El gran tour de la Madonna del arte
Ella le pagó a él, con choclos, la deuda externa argentina. Fue en 1985, en el estudio que Andy Warhol tenía en la calle 34, a cien metros del Empire State. Todavía la soja no tenía tan buena prensa, y en cambio el choclo podía ser considerado "el oro latinoamericano". Una artista argentina le "pagaba" a un estadounidense la pesada deuda de su país con los alimentos de la tierra. Pareció en su momento un hilarante chiste en diez fotos, pero era un acto artístico y podría ser leído, quizás hoy más que nunca, como un significativo gesto político. Marta Minujín se consideraba la hermana latina del gran Warhol, que murió dos años después. Juntos habían vivido años de fulgores y locuras en la ciudad de Nueva York, donde Marta andaba en patines por las calles y Dalí la invitaba a tomar el té en su habitación del hotel St. Regis.
Minujín se definía entonces como una representante del pop: "Arte popular, arte que todo el mundo puede entender, arte feliz, arte divertido, arte cómico". Esa desinhibición, que precisa de una alta visibilidad mediática, fue transformando a Marta Minujín en un delirante personaje de la farándula local. Dentro de esa vidriera irrespetuosa, toda carne termina picada, y lo diferente despierta miedo o desprecio. Los especialistas en arte moderno no piensan, naturalmente, lo mismo. Hay en la ocurrente frivolidad de Minujín, en su cabeza siempre abierta y en sus intervenciones intuitivas, mucho pero mucho talento.
En un mundo donde reina Damien Hirst, la dama del pop argentino recibe comentarios consagratorios mientras gira por el globo. Esta vuelta triunfal comenzó a principios de septiembre en la galería parisina Lara Vincy, donde presentó una recreación de La habitación del amor, realizada por primera vez en 1962 junto al escultor holandés Mark Brusse y exhibida en Tokio. El 9 de octubre, en la Vancouver Art Gallery, expuso Soft Gallery, su célebre galería de colchones. A fin de mes será una de las seis artistas que, en público, debatirán con curadores en la 28a Bienal de San Pablo, y el 26 de noviembre, durante el 41o Salón Nacional de Artistas de Colombia, rociará un barrio marginal de Cali con 700 litros de esencia de jazmín. Hacia fin de año llegará a Berlín, invitada por la Academia de Artes de esa ciudad, donde realizará una performance de arte ecológico. Y hará un breve paso, en estos días, por Buenos Aires, para hacer una presentación en la primera edición de Límite Sud/South Limit, que inaugura el viernes próximo en un pabellón estilo bienal justo detrás de la Facultad de Derecho.
No está nada mal para una sobreviviente del Di Tella, que mantuvo su vigencia durante todos estos años y que logró incluso sobreponerse a la trituradora mediática de la Argentina.
Alicia de Arteaga me propuso registrar este fenómeno curioso. Y es por eso que le encargamos una nota de tapa a Bengt Oldenburg, un sueco que hace cuarenta y ocho años eligió la Argentina como lugar de residencia. Bengt estudió sociología en la Sorbona y Pierre Francastel fue su director de tesis en la especialidad de Sociología del Arte. Ejerció el periodismo y la crítica especializada en diferentes medios, como Clarín, La Razón de Timerman, la revista Vuelta de Octavio Paz y Le Monde. Representó a la Argentina como curador e hizo lo propio este año con la muestra Los músicos , de León Ferrari. Su más reciente libro se llama Pulgas y elefantes, una serie de veintitrés ensayos de crítica de la cultura.
Bengt Oldenburg entrevistó a Marta Minujín en su histórico taller del barrio de Montserrat, en una charla en la que intenta desentrañar el misterio de una artista frívola, profunda, cómica y transgresora. Alguien que, a pesar del paso inexorable del tiempo, sigue siendo aquella joven desconcertante que patinaba por las calles de Nueva York, confraternizaba con Warhol y tomaba el té con Dalí.