El helado artesanal es una cuestión de gusto
Tengo un gran amigo que, entre otros activos tangibles, tiene acciones en una cadena de heladerías. En una época, nuestra amistad se sustentaba en la repetición de una rutina inocente: él me pasaba a buscar después de la cena, a esa hora en que los niños lloran con el propósito de mortificar a las madres y los padres nos volvemos invisibles. Entonces caminábamos hasta una pequeña heladería de barrio en la calle Sucre, en la que, a mi entender, se encuentran los mejores helados del mundo.
Sin develar su parentesco con la industria, mi amigo era testigo de mis conversaciones con el heladero, que regenteaba ese negocio hacía décadas. Yo le pedía que me recomendara un gusto para esa noche, y mi heladero amigo me hablaba de unas mandarinas a punto que había comprado esa mañana, o de unas frutillas recién llegadas de Coronda que estaban aún bailando en la mezcladora. Era común que me invitara a la sala de máquinas y me hiciera el honor de probar la mousse de chocolate directamente del tambor de acero inoxidable.
Un día, mi amigo vino a mi casa y me sorprendió con dos bolsas desbordantes de potes de cuarto kilo de helado. Los gustos eran los mismos, pero de dos heladerías diferentes. Unos habían sido comprados en la sucursal más cercana de su cadena, y los otros en la modesta heladería de mi preferencia. Me propuso someterme a una extraña prueba. Tenía que degustar con los ojos cerrados una cucharada de cada sabor, y discernir a cuál heladería pertenecían. El reto me pareció fácil. Cuando abrí los ojos, me hizo repetir la degustación pero tomando el helado directamente del pote. Volví a dar mi veredicto. Recién entonces mi amigo me develó la trampa que me había preparado: había invertido los envases, etiquetas y bolsas, lo que provocó un singular efecto. Con los ojos cerrados había preferido su helado, pero viendo los recipientes me había inclinado por mi amada heladería. Seguido por el sentido del gusto había elegido el helado industrial, pero la mirada me había devuelto la emoción de la experiencia artesanal.
La prueba fue traumática. Dejé de hablar con mi amigo por un tiempo. También dejé de visitar mi heladería. Hasta que una noche, mientras caminaba por la calle Sucre, el maestro heladero me reconoció a la distancia. Entonces voceó para todo el barrio: "¡Mirá el pomelo rosado que te hice!".
Tuve que cruzar y honrar el convite. No fue necesario que le recordara que me gustaba cortar la acidez del cítrico con chocolate amargo, y el hombre supo, sin que yo se lo dijera, qué posición ocuparía cada sabor en el cucurucho. Me quedé acodado en la barra de fórmica, y mientras pelaba unas almendras, el heladero me aseguró que el pomelo crecía en su huerta, en una terraza sobre el mismo local, a metros de la nube de smog que envuelve la avenida Cabildo. Esa noche tuve una revelación: supe que la verdadera obra del artesano era la escena que recreaba en cada visita. Que más allá de los sabores, lo que realmente contaba era la posibilidad de revivir el goce infantil de creernos únicos merecedores de una obra, esa felicidad tan artesanal como precaria, pero que mientras dura es perfecta y eterna.
El autor es cineasta
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