El hombre del tatuaje de mariposa
Lo que recuerdo es que mi madre abrió con algo de ímpetu la puerta de mi habitación y me dijo “si a vos te gusta leer o si vos querés leer o si vos decís que te gusta leer, lo que tenés que leer es esto” y apoyó sobre el escritorio que había sido pie de una máquina de coser un libro gordo, viejísimo, de páginas amarronadas y secas que en la portada tenía un manchón negro y un círculo rojo.
En letra imprenta mayúscula decía PAPILLON, y yo le debo haber consultado en ese instante qué significaba y ella debe haber respondido rápido porque era poco lo que sabía. Mariposa en francés. Por la disposición de mi cama en mi recuerdo, pegada contra el ventanal que daba al balcón del quinto piso, yo debía tener trece años.
En la casa de mi infancia no había una gran biblioteca. Leer no era cosa que estuviera allí, a disposición, como estaban las bolsas con Panchitas de chocolate. La oferta cultural del departamento de la calle Alem era linda pero acotada, todos los discos de Los Beatles, Serrat, Sandro, Palito Ortega y compilados acorde. Sí había un pequeño escritorio, sigue allí, que en dos paredes tenía tres o cuatro estantes llenos de ejemplares de enciclopedias, diccionarios en inglés, en alemán, o ediciones de una colección de lomo bordó que era de mi tío y tenía poco de literatura. Con el tiempo con mi hermano logramos una biblioteca paralela con los clásicos escolares del conurbano: Eva Luna, Drácula, El maestro de esgrima, A la deriva y otros cuentos, la colección de Mafalda y alguna Patoruzito.
Del muestrario de los adultos yo solo había leído La última noche del Titanic, que no sé quién escribió. Papillon es de Henri Charrière, Emecé lo publicó en 1970 y leerlo para mí fue un portazo en la cara que me dejó sin dientes. Así me sentía yo, sobre mi cama de respaldo blanco, sobre el acolchado azul de lunas y estrellas, a centímetros de la adolescencia, con esas ganas de comer el mundo que llegan con esa edad y ya no tenía cómo.
El libro, según quedó en mi memoria, es la historia del hombre del tatuaje de mariposa que es condenado a prisión perpetua por un asesinato que él porfía que no hizo. Yo lo leí sin cuestionar. En las 480 páginas el hombre-autor-narrador-víctima relata sus días encerrado en cada una de las cárceles en que lo metieron luego de atraparlo en cada fuga que organizó, de Francia al Caribe, por treinta años. Hay violencia, hay sexo, hay sufrimiento, hay enfermedades, hay sangre.
Yo no tomé la comunión. Mi madre en el momento en que correspondía me mandó a catequesis, pero yo lloraba toda la clase, así que me dejó elegir y decir no. Nunca fui a misa un domingo. Y sin embargo fui criada como si todo eso, por algún motivo o una imposibilidad real de escapar. No era algo dicho pero se entendía: la gente buena tiene vida buena. Hacé caso, no hagas lío, no te pases de las rayas y ya, el cielo. Si estudiás, te sacás diez; si te portás bien, sos feliz.
Papillon fue el astillamiento total de la verdad, un clavo en el centro de la mano que desactivaba el mundo. El castigo a un inocente. El imposible. Una tragedia. Adiós a mi certeza matemática, a mi lógica del bienestar, del merecimiento. Adiós a mi tranquilidad, a mi sentido. De nuevo yo, contra el respaldo de rejas blancas, sobretapada por la manta de lunas y estrellas, ahora frente a todas las posibilidades que entraran en mi cabeza.
Hace unos días lo releí por partes. En la página 21 dice: “Reflexiono hasta qué punto el silencio absoluto, el aislamiento completo, infligido a un hombre puede provocar, antes de virar hacia locura, una verdadera vida imaginativa. Tan intensa, tan viviente, que el hombre se desdobla literalmente y en ese formidable desdoblamiento llega a creer que está viviendo todo lo que está soñando”. Cerré el libro, angustiada.