El francés, sapristi!
En el ensimismado viaje al que invita un libro, hoy se pueden poner balizas y estacionar cada vez que uno quiera o precise
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Excepto por un amplio vocabulario de ballet y algunas palabras de bolsillo para la supervivencia del viajero (salut, merci, s’il vous plaît, combien ça fait, magnifique!), me declaro inhábil para hablar y comprender el francés. El grado de incapacidad es tal que no me deja disimular la vergüenza que me causa, sorda como una tapia, pronunciar la más mínima frase. En un rapto de arrojo, podría recitar el estribillo de un tema de Benjamin Biolay, pero no creo que sea apropiado ir por la vida cantando, así como así, “Folle pour toi” –al menos este mes, podría aprovecharme de la letra de la “La ballade du mois de juin”, que el desaliñado galán hacía a dúo con Chiara Mastroianni–. De cualquier modo, la peor parte la llevo como lectora.
La confesión no es gratuita, viene a cuento de que recurrentemente pienso hasta qué punto la dependencia de internet y de los teléfonos nos cambió entre otros tantísimos hábitos el de la lectura. Sin renegar del avance, para nada, no termina de llamarme la atención lo arcaica que sonaría aquella antipática instrucción que pronunciaban los padres: “¡Andá a buscarlo al diccionario!” o “Fijate en el atlas” (en el fondo, me encantaba que me dieran la excusa para desplegar los mapas que se guardaban en el último estante de la biblioteca). En el ensimismado viaje al que invita un libro, hoy se pueden poner balizas y estacionar cada vez que uno quiera o precise y, sin levantarse de la cama o el sofá, a puro traqueteo de pulgares, buscar dónde queda Grand Isle o qué quiere decir Allez vous-en! Sapristi! (ya querrán saberlo).
Fui y vine con esta idea y el traductor abierto en una ventana del iPhone mientras me deleitaba con El despertar, de Kate Chopin (1850-1904), autora de origen francés e irlandés, destacada de la literatura estadounidense en la segunda mitad del siglo XIX. La solapa apostilla también que una prematura viudez dio un vuelco en su vida, abandonando el rol de ama de casa y convirtiéndose en la talentosa escritora que fue. Luego, el mismo despertar enrostra sin proponérselo –por si hiciera falta– lo que era el feminismo hace más de 120 años, como que la “madre abandónica” –tan en boga en la literatura y el cine de hoy– no es cosa de anteayer. Su novela, de 1899, escandalizó a la sociedad sureña por abordar el tema del adulterio. Sin una sola escena de sexo y con gran sensibilidad exhibe, sin embargo, un desnudo completo: el de la psicología de Edna Pontellier y su historia, tan sensual como el mar que visita cuando sale de Nueva Orleans, y que le “envuelve el cuerpo con un brazo tierno y firme”. Si tiramos del hilo la madeja trae el desdoblamiento entre la atracción y el amor, y los mandatos en pugna con una vida interior propia que aflora, incluso, ante los ojos del marido. “El señor Pontellier se preguntaba si su mujer no estaría un poco desequilibrada mentalmente. Podía ver claramente que no era ella misma. Es decir, no podía ver que se estaba convirtiendo en ella misma y que cada día dejaba de lado ese yo ficticio que asumimos como una prenda con la que aparecer ante el mundo”.
Cada capítulo resulta cinematográfico –busco y encuentro que sí, que una película de 1991 llevó el libro a la pantalla–. Y a las pocas páginas recurro a una tercera pestaña para seguir leyendo mientras escucho en Spotify el Impromptu favorito de Chopin que toca en el piano mademoiselle Reisz, uno de esos personajes secundarios que se aprecian tanto como a la protagonista. Tal vez porque encarna (y pregona) los dones que debe tener un artista: un alma valiente. “¡Valiente, ma foi! El alma que se atreve y desafía”.
Qué alegría que Mandolina, pequeña y mágica librería mía, me haya recomendado este rescate del sello Mármara, hermosa edición de tapas caracoladas que cabe entera entre el talón de la mano y la punta del dedo mayor. Con traducción (del inglés) de Flavia Pittella, conserva, claro, las frases originales en francés. Por suerte existe Google Translate, que ahora funciona hasta en quechua. Sapristi!, diría Tintín.
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