El flautista del valle de los siete colores
El Cóndor pasa… y el auditorio era pura nostalgia al reconocer en las primeras notas del sikus esa melodía entrañable que Simon & Garfunkel habían eternizado a comienzos de los 70 junto a “Mrs. Robinson”, “The boxer”, “Los sonidos del silencio” y otros títulos memorables en uno de los álbumes más legendarios de la historia. El Cóndor pasa y el público suspiraba ante ese clásico favorito, la tonada de los Andes más famosa de todos los tiempos en la interpretación de Uña Ramos atravesando el escenario de la Filarmónica de Berlín, solo, como una aparición, como un duende ese hombre pequeño de vaporosa melena gris, larga hasta la cintura, vestido completamente de blanco.
La visita que recibí de mi amigo Wolfram Arton evoca esta imagen que se repetía cada invierno en la sala de Potsdamer Platz. El manager, empresario y productor que durante dieciséis intensos años, organizó las giras y grabaciones de Uña en Alemania, ha llegado a la Argentina para participar con su testimonio y un importante archivo, de la producción del documental que el marplatense Javier García le dedica al músico jujeño, quenista virtuoso, célebre en las tournées junto a Paul Simon, compositor y luthier de instrumentos andinos que puso en su arte y estética una seriedad y una dignidad tan característica que lo elevó por encima de cualquier cliché folklórico, los bailes, colores y ritmos del carnavalito.
En aquellos conciertos berlineses que a la distancia se vuelven irreales, Uña hilvanaba las melodías en una fascinante sucesión de leyendas que narraba con voz profunda, en castellano y en francés, el idioma que había adoptado tras décadas viviendo con su mujer escritora en un pueblito de Francia, como ciudadano del mundo reafirmando el orgullo de su identidad india. “El orgullo de mi cara, de mi pelo y de mi origen quechua –decía con sabiduría pródiga y personalidad encantadora, con los ojos entrecerrados y una enorme sonrisa–, que me ha llevado a recorrer el mundo, a donde quiera que vaya, diferente de los demás”. Contaba fábulas sobre los animales y los rituales del protector de los incas; sobre el origen de su familia, de una rama indígena y otra asiática de pastores mongoles y siberianos; sobre las invenciones de la tierra y del sol, del amanecer y del ocaso, de una puerta imaginaria que dividía el mundo de los dioses del de los hombres ordinarios, como un rayo de luz en la montaña, testimonio de una civilización perdida.
Pero de nada hablaba con tanta devoción como de la Quebrada de Humahuaca, del valle del Cerro de los siete colores donde nació y se esparcieron sus cenizas, entre áridos e imponentes paisajes donde habitan las vicuñas y custodian los cóndores la primavera larga con el perfume de los naranjos. “Porque nací en ese lugar que me hizo sentir grande —repetía—, grande de la cabeza porque ser un hijo de Humahuaca donde el cielo es azul, se siente así de diferente, donde el viento, el olor de la tierra y los colores de la montaña después de la lluvia no se olvidan.”
Los conciertos de Uña tenían en el aura la sobriedad de los vientos, el público embelesado, la de la naturaleza que le dictaba las armonías y una mezcla en el sonido áspero, entre dulce y austero de las quenas que aprendió a construir en el monte. ¡Qué locura! le decían cuando dejó la Argentina para lanzarse al mundo. “En 1991—recapitulaba Wolfram en las conversaciones de estos días— organicé el primero de tantísimos conciertos. Celebramos juntos un Año Nuevo. Nos subimos al tejado de la Weinhaus Huth, la única casa de Potsdamer Plazt en el Ost-Berlin que permanecía en pie tras la Segunda Guerra, a contemplar la Filarmónica y soñar en esas noches frías un futuro feliz”.
Ha cambiado el mundo pero no las montañas a las que regresaron sus restos. Hacía tiempo que no recordaba su figura ni escuchaba su música tan sincera. ¡Mensajero de gratas memorias, el altivo cóndor que pasa!
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