El hombre que volvió a nacer en las heladas aguas del sur
Luis Alberto Puga, héroe de la Guerra de las Malvinas, escribió un libro que busca reparar el dolor ante un país que olvidó a sus excombatientes
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Héroe de la Guerra de las Malvinas, en la que fue protagonista de una de las mayores proezas como piloto de la Fuerza Aérea Argentina, condecorado por el rey de España y uno de los intrépidos que en sus máquinas voladoras asombraron al mundo en 1982, Luis Alberto Puga camina por la calle y no lo conoce nadie. Su nombre tampoco es familiar, pero sí aparece en algún libro que recoge hazañas militares de aquel conflicto. Como excombatiente recibe una pensión mensual de 50.000 pesos. La Argentina deja ir a sus científicos; a sus héroes contemporáneos los olvida.
El comodoro retirado Puga –mendocino de 73 años, casado, cuatro hijos, diez nietos– acaba de publicar Piloto de combate, un libro casero, sin sello editorial, del que apenas se imprimieron 500 ejemplares. Cuenta allí su historia militar y la epopeya que le tocó vivir en Malvinas. En su primera misión, volando con su escuadrilla a solo seis metros del mar para no ser detectados, logró atacar y dejar fuera de acción a la fragata inglesa Brillant, y además eludir la furiosa réplica, con disparos que impactaron en el parabrisas de su cazabombardero, un Dagger.
En su segunda misión, tres días después, fue alcanzado por un misil que le arrancó la cola del avión; se eyectó sobre el mar y nadó (nadó y rezó, a los gritos) 8 horas en aguas heladas hasta alcanzar, ya de noche, la costa de las islas; al día siguiente, 25 de mayo, caminando sin fuerzas y mientras sufría alucinaciones, encontró a un marino argentino: su piedra de salvación. Tenía entonces 34 años.
“Yo festejo dos cumpleaños –sonríe–, el 24 de octubre, día en que nací, y el 24 de mayo, cuando volví a nacer”.
En su segunda misión, tres días después, fue alcanzado por un misil que le arrancó la cola del avión; se eyectó sobre el mar y nadó (nadó y rezó, a los gritos) 8 horas en aguas heladas hasta alcanzar, ya de noche, la costa de las islas
A Puga, Malvinas todavía le duele. “Ir a la guerra fue un gravísimo error político de la Junta Militar, porque en ese momento estábamos cerca de llegar a un acuerdo con los ingleses; hoy las islas tendrían un estatus similar al de Hong Kong. Hasta creían que los ingleses nunca iban a venir. Un compañero mío llegó a decir que venían ‘a tomar el té’. Históricamente son profesionales de la guerra, son una potencia imperialista y colonialista: nunca dudé de que harían todo lo posible por recuperarlas”.
La herida también está abierta porque “al final de la contienda se politizó todo y entonces se cayó en el error de olvidar el valor de los que cumplieron con su deber de defender la patria”. La equivocada e innecesaria decisión de la Junta, sostiene, llevó a que después de la rendición del 14 de junio todo lo militar cayera en descrédito, incluidos los que habían combatido. “Se hundió a gente de bien que peleó por el país, que dio su vida, y no solo militares”.
En ese clima refractario a Malvinas, acentuado por los horrores de la última dictadura, empezó a discutirse quiénes debían ser condecorados y a quiénes correspondía darles una pensión como veteranos de guerra. “Ahí hubo muchas injusticias. Yo cobro 50.000 pesos y Miguel Paletta, el cabo primero que era el técnico encargado de atender mi avión, no cobra nada”.
Primero tuvieron que pasar 12 años y después 24 más para que el Congreso entregara medallas de Valor en Combate a los excombatientes.
Dos posguerras
Puede decirse que Puga tuvo dos posguerras. La primera fue doméstica. Lo vivido en Malvinas le hizo valorizar aún más a su familia. Mientras nadaba hacia la costa aquel 24 de mayo, la inminencia de lo que parecía una muerte segura le hacía pensar una y otra vez en su mujer, Carmen (“la verdadera heroína”, la define en el libro) y en sus tres hijos, Constanza, Rodrigo y Florencia (la cuarta, Fernanda, nacería después). Sentía culpa por haberlos dejado. “Tata Dios, cuidámelos”, clamaba. Se acordó de sus padres, de sus 13 hermanos, y no se perdonaba lo que le había dicho a Rodrigo, entonces de 7 años, al despedirse en Aeroparque. “Sos el varón que queda, te encargo la familia”. Hoy se sigue golpeando el pecho: “Típico machismo argentino. Además, cómo le voy a decir eso a un chico de 7 años”.
Él no cree que, en lo personal, la guerra lo haya afectado. Cuenta que no tuvo trastornos, traumas, pesadillas ni necesidad de recurrir a terapias. “En cambio, mi mujer, que es mi mejor historiadora, dice que volví distinto, que sobre todo el primer año me notaba mal. Evidentemente arrastraba el dolor por todos los que habían muerto en Malvinas”. Entre ellos, Juan José Arraras, también piloto, que estaba a punto de casarse con una hermana de Puga y era amigo suyo.
Su posguerra profesional fue más azarosa. Contra todo lo pensado, 16 años más tarde terminaría en una salida prematura y forzada de la Fuerza Aérea, cuyo extraordinario bautismo de fuego en el Atlántico Sur no la privó, en la década siguiente, de fuertes convulsiones internas. Algunas denuncias presentadas por altos oficiales por sospechas de corrupción en licitaciones fueron fuente de escándalo y se ventilaron en la Justicia; en esa época se empezó a hablar de “Brigadieres S.A.”. La fuerza parecía quebrada entre la jefatura administrativa y el ala más profesional, los llamados “cazadores”, que se consideraban relegados; entre estos estaba claramente Puga.
Poco después de volver de Malvinas fue enviado a España para completar los estudios de Estado Mayor. Se había ganado ese derecho en 1981 al egresar con Medalla de Oro de la Escuela Superior de Guerra Aérea. Podía haber viajado antes, pero estalló la guerra y prefirió alistarse para combatir. “El país había gastado mucho en mi formación, y además era uno de los pilotos que había ido a Israel a entrenarme con los Dagger que se habían adquirido y traerlos al país. Yo quería y debía ir a Malvinas”.
En España, donde estuvo un año, fue casi más reconocido que en su propio país, y hasta el rey Juan Carlos, que lo condecoró, se reunió más de una vez con él para conversar sobre Malvinas y sobre la Argentina. “Era la España de Felipe González recién elegido, la España que se estaba incorporando a la OTAN, tiempos de fervor y libertad. Aprendí muchísimo”.
Volvió a Buenos Aires el 28 de octubre de 1983, día en el que Herminio Iglesias quemó un ataúd en la 9 de Julio, durante el cierre de la campaña electoral del peronismo. El 30, Alfonsín se imponía sobre Luder en los comicios que marcaron el retorno a la democracia. Puga fue designado ayudante del ministro de Defensa del nuevo gobierno, Raúl Borrás.
El piloto de caza empezaba a poner un pie en los pasillos del poder. “Fue una experiencia muy interesante porque me permitió no solo estar cerca de Borrás, sino también de Alfonsín, que había querido que yo fuera su edecán por la Fuerza Aérea. Pero le expliqué que no podía porque entonces tenía grado de mayor”. El mismo grado con el que fue a la guerra: solo en 1986 ascendería a vicecomodoro, y en 1991, a comodoro, equivalente a coronel en el Ejército.
El piloto de caza empezaba a poner un pie en los pasillos del poder. “Fue una experiencia muy interesante porque me permitió no solo estar cerca de Borrás, sino también de Alfonsín, que había querido que yo fuera su edecán por la Fuerza Aérea.
Tras la muerte de Borrás, en mayo de 1985, Puga trabajó junto a su sucesor, Horacio Jaunarena, en el proyecto de una ley de Defensa, hasta que fue puesto al frente del escuadrón de los aviones Mirage en la base aérea de Moreno. Volvía a los fierros. Durante los 10 años posteriores su carrera fue y vino entre capacitaciones y cargos docentes, técnicos, estratégicos y diplomáticos. En 1994 lo designaron agregado aeronáutico en Italia y Suiza, y al regresar, jefe de la III Brigada Aérea, en Reconquista, Santa Fe. Fue el primer síntoma claro de que algo no andaba bien: le hubiese correspondido una unidad de caza y combate, de mayor jerarquía. Al cabo de dos años le llegó la señal definitiva. “Me nombraron director de Sanidad. Además, me comunicaron un arresto por un reclamo administrativo que había hecho. No acepté el cargo en Sanidad, cumplí el arresto y pedí el pase a retiro”.
Antes había solicitado el ascenso a brigadier, que fue rechazado. “Todo mi legajo daba para que me correspondiera el ascenso. Nunca me explicaron por qué no me lo dieron. Me presenté ante el jefe de la fuerza, brigadier Montenegro, y le dije: ‘Señor, hubiese sido mejor que me hablara claro y de frente, y no que me mandara a arrestar para forzar mi retiro’. Dejar la Fuerza Aérea fue un gran dolor”.
En su libro, que fue impulsado y pagado por sus hijos, admite tener un espíritu rebelde y les dedica un par de párrafos a las autoridades de la fuerza que lo llevaron a renunciar. “Hubiese sido más fácil que me dijeran: ‘su rebeldía complica la conducción’. No eligieron ese camino, sino el de la humillación”.
Escribe también allí que, según una broma que circula entre los aviadores militares, solo después de pasar a retiro y volver a su casa uno descubre que es alguien. A los 50 años descubrió que es un emprendedor tecnológico. Está al frente de dos empresas especializadas en trazabilidad y certificación de calidad de alimentos, orientadas al sector lácteo y vitivinícola.
A Puga también le duele el país. “Mucho, muchísimo. Tengo dos hijos que viven afuera y me da bronca que acá no hayan encontrado futuro. Como ellos, tantos y tantos jóvenes. Es terrible eso. Por mi carrera, viví mucho tiempo afuera y mi gran alegría siempre era volver. Hoy, la gente se quiere ir. Tenemos un país extraordinario y solo si nos ordenáramos y respetáramos las cosas cambiarían. Veo que el liderazgo político de estas horas, y no me refiero a un sector sino a todos, no va a la unidad nacional, sino a chocar con un iceberg. Ni siquiera la tragedia del Covid los hace reaccionar. Lo que está pasando con las vacunas me da vergüenza. Todo lo que ha hecho Chile podríamos hacerlo hecho nosotros, e incluso más. Pero se politizó eso, politizaron la salud”.
Un sueño, dice, todavía no se le cumplió. “Volver a Malvinas con mis hijos”,