaba, por desvelada que fuese y de sueño ligero. Aunque no lo supiera, su orgulloso silencio la convertía en la “heroína de mil anécdotas”.
Ahora bien, a su manera, la osa era bastante guapa, con un buen hocico corto y excitantes dientes blancos. Su piel estaba siempre bien cepillada y perfumada agradablemente, olía a cera de abejas mezclada con la pomada que el ciervo le aplicaba un par de veces a la semana, y sus manos eran bastante delicadas considerando su tamaño. En cuanto a las garras, estaban siempre de lo más pulidas y recortadas. Cuando caminaba, lo hacía con un paso saltarín, con no poca liviandad para alguien de semejante kilaje, un pasito casi musical, como si alguna vez hubiese podido ir al mar. Solo cuando estaba muy cansada o distraída recurría a ese andar carente de gracia y a ese bamboleo de cabeza que la mayoría de los osos son proclives a emplear, y aun así, cuando lo hacía, era con la distinción que le era propia. Ni falta hace decirlo, nunca la ibas a pescar balanceándose pomposamente como un pato viejo o como un ganso glotón. Había, sin embargo, una cosa muy curiosa. La mayoría de los osos tienen ojos marrones. Esta osa tenía un ojo marrón; el otro era azul.
Naturalmente, los animales no dejaban de notarlo desde la primera vez que la veían, y eso daba lugar a un pequeño chismorreo. El gato, que tenía unas hendiduras chinescas cuando dormía y despierto unos ojos eslavamente almendrados, al principio solía decir que se preguntaba quién habría sido su padre, ante lo cual todo el mundo adoptaba un aire de lo más grave. Pero muy pronto el ciervo vino al rescate, diciendo que también su propia abuela había sido ojiazul, esa era la palabra, y que a algunos les pasaba, pero que no implicaba ningún juicio de valor, y alguien más pareció recordar –¿fue el topo, esta vez?– que había oído que una vez hubo una zarigüeya que también tenía los ojos de colores diferentes. Puesto que todo el mundo sabía que la osa gozaba de una visión perfecta y que aquel color cielo no significaba por lo tanto un color ciego, y, como a nadie se le podía ocurrir armar por eso un verdadero escándalo, muy pronto dejaron de hablar del asunto, este asunto de su disparidad ocular, y si bien algunos, como el gato, no lo olvidaron nunca, lo cerúleo llegó a gustarles casi más que lo castaño. De hecho, a todos les empezó a encantar el ojo azul, que fue adquiriendo su propio y apreciado poder, como de basilisco, de modo que cuando la miraban solían buscar primero su ojo azul, y quién sabe si su tonalidad de manto de María y su matiz celestial no eran la razón, junto con otras mil, por la que la osa conservaba el ascendiente que tenía sobre todos ellos.
Pues lo tenía, vaya que lo tenía. Y no eran solo las comidas finas, puntualmente buenas como eran, y servidas con tanta calidez, ni la variedad de los huéspedes… después de todo, había una paloma encorvada, así como una gran gansa gris, y también un pájaro con una pata de madera (la osa lo había arrancado de entre las mandíbulas de una comadreja y le había entablillado la pata con sus propias manos), y un gato que por lo demás había tomado el voto y el compromiso de no observar nunca jamás a un pájaro (aunque aquel pobre rengo era una dolorosa tentación), y una oveja bastante famosa por su glacial reserva, por no mencionar a todos los demás… No, no era la clientela, y tampoco el local. Considerando todo esto, y dándolo por hecho, ¿cuántas bestias se habrían quedado y quedado, renunciando a una vida ligeramente más apasionada, si no hubiera sido por la osa? Pero allí estaba la osa, y efectivamente regentaba el lugar. Medraba en los pensamientos de todos ellos como la pulga entre los pelos, y en sus sentimientos como la abeja entre las rosas. Allí estaba y era ella, antes que todo lo demás. Así era, y así funcionaban las cosas, y así se procedía por las noches: música, narración de historias o un paseo regular para ver cómo la luna se metía en su sepultura, o una vueltita para escudriñar un poco y oír el rocío caer. Pero había también otras noches, que la osa llamaba veladas intelectuales, de las que los animales tendían a cansarse enseguida, aunque eso podía depender. Para ellos, los debates eran menos estimulantes.
Se podían abordar asuntos tales como: ¿por qué los animales cubiertos de pelaje son los más propensos a tener frío? Naturalmente, ni la osa ni el topo ni el gato tomaban parte, sino que dejaban que aquel que tenía eso que la osa llamaba piel de cuero, vale decir, el ciervo, se explayara. Hay que decirlo, su ignorancia general encantaba y divertía mucho a los tres que sí llevaban pelo encima, porque siempre es agradable que otros hablen de la especie de uno. Desde luego, los tres sabían que su sangre no era en absoluto más fría que la del ciervo: ¡tan solo ocurría que la tibieza tornaba aún más agradable la sensación del pelaje! Ante lo cual, la oveja dejaba pasmados a todos, incluso a la osa, balando esto: Sí, pero ¿por qué a mí no me hace falta el fuego, como a ustedes tres?
Había debates intelectuales, también, sobre la hibernación y por qué la osa no necesitaba hibernar. ¡Progreso!, decía ella con orgullo. Nos hemos ajustado al espíritu moderno, que no cree en eso de pasarse seis meses metido en la cama. Todo el mundo quedó muy impresionado. Luego podía ser que el gato quisiera saber si en Rusia los osos seguían persiguiendo trineos. ¡Error en dos de los factores!, decía ella como una maestra de escuela, y lo informaba del procedimiento correcto. Pero Rusia es famosa por los osos, ¿o no?, insistía el gato, con un parpadeo ladino. Todo lugar lo es, podía ser que la osa contestara o no contestara, melancólicamente.
"A su manera, la osa era bastante guapa, con un buen hocico corto y excitantes dientes blancos. Su piel estaba siempre bien cepillada y perfumada agradablemente, olía a cera de abejas mezclada con la pomada que el ciervo le aplicaba un par de veces a la semana, y sus manos eran bastante delicadas considerando su tamaño"
El gato se regodeaba, como se había regodeado antes, ya que no era la primera vez (era más o menos la cuadragésimo segunda) que encontraba ocasión de emitir el sonido RRRusssha, cuya pronunciación, para entonces, dominaba perfectamente. No es que el gato supiera lo que significaba RRRusssha (el cielo no permitiera que llegase a averiguarlo) o qué cosa era; pero suponía que se trataba de algo que estaba, como suponía de la mayoría de las cosas, allí nomás. Pero que hubiese tenido el buen criterio de relacionarlo con los osos era algo que, y eso era algo que sí sabía, encantaba a la osa. Después de todo, ¡era el único que le demostraba tal curiosidad!
Porque, prácticamente en cada una de aquellas veladas intelectuales, la osa decía cosas que estaban por encima de la comprensión de los animales, y ellos ni siquiera se daban cuenta o, de haberse dado cuenta, no les habría importado. Dijera lo que dijera, a ellos les sonaba bien, y además tenían sus propias nociones que rumiar. La voz y las palabras de la osa los ponían a viajar como puede hacerlo la música con alguien carente de oído pero que, sin prestar más atención, digamos, que la que prestaba la oveja a lo que la osa pudiera estar diciendo, se siente agradablemente revitalizado, mientras repasa algún recuerdo de la niñez, por la cascada de una afable cadencia cuyo sonido le llega desde alguna distancia remota.
Así que el gato era el único, de toda la partida, que realmente pescaba algunas de sus frases y que realmente se ponía a pensar en algunas de sus palabras (¡como, por ejemplo, progreso!). Y ya fuese que le importase o no, él quería parecer avanzado, del mismo modo que un estornino de lengua afilada puede parecer querer dominar una oración enrevesada. El gato tenía otra pequeña intuición, muy confusa, sacada quién sabe de dónde, de que había algo que otras tribus de animales maullaban o balaban y que era el gran secreto de miles de cosas. Y conocía la palabra, de eso estaba seguro. Eng-ish! Eng-ish! ¿Acaso no era así?
De manera que durante las veladas intelectuales se excitaba y maullaba en silencio, o, manipulando su cola como un abanico, se azotaba con una ráfaga perfecta. Algo del orden de la ambición, entonces, le caía encima… ¡si pudiese, dirigiéndose en privado a la osa, desafiarla personalmente acerca de aquello! ¡De esa cosa indecible! Todo le hacía sospechar, desde el fuego hasta los juegos de cuna de gato con cordeles, ¡que ella tenía que saber! Pero, ay, esos segundos de actividad mental pasaban, dejándolo algo más lánguido de lo habitual, y, además, la osa lo había echado a perder desde un comienzo. ¡Si su relación se hubiese iniciado en otro plano! ¡O si ella tuviese la dureza de la oveja! Tal como estaban las cosas, su regazo era el gran escondite al que, cuando la encontraba sola, no podía evitar saltar, ronroneando en bajo continuo mientras ella le decía: ¡Cantor! ¡Dulce cantor! Canta para ganarte tu cena. ¡Ah, y él lo hacía, pero habría podido hablar!
Así es como transcurrían las veladas. Pero muy pronto, ya fuera que hubiese debates o historias o encantadores interludios en los que se chocaban los codos, carrillo con carrillo, la osa decía: ¡Hora de irse a la cama!, y allá se iban los animales, algunos a un almohadón de césped, otros a sus cojines de heno fresco…
Ahora bien, un día, cuando la osa se preparaba para una partida de pesca, el ciervo llegó trotando con las astas ladeadas, y mientras se llevaba a la oveja aparte murmuró que acababa de ver unas huellas de cascos –¡cascos de caballo!– allá en la primera colina más allá del hotel. La oveja tosió y los dos pusieron a trabajar juntas sus cabezas, puesto que todo el mundo sabía bien lo que la osa opinaba acerca de los caballos. ¡Nada de caballos! Había sido su único decreto, y desde el comienzo. Tenía opiniones contundentes también sobre los perros, que ¿no habían mordido, acaso, a sus antepasados? Pero ninguna regla se igualaba con esta: ¡Nada de caballos!
Fragmento de El hotel de los animales (La Bestia Equilátera), única novela de la poeta Jean Garrigue (1912-1972), traducida por primera vez al español.
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