El hombre que odiaba mentir
Por Andrea Camilleri Para La Nación - Milán, 2000
LEONARDO SCIASCIA había nacido cuatro años antes que yo, en Racalmuto, en 1921; yo, en cambio, había nacido en Porto Empedocle, a unos treinta kilómetros de distancia. Frecuenté la escuela elemental de Agrigento; él, en cambio, estudió en Caltanissetta. Y por eso, de jóvenes, a pesar de tener tantos intereses comunes, no nos encontramos nunca. En 1949 me fui a Roma, y él permaneció allí. Muchos años después, el Teatro Stabile de Catania me pidió que pusiera en escena como director la versión teatral de El día de la lechuza , la novela que había hecho famoso a Sciascia. Acepté con entusiasmo y comencé a supervisar el trabajo de adaptación que le había sido confiado a un inteligente y culto actor, Giancarlo Sbragia.
Fue justo en casa de Sbragia donde conocí por primera vez a Sciascia. Fuimos en seguida como dos viejos amigos, demasiadas eran las cosas que habíamos compartido en la infancia y en la juventud sicilianas. Empecé los ensayos en Catania y él asistía de vez en cuando. Un día le pregunté: "¿No crees que la mafia podría reaccionar negativamente ante este espectáculo?" Mostró una de sus sonrisas entre tímidas y burlonas."Los mafiosos son analfabetos. Aquellos que saben leer y escribir, si vienen al teatro, se sentarán en primera fila y aplaudirán. Porque son también extremadamente vanidosos."
Durante aquellos encuentros me impresionó sobre todo el hecho de que Sciascia entonces hablara poquísimo. No ciertamente por falta de palabras, sino por una natural reserva o quizá por un exceso de timidez. Se expresaba muy bien a través de interjecciones, balbuceos, y un gran uso de la mímica facial. Conmigo, siciliano, hablaba a través de miradas elocuentes. Después, seguimos viéndonos pero... Es necesario saber que en Sicilia (y esto vale también para los sicilianos que viven fuera de Sicilia) los amigos, como los parientes, se dividen en dos grandes categorías: los cercanos y los lejanos. Leonardo tenía un primer y más cercano círculo de amigos, aquellos que familiarmente lo llamaban "Nanà". Después estaba un segundo círculo, bastante más grande que el primero, compuesto por personas que lo llamaban "Leonà".
A pesar de haber tenido ocasión de trabajar juntos en la radio y la televisión, pese a estimarnos, a pesar de sentir un gran placer al hablar juntos (casi siempre con distintos puntos de vista), nuestra relación permaneció siempre bloqueada en ese segundo círculo, nos faltó ese movimiento que nos hubiera permitido realizar ese salto de cualidad. O mejor, no "nos" sino que "me" faltó ese movimiento. Delante de él, sentía siempre un ligero malestar, pese a que éramos casi coetáneos: me sentía siempre en la condición de quien "no está preparado". Y lo mejor es que, de su parte, no existía la mínima intención, lo percibía claramente, de erigirse en "maestro". Todo lo contrario.
Sabiendo que yo estaba escribiendo mi segunda novela, Un filo di fumo , un día me preguntó por ella. Yo le contesté, empachado, que no era capaz de seguir adelante porque no conseguía encontrar un cierto libreto publicado en 1831. Inmediatamente me dijo no sólo en qué librería romana de viejo podía encontrarlo, sino también la estantería donde se encontraba colocado. El libro fue publicado por Garzanti. Cuando salió, Livio Garzanti organizó un encuentro entre seis personas en la suite del hotel romano donde vivía. De improviso, a medianoche, se presentó Leonardo: "No podía faltar" -me dijo-.
Un día llegaron a mis manos las cartas de una terrible matanza que había tenido lugar en mi pueblo en 1848. Leonardo vino a mi casa y yo le entregué esos documentos, expresándole mi deseo de que escribiese algo parecido a lo que ya había hecho en Dalla parte degli infedeli . Unos diez días después me telefoneó y nos vimos una vez más en mi casa. Me devolvió los documentos. "Es una bella y terrible historia. ¿Por qué no la escribes tú?", me preguntó."Porque no la sabría escribir como la escribirías tú", respondí. "Pero, ¿por qué quieres escribirla como la escribiría yo? Escríbela a tu modo".
La escribí y la titulé La strage dimenticata . Se la llevé al hotel por la mañana, me llamó por la noche cerca de las once:
-La he leído y me ha gustado mucho. Pero hay demasiadas palabras sicilianas.
-Leonà, yo sólo sé escribir así.
-En una novela están bien, no sé si para un ensayo como éste... En cualquier caso, se lo llevo a Elvira Sellerio. ¿La conoces?
-No.
Sellerio lo publicó. Y yo le debo también esto a Sciascia: el haberme hecho conocer a una persona con la que desarrollé luego una profunda amistad, el editor que tuvo confianza en mí.
La única vez que el impalpable velo separador que existía entre nosotros se rompió en varios puntos, fue el día en que me invitó a encontrarlo en Racalmuto. Me hice acompañar en coche por un amigo. La casa de Sciascia estaba en Contrada Noce, en una abierta campiña a algún kilómetro del pueblo. La señora María, la mujer, me dijo que Leonardo había ido a Racalmuto y me invitó a esperarlo. Pero yo preferí alcanzarlo. Una vez que paramos el coche en un plaza, enfilamos hacia la calle principal y yo comencé a preguntar, a toda persona que encontraba, si había visto pasar a Sciascia. Tuve respuestas evasivas, algunos dijeron incluso que no lo conocían. Después me crucé con un niño de unos diez años, le pregunté si sabía dónde podía encontrar a Sciascia. Me respondió que u scritturi estaba hablando con el farmacéutico que era su amigo. Pero el farmacéutico me dijo que Sciascia había ido al Correo. Allí supe que Leonardo, después de haber expedido las cartas, acababa de salir.
Lo busqué todavía durante un rato, después, de acuerdo con mi amigo, decidí esperarlo en su casa de campo. En aquel momento me oí llamar: "¡Nené Cammilleri!" Nené es el apócope con el que me llaman mis amigos más estrechos y mi apellido con dos "emes" es el modo más común y siciliano de alterarlo. Con sorpresa, vi que era Leonardo (nunca me había llamado así y nunca más lo haría). Apenas me acerqué, me dijo: "Vámonos a tomar un café". Había, cercanísimo, un bar y fui hacia él. Me paró, agarrándome del brazo, y me hizo atravesar la calle principal llena de gente, respondiendo a los saludos afectuosos de sus paisanos. Delante de la puerta de un bar, justo al final de la calle, me dijo: "Bien, ahora todos saben que nosotros dos somos amigos". Y al decir la última palabra me apretó fuerte el brazo con el suyo.
Hay un famoso pasaje en El día de la lechuza , aquel en el que don Mariano Arena, el jefe mafioso, explica su personal subdivisión del género humano al capitán de carabineros: "...Y aquella que llamamos la humanidad, y nos llenamos la boca diciendo humanidad, bella palabra llena de viento, la divido en cinco categorías: los hombres, los medio hombres, los homúnculos, los (con perdón) lameculos y los cantamañanas... Poquísimos los hombres; los medio hombres pocos, que me contentaría si la humanidad se parase en los medio hombres... Pero no, desciende todavía más abajo, a los homúnculos: que son como los niños que se creen grandes, simios que hacen las mismas cosas que los grandes... Y todavía más abajo: los lameculos, que se están convirtiendo en un ejército... Y en fin los cantamañanas, que deberían vivir como los patos en el fango".
Pues bien, Leonardo Sciascia era un hombre. Y, dado que escribo estas líneas para un periódico en español, sé cuál es el profundo significado de esta palabra, hombre, en castellano. Y también Sciascia lo sabía, porque Leonardo tenía tres patrias: la siciliana (que comprendía naturalmente la italiana), la española y la francesa. Tuvo siempre el coraje de exponer sus ideas, también a contracorriente, también las "políticamente incorrectas", con la crudeza (y también la fiereza) de su razón, de su escritura nítida que día tras día se afilaba cada vez más como una hoja de cuchillo. Cuando se daba cuenta de haberse equivocado (¡pero sucedía tan raramente!) inmediatamente reconocía el error y hacía enmienda. Stendhalianamente atraído por la intriga, como hombre fue estelarmente lejano a la intriga. Porque era un hombre de diamantina sinceridad y lealtad, para él quizá la mentira era el pecado mayor.
Leonardo tuvo el coraje de escribir El día de la lechuza , una novela centrada en la mafia, cuando nadie hablaba de mafia, cuando los notables (de la Iglesia, de la política) sostenían incluso que no existía, cuando el más grande estudioso del folclore siciliano, Giuseppe Pitré, había dicho que los mafiosos no eran otra cosa que "buena gente de esa que se encuentra por todas partes", cuando un escritor como Luigi Capuana declaraba "no haber visto traza de aquella mafia prepotente y tiranizante en Sicilia". Con la novela, Sciascia tuvo el mérito de convertir la mafia en un problema nacional, no sólo siciliano.
Sobre su tumba quería que se escribiera: "Contradijo y se contradijo". Contradijo la quietud del vivir, el pro bono pacis , la supina aquiescencia, la corrupción extendida como bien público... Lo hizo tanto en las novelas como en los artículos que escribía para periódicos y revistas. Hoy, a diez años de su muerte, hay quien con jesuítica sutileza practica el juego de la "distinción": "Gran escritor, cierto, pero como observador político..." O viceversa: "Gran observador político, pero como escritor..." Y casi todos, hechas algunas nobles excepciones, terminan por dar razón, sin querer, a la subdivisión que don Mariano Arena hace de la humanidad. Sciascia es un unicum perfecto, lo es incluso en las poesías juveniles que no quería ver reeditadas. Una esférica coherencia moral que los medio hombres, los homúnculos, los lameculos y los cantamañanas intentan atravesar desde hace diez años para poderse llevar una porción a su guarida. Al fin, Leonardo quiso que sobre su tumba fuese grabada una frase de un escritor francés: "Nos acordaremos de este planeta". Amarga e irónica, susceptible de muchas y diversas interpretaciones. Pero, sea como sea, los hombres sobre este planeta todavía se acordarán de Leonardo Sciascia.
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