El fútbol nunca fue lo que era
Los cambios desconcertantes del VAR y un pasado sin tarjetas ni suplentes
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“El fútbol ya no es lo que era”, decía uno de mis tíos abuelos, sufrido hincha de Racing que fue testigo de los comienzos del profesionalismo. La frase la podemos repetir los que tenemos varios mundiales como espectadores sobre la espalda, todavía desconcertados por los nuevos efectos de la tecnología y la big data sobre el juego. Un offside insignificante puede obligar, mucho después de lo aconsejable, a tener que arrepentirse del grito de gol más desaforado. También ocurre lo contrario: la exquisita definición de “cucharita” del camerunés Aboubakar, por encima del arquero serbio, puede haber reflejado un temor del jugador: que ese Gran Hermano llamado VAR –con su disciplinamiento foucaltiano– decretaría un fuera de juego inapelable, como el del muy humano juez de línea. A la tecnología le tocó en ese caso la justicia poética de un festejo a destiempo.
En Qatar, los defensores (¿o es un espejismo?) parecen más preocupados por poner las manos tras la espalda que por bloquear al delantero. Confiados en que la lente no puede medir la intensidad del contacto, en cambio, otros jugadores caen fulminados al menor roce.
"Hasta entonces la remera brasileña había sido blanca con cuello y rebordes azules"
Más allá de estas impresiones podría decirse que el fútbol, para jugar con la frase del inicio, nunca fue el que fue: siempre está cambiando. Los que lo siguen desde Italia 90, por trazar una primera divisoria de aguas, recordarán que por entonces los arqueros podían agarrar la pelota con las manos ante el pase de un compañero, lo que permitía soporíferos loops para hacer tiempo. También que un partido daba dos puntos y no tres. Los cambios de reglas buscaron combatir la especulación de aquel campeonato terminal, pobre en goles.
Las modificaciones, sin embargo, eran una vieja constante. Basta imaginar un partido del Mundial de Inglaterra, en 1966, para medir la distancia entre el fútbol del pasado y el de hoy. La clave no es el famoso gol en la final del local Geoff Hurst, que picó claramente detrás de la línea y que hoy sería rápidamente invalidado. Lo extraño al sentido común contemporáneo es que no existían las tarjetas. Lo sabemos por Rattin, que por discutirle a un árbitro alemán, fue expulsado en los cuartos de final con una simple intimación verbal. Para las tarjetas, hubo que esperar a México 70. En el partido inaugural un soviético, Khakhi Asatiani, tuvo el honor de recibir la primera amarilla mundialista. El primero en ver la roja llegó recién en Alemania 74. Paradójicamente fue un delantero (el chileno Carlos Caszely), por vapulear a un defensor alemán (Berti Vogts).
La pandemia parece haber instaurado otra mutación: las cinco sustituciones, que (al fin de cuentas se trata casi de medio equipo) pueden influir en un partido de manera decisiva. Eran dos hace unas décadas, después pasaron a tres. Pero ¿qué pensarán de tanta variedad los fanáticos de 1966? La pregunta es válida porque por aquel entonces en los mundiales no existía el banco de suplentes. Si se lesionaba un jugador, el equipo quedaba inevitablemente disminuido. En aquella Copa del Mundo a Portugal le alcanzó con moler a patadas a Pelé para sacarlo del torneo y, de paso, ganarle el partido al bicampeón Brasil. El primer cambio de jugadores se dio también en el Mundial 70, en el mismo partido de la primera amarilla.
Que el fútbol no es estático lo demuestran esos ajustes que hoy van de suyo (como, para bien o para mal, irán de suyo los de hoy), pero también símbolos que creemos eternos como el agua y el aire. ¿Hay algo más emblemático, por ejemplo, que la propia camiseta de Brasil? Bueno, la verdeamarela, –según descubro en un adictivo libro reciente, el Atlas mundial de camisetas– solo se empezó a utilizar en el Mundial de 1954. Hasta entonces la remera brasileña había sido blanca con cuello y rebordes azules. Se entiende por qué cayó en desgracia: al trauma del Maracanazo había que exorcizarlo sin contemplaciones.
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