El hermano mayor
Es probable que buena parte de los lectores no conozca el oficio de editor. Algunos suelen confundir al editor con quien imprime un libro, o incluso con el librero. Pero si bien se trata de una labor a veces secreta, no deja de ser un trabajo fundamental. Un editor (un buen editor) puede descubrir a un autor, corregir sus libros, acompañarlo en el desarrollo de su obra. Puede rescatar a un escritor olvidado, volver a poner en circulación libros arrumbados por el tiempo. Un editor puede diseñar una o varias colecciones y convertir a un sello (Losada, Emecé, Sudamericana, Centro Editor) en sinónimo de una oferta literaria de calidad. Un editor puede o no ser escritor, pero no debe dejar de conocer y entender la escritura de los demás como nadie, como un experto. Para ser editor (una vez más, un buen editor) se necesitan conocimientos, talento, paciencia e incluso, muchas veces, olfato comercial.
En la Argentina, en el siglo XX, existió una larga tradición de editores: de Francisco Porrúa a Jorge Álvarez, de Boris Spivacow a Enrique Pezzoni, Alberto Díaz y Luis Chitarroni. A fines del mismo siglo, cuando grandes empresas globalizadas salieron a comprar editoriales como ampliación de sus carteras de negocios, los editores de carrera fueron reemplazados por agentes de prensa, o expertos en marketing y publicidad. Aquel proceso fue descripto con precisión en 1999 por André Schiffrin en un libro que se tituló La edición sin editores. Pero cuando todos esperaban lo peor, en la Argentina y buena parte de América Latina y España surgieron sellos medianos y pequeños que rescataron la tradición del oficio y fueron creando, hasta nuestros días, un nuevo ecosistema: mucho de lo mejor que se imprime, traduce y llega a las librerías es resultado del trabajo que estas editoriales realizaron en los últimos veinte años.
A pesar de las dificultades que una economía como la argentina le presenta a la industria del libro, principalmente por el precio del papel, la vitalidad de aquella escena quedó confirmada el fin de semana pasado en la Feria de Editores (FED), realizada en el Complejo Art Media, a la que asistieron más de 20 mil personas. La particularidad de este encuentro, a diferencia de lo que sucede en la Feria del Libro, es que del otro lado de la mesa el lector puede encontrarse cara a cara con el verdadero responsable de que una obra haya alcanzado su estado material, y hablar con él antes de comprar una novela o un libro de poemas.
No son pocos los editores que han reflexionado sobre su trabajo y han dejado memorias acerca del oficio: están los de Roberto Calasso, Esther Tusquets y Mario Muchnik, entre muchos otros. En ellos se narran las relaciones, tan estrechas y cruzadas por corrientes de afecto y desconfianza como cualquier amistad, entre autores y editores: Kurt Wolff y Robert Walser, Sylvia Beach y James Joyce, Robert Gottlieb y John Cheever, Gordon Lish y Raymond Carver, Roberto Bolaño y Jorge Herralde. El investigador argentino José Luis de Diego es especialista en este tipo de relaciones, a las que le ha dedicado ensayos como La otra cara de Jano y Los autores no escriben libros.
El último libro del chileno Alejandro Zambra se llama Un cuento de Navidad y acaba de ser editado por el sello mexicano Gris Tormenta. Se trata, ni más ni menos, de un sensible retrato de la relación que lo une con su editor, Andrés Braithwaite. Allí, Zambra describe con palabras certeras, y no sin cariño y agradecimiento, el vínculo que a veces nace entre un autor y un editor: “Ahora sé que un editor es una especie de hermano mayor, que nos educa, protege o reprime, o quizás, directamente, un segundo padre, al que nunca dejamos de querer, respetar y temer, aunque luego lo desafiemos, y tarde o temprano, para crecer, simplemente para sobrevivir, lo neguemos todas las veces que sea necesario”.
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