A nivel global, el astro argentino no solo cautivó por el arte de su vínculo con la pelota, sino también por la intensa combinación de fortaleza y fragilidad, que lo convirtió en depositario simbólico de esperanzas y anhelos
La muerte de Diego Maradona provocó un impacto y una conmoción de inéditas proporciones. No sólo en su tierra, en la que era esperable la magnitud del dolor y la consternación observadas en estos días, sino en el mundo entero. No sólo ocurrió en países emblemáticos como Italia, Brasil, España, Inglaterra y Francia, además de toda América Latina, sino en los sitios más alejados e inesperados del planeta. Una red emocional, una fibra universal unió por debajo latitudes y pueblos de gran diversidad. Todo esto ocurre, además, cuando hace ya mucho que Maradona abandonó, como jugador, el fútbol profesional. Por eso llama adicionalmente la atención tanto el alcance geográfico de la despedida como la vigencia de Maradona como significación.
Ciertamente, la alegría que una persona irradia a sus semejantes, mientras vive, cava con exactitud el tamaño del hueco y la tristeza que dejará al irse. La vida tiene esta ambivalencia, esta simetría: en la contracara de lo que alcanzan a significar las personas en este mundo se va dibujando, en las sombras, el pesar que dejará su ausencia. Así, el terremoto emocional que produjo su muerte es una réplica de lo que nos estremeció verlo jugar. Es que lo que atrajo inmediatamente de Maradona, desde sus inicios, fue la dicha perfecta de un amor milimétricamente correspondido por la pelota. Un circuito cerrado que sólo se podía adivinar, desde afuera, por los trazos que dejaba.
El más largo fue aquel gol contra Inglaterra en el que recorrió la mitad de la cancha en línea casi recta sin que nadie pudiera interferir en ese circuito. Con Maradona la pelota dejaba de ser algo inerte, como dejan de ser inertes las cosas cuando eligen misteriosamente a quien les dará vida. Por eso, cuando hacía jueguito y la lanzaba hacia el cielo, otra cosa que la gravedad la devolvía con él. Una correspondencia, una mutua seducción, una imposibilidad de separarse y, en suma, la complicidad de llegar juntos a un destino.
Pero además de ello, Maradona fue un gran atractor magnético, un centro gravitacional de energía colectiva. Funcionó en dos direcciones a la vez: fue un rayo tanto como un pararrayos. En efecto, como emisor de energía, tenía esa velocidad en el juego que electrizaba tanto a contrincantes como espectadores. Al tocar la pelota el voltaje del juego cambiaba en el acto. Y esa carga que lo excedía era volcada también en su controvertido carisma y en su desmesura fuera de la cancha. Cuando funcionaba en aquel mundo perfecto del fútbol, protegido por el espejo de la pelota, mantenía un equilibrio. Y acaso con ese espejo roto no tuviera ya donde reconocerse.
Si su magia para el juego seguramente hubiera bastado para tornarlo inmortal, por sí sola probablemente no baste para explicar el grado de emoción de tanta gente. El hueco que dejó, que ha mostrado tener características universales, ilumina de manera retroactiva otra significación que tenía Maradona, que es haber sido también el pararrayos de una ilusión, el depositario simbólico de algo profundo, una zona de exorcismo colectivo de la desdicha.
Por de pronto, si Maradona hubiera sido sólo exitoso, no hubiera nunca conmovido al mundo de esta manera. Su arrolladora confianza en sí mismo se conjugó con una vulnerabilidad de la misma escala. No existe un héroe que no sufra, no existe un ídolo que no atraviese la extrema penuria. Si Maradona hubiera podido ser un prestidigitador de su destino como lo era de la pelota, hubiera perdido ese grado de cercanía e identificación con la gente. Fue en el túnel de la capacidad de superación donde se selló el pacto emocional con muchos de quienes se expresaron ante su muerte.
Su arrolladora confianza en sí mismo se conjugó con una vulnerabilidad de la misma escala. No existe un héroe que no sufra, no existe un ídolo que no atraviese la extrema penuria.
Es que si el amor fuera sólo plenitud, no existiría como tal. Por el contrario, como Eros, Maradona fue hijo de la profunda ambivalencia que vio hace mucho Platón en El Banquete. El amor está lejos de ser esa encarnación pura y de una sola faz con la que ilusoriamente soñamos. El amor es hijo de los dioses Poros y Penia, es decir, hijo simultáneo de la abundancia y de la pobreza. Maradona encarnó hasta el extremo esta dualidad, con un tremendo talento nacido en un contexto de ausencia de recursos. Esta lucha entre el exceso y la carencia probablemente haya sido una que atravesó sus días y que continuó hasta el final.
Un dios a la vez que un juguete de los dioses, la pequeña y vasta humanidad de Maradona yacía en una intersección de fuerzas demasiado grandes. Cualquier hombre puede ser destruido por habitar en un punto que es cruzado por estas fuerzas. No hay quien pueda vivir en ese epicentro, en ese cruce de caminos, sin salir hecho jirones. Por eso, tal vez, su extraordinaria movilidad de otra época fue virando casi hacia la inmovilidad y su elocuencia casi hacia el silencio. Fue el precio de ser levantado por una inmensa ola que en algún momento debía romper.
Tal vez la conciencia y el vértigo de navegar la cima de esa ola debe intentar vanamente ser olvidado de alguna manera, mientras ocurre. Y tal vez por ello Maradona haya sido también el epicentro de una narcosis, de aquella que sufrió en carne propia y de aquella con que puso en una forma de trance a los demás. A la vez, Maradona tenía la capacidad hacer creer en lo que nadie creía, como fueron el triunfo de la selección del 86 y el campeonato del Napoli. Por haber vivido la imposibilidad, era buen conductor de la fe en lograr lo que no consideramos posible.
La reacción mundial reveló, entonces también, una forma de gratitud hacia el ídolo por haber encarnado un destino que permitió a tanta gente, por transposición, sentir que si alguien puede emerger de las dificultades de las que emergió Maradona, todo es posible siempre. De esta manera, el niño de Villa Fiorito que contra toda probabilidad venció al mundo y doblegó a los obstáculos, le dio una esperanza a todas las desesperanzas. Además del fútbol, acaso sea la muerte de esta encarnación lo que se llora también en todos los rincones del planeta.
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