El gran robo de la Gioconda
Hace cien años, alguien descolgó tranquilamente el cuadro y se lo llevó a su casa. Todavía se habla del tema
Hace casi un siglo, el lunes 21 de agosto de 1911, un carpintero italiano entró en el Museo del Louvre por la mañana, entre las 7.05 y las 7.10, atravesó varias salas y subió algunas escaleras sin cruzarse ni con guardias ni con empleados hasta llegar al célebre Salón Carré, donde se exhibían algunos de los tesoros más importantes de la pintura universal: Mantegna, Giorgione, Tiziano, Rafael. En una fracción de segundo y con una asombrosa sangre fría, descolgó el cuadro más famoso de todos: La Gioconda, pintada por Leonardo da Vinci entre 1503 y 1506 sobre una tabla de madera de álamo blanco de 77 x 55 centímetros.
Vincenzo Peruggia se escondió enseguida en la oscura escalera de una sala contigua, sacó un destornillador que tenía en el bolsillo, separó en cinco minutos el cuadro de su marco y lo despojó del escudo de vidrio que lo protegía. Se sacó el guardapolvos que vestía para envolver su tesoro y descendió con él debajo del brazo por el sitio que, normalmente, es el más transitado del museo: la majestuosa escalinata de mármol de la Victoria de Samotracia. Pero, como era el día semanal de cierre, nadie lo vio bajar ni salir por la misma puerta por la que había entrado.
En un instante se encontró en la calle. Tomó un taxi y se dirigió a su minúsculo departamento ubicado en el barrio del hospital Saint Louis, en el corazón de París. Posó esa joya del patrimonio artístico mundial sobre una desvencijada mesita donde solía comer y la cubrió con un trozo de terciopelo rojo. A las nueve de la mañana llegó retrasado a su trabajo, pretextando una supuesta borrachera la noche anterior.
Mientras el ladrón de La Gioconda se alejaba caminando por la rue de Rivoli, fueron varios los guardianes del Salón Carré que advirtieron el espacio vacío en la pared. Pero supusieron que, como ocurría habitualmente los lunes, se la habían llevado al estudio fotográfico del Louvre para retratarla. Por esa razón, durante horas, nadie se inquietó ni dio la alarma. En realidad, el primer aviso recién sobrevino al día siguiente.
"Ese rectángulo de muro rojo, y los cuatro pernos que mantenían el cuadro, y que permanecieron fijados en la pared, se verían en el corazón del mayor escándalo que el mundo cultivado haya conocido, tal vez no desde el incendio de la biblioteca de Alejandría, pero al menos después de la invención de los museos nacionales", escribe el francés Jérôme Coignard, autor del reciente libro Une femme disparaît (Una mujer desaparece). Para escribir ese volumen de 356 páginas, Coignard investigó durante más de 12 años los pormenores de ese robo del siglo [ver aparte].
El martes por la mañana, el museo más visitado del mundo abrió sus puertas al público a las nueve. El primero en sorprenderse por la ausencia del cuadro fue el pintor Louis Béroud, que tenía -como muchos otros copistas- una autorización especial para reproducir las obras del Louvre.
"Seguramente no tardarán en traerla. Debe de estar haciéndose retratar", le respondió el brigadier Poupardin. Para los guardianes de la sala, Mona Lisa era una soberana. Y, como toda verdadera diosa, era normal que se paseara libremente por escaleras, corredores y salones sin dar explicaciones. Su desaparición, sin embargo, haría cambiar de opinión a más de uno.
"Nos hemos enterado de que algunas damas ilustradas por el pincel de los maestros son habituées de esas idas y venidas. Esas señoras salen sin prevenir y regresan cuando les dicta la fantasía. Esa forma de actuar escandalizaría en una casa burguesa, pero es un hábito admitido en los museos del Estado", declaró René Doumie, de la Academia Francesa, algunos días después.
La explicación del estudio de fotografía era perfectamente plausible. Según relata Coignard, en virtud de un contrato firmado con el Ministerio de Cultura, la casa Adolphe Braun & Cía. poseía el privilegio de hacer transportar los cuadros del Louvre a un estudio que tenía en el mismo museo. Si bien eran muchos los que consideraban que ese arreglo era escandaloso, el museo podía así hacer fotografiar gratuitamente sus obras.
Gracias a la impaciencia de Béroud, a las once de la mañana ya todos sabían que Mona Lisa no estaba haciéndose fotografiar. Mientras la tensión aumentaba al ritmo de las idas y venidas inútiles de los guardianes y directivos del Louvre, una tercera búsqueda permitió hallar el cofre de vidrio que protegía el cuadro y el marco. Obra de arte del Renacimiento italiano, casi contemporáneo de La Gioconda, ese marco había sido donado al museo por una mecenas millonaria: la condesa de Béarn, en 1906. La donación había permitido liberar a Mona Lisa de otro "marco detestable, de un dorado chillón, que para algunos testimoniaba el mal gusto de la época del Primer Imperio y, para otros, la decadencia de las artes durante el reino de Luis Felipe", escribe Coignard.
La policía recién fue prevenida a mediodía, según el Louvre, aunque las autoridades dijeron que habían sido informadas a las dos y media de la tarde. A comienzos de la tarde, el prefecto Louis Lepine y sesenta de sus mejores inspectores se desplegaron dentro del museo, mientras París aún seguía ignorando la noticia del robo.
Teniendo en cuenta que se había hallado el marco, la policía comenzó la búsqueda dentro del museo. Con lógica -pero sin el menor conocimiento de arte- pensaban que el ladrón sin duda había quitado la tela del bastidor, que la había enrollado y había optado por esconderla en algún sitio, esperando el momento de poder sacarla oculta en un bolsillo o debajo de una chaqueta. Todos parecían ignorar que La Gioconda no está pintada en una tela, sino sobre una lámina de madera. Cuando un conservador explicó a Lepine que, por su rigidez, la pintura no podía haber desaparecido fácilmente en el bolsillo de un pantalón, el prefecto replicó con condescendiente lógica policial: "¡Pero, desde esta mañana, el ladrón tuvo suficiente tiempo de cortarla en varios pedazos!".
A las tres de la tarde, por fin, el museo decidió cerrar las puertas al público, la noticia ganó la calle y la consternación comenzó a crecer como un tsunami en el gobierno. Al día siguiente, 24 de agosto, los titulares de la prensa francesa y del mundo entero informaban con más o menos ironía de la desaparición del cuadro más célebre del mundo: "¡Qué inteligencia, cerrar la jaula cuando el pájaro ya voló!", tituló el periódico comunista L’Humanité. Según Coignard, los comentarios del público no fueron menos irónicos: "¡Qué imprudencia volver a cerrar el Louvre! Otra vez nos robarán los cuadros..."
Tras varios días de búsqueda infructuosa, los investigadores, las autoridades y, por supuesto, algunos periodistas descubrieron escandalizados la ausencia total de seguridad y de control que rodeaba las obras más célebres del patrimonio artístico universal.
Para comenzar, aquel lunes 21 de agosto había un solo guardián ocupando el puesto estratégico de vigilar el Salón Carré. Normal: Francia se hallaba en plenas vacaciones estivales. Además, los lunes era día de limpieza general, "también asegurada por el personal de vigilancia del museo, que cambiaba sus uniformes por un guardapolvo blanco para frotar parqués, lavar escaleras y mosaicos, limpiar vidrios y espejos, lustrar cobres y aceros, así como las salivaderas ubicadas en las galerías", escribe Coignard. En invierno, también eran responsables de traer leña y encender estufas, y de mantener las obras de arte.
Aunque sea difícil de creer, sólo después de la desaparición de La Gioconda Francia estableció en los museos nacionales la obligación de pegar, en el sitio de la obra desplazada, una etiqueta con la explicación de las razones y la duración de esa ausencia.
Sin embargo, desde hacía cierto tiempo, Mona Lisa era objeto de una vigilancia especial: tenía un guardia consagrado exclusivamente a ella, mientras una especie de reflector la iluminaba en forma permanente. Ese procedimiento no respondía al temor de un robo, sino a evitar que un maniático pudiera degradar la pintura, considerada "afrodisíaca".
La Gioconda siempre ha sido, en efecto, objeto de la atención malsana de ciertos visitantes que permanecen frente al cuadro durante horas, presa de una "visible emoción". En el lenguaje pudibundo de la época, esos términos designaban auténticas manifestaciones de orden sexual. Desde entonces, Mona Lisa recibe cartas apasionadas, cuyos autores confiesan "no poder prescindir" de su célebre mirada.
Justamente después del robo -y para agregar al temor general de perder para siempre el célebre cuadro-, el profesor de psicología experimental Georges Dumas desarrolló la hipótesis de que su autor podía ser un enfermo fetichista capaz de mezclar su ternura a gestos de violencia sádica.
La decadencia del Louvre
En todo caso, "los abandonos de puesto en el museo eran innumerables; la indisciplina, flagrante; la falta de respeto por la jerarquía, constante, y la presentación del personal, más que descuidada", relata Coignard.
La decadencia del Louvre era un secreto que todo París conocía. Diez años antes del lamentable episodio, el poeta Henri de Régnier escribía: "Jamás cruzo el Patio Carré del museo, en el crepúsculo, sin que un escalofrío me erice la piel cuando veo, aquí y allá, algunas ventanas del viejo palacio iluminarse una a una, detrás de modestas cortinas de percal blanco. Porque el Louvre no está únicamente habitado -como debería- por sombras pintadas o fantasmas impalpables. En sus bohardillas se aloja el peligroso personal del museo. Y tiemblo cuando pienso que se encienden hornallas, que se fríen papas y se cuecen sopas de cebolla bajo el mismo techo que alberga a El indiferente de Watteau y La Gioconda de Vinci. Y que la mecha de un calentador bastaría para hacer de todo eso una montaña informe de cenizas".
"Cuestionado en el Senado, el secretario de Estado de Cultura había reconocido, sin manifestar demasiada preocupación, la presencia de cocinas justo debajo del Salón Carré", afirma Coignard.
Durante los primeros 20 días, la desaparición y la búsqueda infructuosa del célebre cuadro provocaron tal emoción universal que numerosos amantes del arte propusieron diferentes iniciativas para ayudar a recuperarla. Al frente de la Asociación de Amigos del Louvre, Raymond Koelich lanzó una suscripción nacional -que pronto se extendió al mundo entero- que le permitió reunir 500.000 francos de la época para pagar un eventual rescate. La promesa de recompensa tampoco arrojó ningún resultado.
Tal vez para calmar la irritación popular, el 7 de septiembre la policía anunció la detención del poeta Guillaume Apollinaire e interrogó a Pablo Picasso. Ambos eran amigos de un hombre que tiempo atrás había robado dos estatuillas del Louvre. Pero los investigadores terminaron de quedar en ridículo cuando ambos debieron ser liberados por falta de pruebas.
La verdad es que La Gioconda no había partido al extranjero, no había sido cortada en pedazos por un loco como tampoco padeció los fogosos asaltos de un maniático sexual. La bella Mona Lisa del Giocondo reposaba tranquilamente en una mesa de la humilde ciudad obrera de un barrio parisino, junto a su nuevo dueño. "No sólo no embarcó en un transatlántico en dirección a América, sino que ni siquiera atravesó el Sena", ironiza Coignard.
El ladrón italiano
Condenado dos veces por la justicia, sus datos figuraban en los archivos oficiales. Vincenzo Peruggia medía 1,61 m, era de frágil constitución, tenía ojos marrón claro y cabellos castaño oscuro. La policía poseía sus huellas digitales y conocía hasta la forma de sus orejas, "entre paréntesis, perfectamente proporcionadas", señala Coignard. Pero todos esos datos nunca serían utilizados por los investigadores que, por misteriosas razones, no fueron capaces de entrecruzar esa descripción con los numerosos indicios en su poder.
Como La Gioconda, su ladrón era italiano. Peruggia había nacido el 8 de octubre de 1881 en Dumenza, un pobre pueblo de la provincia de Como. Era el mayor de los cuatro hijos del albañil Giacomo Peruggia y de Celeste Rossi.
A los 12 años, Vincenzo había dejado la casa familiar para ir a ganar su vida a Milán, donde aprendió el oficio de pintor de brocha gorda y, después, de pintor decorador. A los 18, viajó a la ciudad francesa de Lyon. Allí comenzó a trabajar con cerusa y barniz a base de plomo. Volvió a Italia un año después, cuando aparecieron los primeros síntomas de saturnismo. Entre 1902 y 1908 viajó dos veces a París, donde -al cabo de algunas aventuras y sobresaltos judiciales- terminó empleado por la empresa Gobier, especializada en pintura, espejos y vidrios.
Apreciado por el dueño, Peruggia se ocupaba de los encargos de la administración pública, los grandes burgueses y los hoteles de lujo de la capital. Gracias a ese trabajo se produjo su primer contacto con La Gioconda, en 1908, cuando su patrón fue contratado por el Louvre para hacer la caja de vidrio que debía proteger la pintura. Así conoció los pasillos ocultos, los armarios más recónditos -donde se guardaban herramientas y utensilios de limpieza- y se familiarizó con la rutina de los guardianes.
Simple, sin historias, modesto, en todos esos años "no se le conoce oficialmente más que una relación amorosa: Mathilde, cocinera en casa de un médico", anota Coignard. "Como todos los italianos que vivían en Francia, siempre fue víctima del racismo ordinario: insultos, chicanas y otras miserias que todo macaroni conocía en aquella época", precisa.
Ése era, en resumen, el nuevo propietario de La Gioconda. A partir del día en que Vincenzo se apoderó de ella, Mona Lisa pasaba sus días sobre la mesa del departamento.
A la hora de comer, el ladrón la depositaba en el cuarto de las escobas, con la leña de la estufa. Allí estaba justamente el día que un inspector de la policía vino a preguntarle por qué no se había presentado al gran control de huellas de identidad que había organizado la prefectura en el museo para ubicar al dueño de una perfecta marca de pulgar hallada en la caja de vidrio que protegía el cuadro.
Sin dejar de almorzar, Vincenzo inventó una excusa. "Si la policía hubiera hecho bien su trabajo, Peruggia habría terminado ese día en la cárcel", señala Coignard.
¿Quién era Mona Lisa?
Durante la terrible ausencia de Mona Lisa, el mundo se consoló tratado de averiguar hasta el más mínimo detalle de su vida. El problema es que, aún hoy, es muy poco lo que se sabe de ella. Los especialistas piensan que "fue bella y plenamente feliz" y creen conocer su identidad.
La modelo de esa pintura, Lisa Gherardini, era napolitana. En 1495 se casó con Florentin Francesco di Bartolomeo di Zanobi del Giocondo, de quien fue la tercera esposa. Leonardo tardó varios años en hacer su retrato. Por entonces, según algunas fuentes, se hallaba en "la plenitud de su belleza" mientras que el pintor estaba "en la plenitud de su genio".
"Su marido, un viejo viudo, no tenía nada de atractivo. Era descarnado y longilíneo, con una verruga en la mejilla izquierda y cejas espesas, sin ninguna gracia en el cuerpo ni en el espíritu. Messer Francesco del Giocondo parece haber sido sobre todo un comerciante práctico, criador de ganado, mucho menos apto para percibir el encanto de su incomparable mujer que para meditar sobre el mejoramiento de la raza bovina y el rendimiento anual de cueros no tratados", declaró en aquel momento el conde Giuseppe Primoli, coleccionista y erudito romano, que descendía por vía materna de Napoleón Bonaparte. "A pesar de todas esas circunstancias, atenuantes en la hipótesis de un adulterio, las peores lenguas viperinas florentinas nunca hallaron nada para decir sobre la fidelidad de la esposa", dice Coignard.
En todo caso, nada permite afirmar hoy con absoluta seguridad que el cuadro del Louvre representa verdaderamente a Lisa Gherardini del Giocondo. En cuanto a su famosa y enigmática sonrisa, en su célebre libro Vida de los más excelentes pintores, el artista y escritor Giorgio Vasari escribió en 1568: "Esa melancolía se debía menos a la fatiga de la pose que al dolor de haber perdido un hijo. Esa famosa sonrisa es la de una mujer triste que los bufones intentan alegrar".
Otro de los aspectos de la leyenda de Mona Lisa era el coup de foudre (amor a primera vista) del pintor por su modelo. "El amor de Leonardo por la bella Mona Lisa era uno de los mitos de la literatura simbolista de fines de siglo XIX", señala Coignard. "Sólo el amor, un amor ideal -y platónico, naturalmente-, podía inspirar semejante obra de arte", explica. Tampoco se supo nunca cómo la bella había respondido a la adoración estética del artista, evidentemente enamorado de su misteriosa belleza.
El falso marqués argentino
Hasta allí los hechos. De allí en adelante, la historia comienza a balbucear y las pruebas son cada vez más escasas. Según una leyenda repetida con frecuencia durante casi un siglo, Vincenzo Peruggia nunca había pensado en robar el cuadro hasta que se cruzó en su camino el argentino Eduardo de Valfierno, quien habría sido el verdadero cerebro de la operación.
Valfierno había llegado a París en 1910 con una gran experiencia del mercado del arte y un falso título de marqués. En los años anteriores había estafado a varios coleccionistas sudamericanos, vendiéndoles obras de arte supuestamente "robadas" o "extraviadas". Esos cuadros, en realidad, eran copias perfectas realizadas por el marsellés Yves Chaudron, un virtuoso falsificador de obras maestras. El viaje a París de ese aristócrata sin fortuna obedecía únicamente a la idea de hacerse millonario con una operación de enorme audacia y que -por lo menos en teoría- no presentaba ningún riesgo.
Su idea, aunque parezca paradójico, consistió en urdir el robo de La Gioconda sin necesidad de tener que verse implicado en el delito. No necesitaba tener el original del cuadro quemándole las manos para hacerse millonario. La astucia se limitaba a explotar la noticia de la desaparición para vender copias del cuadro a media docena de ingenuos millonarios, dispuestos a pagar una fortuna para adquirir el supuesto original de Mona Lisa robado del Louvre.
Mientras el falso marqués comenzaba a frecuentar los salones más distinguidos de París a la pesca de eventuales clientes, su cómplice, Chaudron, demoró 14 meses en ejecutar seis copias irreprochables de la pintura. El eximio falsificador utilizó maderas añejas capaces de resistir el peritaje de un experto, empleó pigmentos similares a los que se usaban en el Renacimiento y usó sofisticadas técnicas de envejecimiento.
Para completar su plan, sólo le faltaba encontrar un hombre capaz de ejecutar el robo. El día que conoció al carpintero Vincenzo Peruggia, supo que había tocado el cielo con las manos. Para convencerlo, Valfierno le prometió una fortuna pero, sobre todo, lo encandiló con un argumento patriótico: le aseguró que un rico coleccionista italiano deseaba restituir La Gioconda a su tierra de origen, de donde había sido robada por Napoleón Bonaparte. El carpintero, casi analfabeto, ignoraba que en verdad el cuadro había sido vendido por Leonardo da Vinci en 1517 al rey Francisco I por 400.000 escudos de oro.
La perspectiva de volver a su patria millonario y convertido en héroe nacional fue el principal motivo que encegueció a Peruggia, que se dejó arrastrar a la insensata aventura de apoderarse del cuadro más célebre del mundo.
Una vez que leyó en las primeras páginas de los diarios la noticia del robo, Valfierno desapareció y nunca volvió a ver al carpintero.Mientras Peruggia se consumía de impaciencia en la habitación de su departamento de mala muerte, esperando el momento de recibir el dinero prometido, el falso marqués tomó discretamente contacto con cinco coleccionistas estadounidenses y un brasileño, interesados en el original. A cada uno le vendió a precio millonario una de las copias realizadas por su socio Chaudron. Ese audaz golpe le proporcionó entre 30 y 60 millones de dólares de la época.
"Ninguna de las víctimas pudo ser posteriormente identificada. La primera razón es que no podían denunciar la estafa, pues corrían el riesgo de ser acusados de complicidad por haber intentado adquirir una obra de arte robada. En segundo lugar, todos prefirieron mantener el anonimato para no quedar públicamente en ridículo", escribió el historiador R. Shepard en su artículo "Cómo y por qué robaron La Gioconda", publicado en 1981 por la prestigiosa revista Art News.
Apenas consumado el golpe, el falso marqués Eduardo de Valfierno se radicó en Estados Unidos, donde vivió hasta su muerte, en 1931. Pero, ebrio de soberbia, no se resignó a morir en el anonimato, sin hacerle conocer al mundo la verdadera historia del robo de La Gioconda. En una larga entrevista con el periodista Karl Decker, le confesó el origen real de su fortuna y todos los detalles del caso. Excluyó, sin embargo, el nombre de los seis millonarios embaucados.
"Un invento"
"En los 12 años de investigación nunca me crucé con un falso marqués argentino. Esa historia, como muchas otras, debe de haber sido inventada después de 1911 -afirmó Jérôme Coignard a LA NACION-. Ese supuesto argentino tampoco fue el único que aprovechó la desaparición de la obra para tratar de embaucar a coleccionistas dispuestos a todo para tener el cuadro de sus sueños." Basándose en declaraciones del mismo Peruggia años más tarde a un periodista, Poignard piensa que el incitador del robo podría haber sido Otto Rosenberg, un estafador alemán de alto vuelo que, como se dijo de Valfierno, habría reclutado al italiano para perpetrar el robo del siglo.
Lo cierto es que durante dos años, por alguna razón, Peruggia tuvo el cuadro oculto en su habitación hasta que un día de 1913 se dejó tentar por un anuncio que leyó en un diario italiano. Un anticuario de Florencia ofrecía pagar buen precio por "objetos de arte de cualquier tipo". Ese personaje era Alfredo Geri, que cuando dejó de ser representante de la actriz Eleonora Duse, instaló una galería de arte.
El 29 de noviembre, Geri recibió una carta enviada desde París por un misterioso Vincenzo Leonard, que le decía: "Tengo La Gioconda y deseo devolverla a mi país". Desconfiado, aunque intrigado por la oferta, el anticuario le propuso que lo visitara en su galería de Florencia. En el primer encuentro, Peruggia se presentó como un patriota italiano que estaba dispuesto a restituir La Gioconda a Italia a cambio de una recompensa de medio millón liras. "Sólo exijo la promesa de que nunca regresará al Louvre", le dijo.
El encuentro decisivo, finalmente, se realizó el 10 de diciembre. El galerista Geri, acompañado por su amigo Giovanni Poggi, director de la Galleria degli Uffizi, se presentó en el Hotel Tripoli e Italia, donde residía Peruggia. Envuelto en una tela roja, en el doble fondo de su baúl, el carpintero tenía el original de La Gioconda con el sello oficial del Louvre al dorso de la tabla.
Para ganar tiempo, Poggi le dijo a Vincenzo que, antes de pagar, quería someter el cuadro al peritaje de los expertos de la Galleria degli Uffizi. Mientras el ingenuo carpintero esperaba en el hotel, Geri y Poggi confirmaron la autenticidad del cuadro y alertaron a la policía. Peruggia se dejó detener sin resistencia. Cuando fue juzgado, un año y medio más tarde, sus abogados consiguieron probar que había actuado por motivos patrióticos y obtuvieron una sentencia simbólica de un año y medio de prisión. Salió de la cárcel a los siete meses, en plena Primera Guerra Mundial.
En un documental filmado que la televisión italiana difundió en los años 70, Renato Castellani se basó en un artículo de Orio Vergani para afirmar que Peruggia había muerto en 1947. Después de la difusión del film, su hija Celestina aclaró que su padre había muerto en 1925. "Mi madre se casó en segundas nupcias en 1927 y su segundo marido murió efectivamente en 1947. Ése fue el origen de la confusión", precisó.
Una historia llena de incógnitas
Como suele suceder en estos casos, la existencia del argentino Eduardo de Valfierno no es la única incógnita de esta disparatada historia. Ni Coignard ni nadie consiguieron hasta ahora saber cuáles fueron las verdaderas razones que llevaron a Peruggia a robar el cuadro más célebre del mundo y cuánto hubo de verdad en sus intenciones patrióticas declaradas durante su proceso. Tampoco se sabe si el humilde carpintero actuó solo o formó parte de un complot de mayores dimensiones.
Lo importante es que finalmente La Gioconda volvió al Museo del Louvre el domingo 4 de enero de 1914, en medio de una movilización popular que tuvo aspectos de verdadera fiesta nacional. Su aventura había durado exactamente 2 años y 111 días durante los cuales -como corresponde a una de las mayores divas de la cultura universal- consiguió estremecer los cimientos del imperturbable mundo del arte internacional.
UNA BROMA PESADA
"¿Robar La Gioconda? ¿Y por qué no la Torre Eiffel? El 21 de agosto de 1911, cuando el cuadro más célebre del mundo desaparece del Museo del Louvre, todos creen que se trata de una broma. Una vez que se impone la evidencia del robo criminal, el mundo es presa de estupor e indignación. Y después, de un ataque de risa", escribe Jérôme Coignard. Periodista, escritor y colaborador en la prestigiosa revista Connaissance des Arts, Coignard es probablemente la persona que mejor conoce en Francia la historia del robo de La Gioconda, perpetrado hace un siglo. Une femme disparaît, publicado recientemente por la editorial Le Passage, puede ser considerado la continuación de una primera investigación, aparecida en 1998, titulada Loin du Louvre. Le vol de la Joconde (Lejos del Louvre. El robo de La Gioconda).
-¿Por qué ocuparse durante 12 años de ese episodio que pocos recuerdan después de tanto tiempo?
-Cuando era pequeño, mis padres me regalaron una bella colección de libros sobre la historia de la pintura que yo leía apasionadamente. En la parte de atrás del tomo que correspondía al Renacimiento, había una biografía de Leonardo da Vinci y un recuadro especial sobre el robo de La Gioconda. El episodio marcó mi infancia y, en cuanto pude, me dediqué a profundizar esa historia apasionante.
-El libro está escrito como una novela, con mucho humor e infinitos detalles.
-Naturalmente, no se trata de una novela. Es un relato de hechos verídicos que descubrí consultando archivos y centenares de artículos de diarios de la época. Incluso los diálogos del libro están reproducidos fielmente. Lo que lo hace parecerse a una novela es el episodio en sí y la perplejidad universal que provocó. También hay en esa historia personajes dignos de un cuento, como el mismo ladrón, Vicenzo Peruggia, un hombre tímido y reservado que, de pronto, manifiesta una audacia y una sangre fría increíbles.
-Al cabo de todos estos años de investigación y reflexión, ¿podría afirmar que las razones invocadas por Peruggia durante su juicio fueron verdaderas? ¿Robó La Gioconda sólo por patriotismo?
-Es difícil decirlo. Se puede decir en todo caso que sus abogados hicieron un trabajo estupendo: consiguió convencer a los jueces de que era ésa la única motivación. Yo tengo mis dudas. ¿Por qué entonces pedir recompensa al galerista florentino? ¿Por qué dirigirse a una galería de arte y no a un museo nacional italiano? ¿Por qué esperar más de dos años? Probablemente todas esas preguntas queden sin respuesta.
-Aunque usted diga que el falso marqués argentino nunca apareció en su investigación, ¿Peruggia podría no haber actuado solo?
-Muchos años después del juicio, durante una entrevista, Peruggia le dijo a un periodista que quien lo había incitado a robar La Gioconda había sido un hombre con un fuerte acento alemán, que se presentó al Louvre mientras él trabajaba en la caja de vidrio que protegería el cuadro. Éste le habría asegurado que sería recibido como un héroe en Italia si restituía la pintura, robada por Napoleón, sin contar con la recompensa que le acordarían. Para Peruggia, se trataba de un agente secreto. Yo creo más bien que podría haber sido el estafador Otto Rosemberg, muy activo en el mercado del arte europeo en esa época.
-¿Peruggia nunca le contó nada a su propia familia?
-Tuve la suerte de conocer a su hija, Celeste. La fui a visitar al mismo pueblo donde había nacido su padre, cerca de Como. Pero ella no sabía nada. Cuando su padre murió, ella era muy pequeña, de modo que fue incapaz de ayudarme.
-Entonces, ¿piensa quedarse con la incógnita para siempre?
-No creo. La verdad es que tengo la intención de partir en busca de Otto Rosemberg. He hallado algunos rastros interesantes en Alemania y, en cuanto tenga un poco más de tiempo, comenzaré esa investigación. En efecto, después de tantos años consagrados a esta historia, es frustrante que queden todas esas preguntas sin responder.
CRONOLOGIA
Lunes 21 de agosto
La dama desaparece
Minutos después de las 7, el carpintero Peruggia descuelga tranquilamente el cuadro y se lo lleva.
Martes 22 de agosto
El Louvre se da cuenta tarde
Sólo un día después, las autoridades del museo notan que falta algo. A las 15, cierran las visitas.
Jueves 7 de septiembre
Los policías están despistados
Detienen al poeta Guillaume Apollinaire e interrogan a Pablo Picasso, sólo para mostrar que hacen algo.
Domingo 10 de diciembre
Devolución en Florencia
Peruggia le entrega el cuadro al galerista Alfredo Geri. "Deseo devolverlo a Italia", dice. Lo detienen.