El gran Caruso
El 2 de agosto de 1921, hace setenta y cinco años, Enrico Caruso hizo su tránsito final. Contaba cuarenta y ocho de edad y había sido, en vida, glorificado y divinizado con más mérito y razón que muchos emperadores romanos. En verdad, es la voz del siglo, una piedra miliar, un punto de llegada y partida, un antes y después. Por Horacio Sanguinetti
Caruso marca el cambio de la prehistoria canora al canto moderno, es un artista, transgresor, revolucionario y fundador. Quizá el único en su especie que merezca esta tremenda palabra, a veces prodigada: genio.
El estilo lírico pre-carusino hoy resulta arcaico e insoportable. Pues él, si bien recogió la herencia de la prodigiosa escuela vocal italiana, le dio un aliento absolutamente nuevo. La pasión y el temperamento que podrían haberlo arrastrado a excesos expresivos, resultaron por lo contrario su arma primordial, controlados por un instinto seguro que lo mantuvo siempre en lo sublime. Su voz era extraordinaria: pastosa, rotunda, machuna, de inaudita belleza cromática. Pero no la voz solamente: eran el carácter, el cuidado, la acción escénica, la consistencia interpretativa, il lungo studio ed il grande amore". Y su condición humana -pues había sufrido mucho y era capaz de comprender el dolor de los otros-, que le permitía transmitir las emociones de todos. Quien lo escuchó, no pudo olvidarlo; quien lo escuchó, consideró luego casi intrusos o usurpadores a todos los demás cantantes, pues "es el mejor de nosotros" como reconocía Tamagno. Y Giovanni Martinelli: "Gigli, Pertile y yo, todos juntos, no le llegamos a la suela de los zapatos..."
Aquella deificación exigió a Caruso una entrega arrasadora." No es difícil llegar, difícil es mantenerse", se quejaba. Rebajaba hasta cuatro kilos por función, y su sentido de responsabilidad lo inducía a considerar cada una de ellas, una contienda de vida o muerte. Se dijo que al final cabalgaba un tigre.
Probablemente murió joven por eso. Pero logró en tal instancia, quien lo duda, la pervivencia. Todos los cantantes posteriores le deben algo, y algunos -como Domingo-, lo reverencian solícitamente. Ni son en vano los éxitos posmodernos de piezas como la canción de Lucio Dalla o la obra de William Luce que Lovero ha ofrecido en Buenos Aires.
Sus discos resultaron piezas cruciales de esa continuidad. Muchos no podríamos vivir sin ellos, o al menos, nuestras vidas serían tanto menos ricas. En un momento en el que los grandes divos, desconcertados ante el fonógrafo, se negaban a "poner su voz en conserva", Caruso fue el primero en advertir la infinita proyección que el invento brindaba a su arte -en el espacio y en el tiempo-, y también somos deudores suyos por ese descubrimiento, por las casi quinientas caras de disco que grabó. Todas ellas son "referenciales", pese a su variedad, a las precarias técnicas de registro y hasta al cuello palomita o la corbata de plastrón que no se quitaba ni durante la esforzada faena.
Hizo cuatro visitas al viejo Teatro de la Opera (1899, 1900, 1901, 1903) y dos al Colón (1915 y 17). Pero además cantó por todas partes: en el Coliseo, el Odeón, el San Martín, el Club del Progreso, la Catedral, San Miguel, San Francisco, el Círculo de la Prensa, la mansión de los Castex... Y en 1915, cuando por hedonismo ya casi no salía de los Estados Unidos, se corrió a Rosario, Córdoba y Tucumán; eso sí, en un tren de lujo principesco. Y estrenó Yupanki, de Enrique Larreta y Arturo Berutti (nieto del prócer "de las cintas celestes y blancas"), cantó Rigoletto, dirigido por Toscanini, para el jubileo de Bartolomé Mitre, y fue amigo de Alvear, de Roca, de Gardel y de muchos argentinos notorios.
Decir "el gran Caruso" es hoy casi un lugar común. Tal el título de una película que, no obstante su ingenuidad argumental y otros defectos, prestó servicios a la causa lírica; y de un par de libros biográficos entre tantos que existen. Quizá sea justicia recordar que con "alma profética", un diario sudamericano usó primero que nadie esa fórmula, al filo del pasado siglo, en una ciudad austral que Caruso amó mucho y cuya gente lo quiso a su vez con fervor unánime.
(c) LA NACION