El hacedor de talismanes
La primera vez que vi una película de Wim Wenders no sabía qué estaba viendo. Así suele pasar: primero llegan las intuiciones; después, el resto.
Rondaba los veintipocos, no me hallaba bien en mi piel ni en la del mundo, y encontraba en las salas de cine lo que tantos en la misma situación solían hallar: un refugio sobrio, un lugar donde el malestar–sobre todo apenas se apagaban las luces– no pesaba; un espacio donde, además, cada tanto se nos podían abrir mundos.
No vi Las alas del deseo en su estricta fecha de estreno, sino como una película más de las que solían proyectarse en el Cine Arte a fines de los ochenta. No sabía quién era Wenders, no tenía idea de que algo llamado Nuevos Cines alguna vez había ocurrido, mi formación oscilaba entre el básico enciclopedismo escolar y la diletancia de los que tienen bastante curiosidad pero escasas brújulas. Y entonces, Las alas del deseo. Blanco y negro, Bruno Ganz, Berlín. El ángel que renuncia a la eternidad y conoce el sabor de la sangre. Nick Cave. Nadie, menos a esa edad, podía salir indemne de semejante cosa.
A veces me impresionan las trampas de la memoria. Se supone que las butacas del Cine Arte, en aquella época, eran territorio abierto a las pulgas. No recuerdo nada de eso. Se supone que siempre merodeaba un gato por allí. Creo tener la imagen de su silueta perdiéndose por entre la penumbra. Lo que sí me acuerdo es que la boletería estaba en la entrada, al nivel de la calle (para ir a la sala –era una sola, enorme–había que bajar unas escaleras). En esa boletería durante un tiempo estuvo a la venta un librito de escasas páginas, donde se reproducía el poema de Peter Handke cuyas estrofas son una suerte de leitmotiv de la película. Por supuesto, lo compré, en olímpica ignorancia de la trayectoria de su autor, solo embriagada por las palabras que me habían conmovido durante la proyección y que luego leería una y mil veces. Probablemente fue mi primer rezo laico.
Resulta que hace unos días volví a bajar las escaleras del Cine Arte. Hacía años que no pasaba por allí. Ahora se llama Cacodelphia; la boletería cambió de lugar, ya no hay una sala sino tres; el lugar es impecable, las butacas están enteras, limpias, prolijamente dispuestas para el ritual de la cinefilia.
Quería ver Perfect days, la última película de Wenders, esa de la que todo el mundo anda hablando. Por supuesto que le he venido siguiendo el rastro. Porque este director alemán que tan bien sabe escuchar el latido del mundo hace rato que, para mí, es una suerte de hacedor de talismanes: películas hechas desde una curiosidad cada vez más despojada, fruto del ejercicio –voluntarioso, amoroso, constante– por hallar, en un mundo atroz, los gestos de quienes saben enmilagrarlo.
Fui a la cita, como debía ser, sola. Vi la última película de Wenders en el lugar donde, en consciente soledad, me asomé a su mundo por primera vez. Es extraño, esto de ir viviendo junto a la obra de algún artista. Suele decirse que hay discos que son la banda de sonido de una vida; intuyo que la obra de Wenders –soundtracks incluidos– se imbricó más de lo previsto en más de una existencia.
Y qué decir de Perfect Days, que no sea corroborar que fue un perfecto reencuentro. No solo por la belleza de las imágenes, lo luminoso de la apuesta, lo arrollador de las canciones que se quieren escuchar una y otra vez a la salida del cine. Como ocurre cuando se es chico y se anda sin brújula y cuesta entender el propio dolor y el del mundo, hay instantes de diminuta revelación. Si en Las alas del deseo el leitmotiv era un poema, en Perfect Days el leitmotiv es la efímera luz del sol que se cuela entre las ramas de los árboles. Una hendidura de sentido en medio del barullo que amenaza enloquecernos, un recordatorio de la breve, misteriosa, inapresable riqueza de cada instante de nuestras brevísimas vidas.
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