El final creativo de Van Gogh: un pintor compulsivo que murió entre cipreses
Dos de los museos más importantes del mundo retratan la última etapa del artista: en sus últimos meses realizó 124 obras y demostró su obsesión por este árbol
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AMSTERDAM/NUEVA YORK.- En los dos últimos meses de su vida, Vincent van Gogh (1853-1890) realizó 74 cuadros y unos 50 dibujos durante su estancia en la localidad francesa de Auvers-sur-Oise. Es un asombroso promedio de casi dos obras diarias, entre ellas, Trigal con cuervos o Retrato del doctor Gachet. En esa localidad, situada a unos 25 kilómetros de París, se disparó en el pecho con una pistola el 27 de julio. Fue en esta etapa cuando también centró parte de su atención en los cipreses. Ese árbol “con forma de obelisco egipcio”, como lo definió en una carta a su hermano Theo, que en el universo católico remite a camposantos y en el Mediterráneo a paisajes de postal, se convirtió en una obsesión sobre la que pronto se abatieron las sombras.
Falleció el día 29, a los 37 años, y este periodo ha sido estudiado a fondo desde el punto de vista de su psicosis y el corte de su oreja, ocurrido un poco antes. Ahora coinciden en el tiempo, aunque no en el lugar, dos exposiciones que se centran en la obra que produjo en ese tiempo. En el museo del artista en Ámsterdam se reúnen por primera vez lienzos de sus días en la ciudad francesa y en el Met de Nueva York las telas en las que imprimió su obsesión por los cipreses. Dos maneras de recordar su trágico final.
El frenesí creativo truncado por un disparo
No se había dedicado una retrospectiva a una etapa crucial iniciada con esperanza en un enclave visitado por pintores como Corot, Cezanne o Pissarro, que acaba en tragedia. Titulada sin rodeos Van Gogh en Auvers: sus últimos meses, el museo del artista en Ámsterdam reúne por primera vez hasta el 3 de septiembre unos lienzos con casas, flores, paisajes y algunas efigies concluidos en un frenesí creativo truncado por un tiro en los mismos campos que tanto le habían inspirado. El esfuerzo ha sido posible con la colaboración del Museo d’Orsay, de París, que recogerá el testigo el próximo octubre.
Van Gogh llegó a Auvers en mayo de 1890 procedente del hospital psiquiátrico de Saint-Rémy-de-Provence, al sur de Francia. Mientras estuvo internado, los periodos buenos se alternaron con crisis terribles en las que intentó envenenarse en dos ocasiones. Al mismo tiempo, su obra empieza a despegar entre los críticos. “Uno de ellos, Albert Aurier, lo puso por las nubes diciendo que era el heredero de los maestros antiguos holandeses”, señala Wouter van der Veen, investigador experto en el artista. Aurier publicó su artículo en enero de 1890 en la revista Mercure de France y se refiere a la obra de Van Gogh en estos términos: “La vehemente pasión de sus dibujos y colorido no basta para explicar su profundo, complejo y distintivo arte”. El pintor le dio las gracias en una carta, adquirida por su museo en 2019, donde asegura que encuentra sus propios cuadros “renovados, mejor de lo que son en realidad, más valiosos y con más sentido”, tras haber leído la reseña.
Después de hablar con Theo, su hermano y principal valedor, y cuando ya se siente mejor, Van Gogh se pone en manos del doctor Paul-Ferdinand Gachet, especializado en enfermedades nerviosas. El médico era también mecenas y pintor aficionado, y a su casa en Auvers acudían artistas que luego formaron parte del Impresionismo. Al viajero holandés le gusta la localidad y, muy recuperado, juega con tonos azules y verdes y pinta mucho y muy deprisa. “Se formó una comunidad creativa en la que había europeos, estadounidenses y hasta un cubano, y Van Gogh quiere demostrar su valía en ese entorno. El grabador español Nicolás Martínez de Valdivieso almorzó varias veces con él en su hospedaje, la Posada Ravoux”, sigue explicando el experto. Su buen ánimo se refleja en las primeras obras abordadas, que alternan las vistas de la localidad, castaños en flor y barcazas en el río Oise, con retratos como el de Adeline Ravoux, la hija del dueño del establecimiento. En varios lienzos puede verse, a lo lejos, la iglesia que haría famosa bajo un cielo azul cobalto.
El templo fue construido en el siglo XIII, y en la composición aparece envuelto en reflejos violeta. “A la izquierda del espectador vemos una campesina con una toca parecida a las que llevaban las holandesas de Brabante, donde él había nacido. El uso del color es llamativo y hay cuadros muy famosos de esta última época y otros poco conocidos, y gran parte están en Estados Unidos”, explica Nienke Bakker, conservadora senior de pinturas de la pinacoteca de Ámsterdam. La vista de la iglesia ha sido cedida, junto con otras siete, por el Museo d’Orsay, y destaca el Retrato del doctor Gachet. Sentado y con la cabeza apoyada en un mano, la expresión melancólica del modelo va más allá del ejercicio de estilo. “El pintor quería reflejar ‘el alma rota de nuestro tiempo’ y se sentía identificado en sus depresiones con el facultativo, que era viudo”, añade. Esta es una segunda versión que pertenecía a Gachet mismo, cuya familia la legó al Estado francés. La primera versión fue subastada en 1990 en Estados Unidos y adquirida por 82,5 millones de dólares por el hombre de negocios japonés Ryoei Saito. Desde su muerte, se desconoce la identidad de los nuevos dueños. En Auvers, Van Gogh solo firmó el retrato de la niña Ravoux, y Bakker indica que lo hacía con su nombre por razones prácticas. “Siempre escribían mal su apellido. No parece que quisiera igualarse a maestros como Rembrandt [Van Rijn]”.
El ritmo de producción de Van Gogh sería tal entre mayo y junio de 1890, que dejaba un lienzo para que se secara y salía veloz al campo para seguir pintando. Rodeado por los 50 cuadros y cerca de 30 dibujos colgados ahora en Ámsterdam, el experto Van der Veen admite sentirse “en la gloria y un poco abrumado” ante los préstamos de museos y colecciones privadas que han hecho posible la muestra. Las obras que no pertenecen a la sala holandesa han llegado de Austria, Finlandia, Francia, Suecia, Reino Unido, Suiza y Estados Unidos, y la familia Gachet fue decisiva para conservar buena parte de esta producción. Durante el funeral del pintor, su cuarto en la pensión Ravoux estaba lleno de cuadros y Theo le dijo a sus conocidos que tomaran los que quisieran. El médico eligió 27, y puede parecer que se aprovechó, “pero mantuvo junta la colección y afianzó la reputación de Vincent porque otros artistas visitaban su casa”, asegura. “Aunque la familia Gachet vendió algunas piezas, no pidió por ellas precios excesivos. Después, legaron 17 al Estado francés, y creo que su aportación a la fama de Van Gogh no se ha valorado bien”.
Los cielos abiertos y las mañanas luminosas del principio se van oscureciendo y una visita de Van Gogh a su hermano, en París, será el punto de inflexión que precipitará su final. Fue el 6 de Julio, y Theo y su esposa, Jo Bonger, acababan de tener un hijo. Theo estaba enfermo (murió apenas seis meses después) y las cosas no le iban bien como marchante de arte. Preocupado por su futuro, encima perdió un socio con el que esperaba establecer un negocio propio. “Vincent no percibía las necesidades de los demás y no entendió esas tensiones. Es arrastrado por un torbellino emocional y cree que él es el problema porque depende de la ayuda fraterna”, sigue el mismo estudioso. Su serie de cuadros panorámicos —hay 10 en la muestra— refleja la rápida caída en la depresión. “Pinta en momentos de gran vida y bullicio, en plena cosecha, pero sus campos están vacíos. Hay también una vista del Ayuntamiento el 14 de julio, la fiesta nacional francesa, y su plaza está desierta”.
El desenlace llega cuando estaba ocupado con unas raíces de acacia en el camino hacia la posada Ravoux. En 2020, Van der Veen encontró una postal del lugar exacto en el sendero entre la colección de un vecino de Auvers: en blanco y negro, acompaña ahora al cuadro que dejó inacabado. La bala que se disparó en el pecho no podía extraerse, y el pintor pidió que le dejaran morir en paz. Theo lo abrazó hasta el último suspiro y el doctor Gachet hizo unos dibujos del rostro de Vincent en su lecho de muerte, incluidos en la muestra. En Auvers, el dueño del terreno donde todavía sobresalen las mismas raíces ha puesto una valla para frenar a los turistas.
La obsesión con los árboles con forma de obelisco
Los dos últimos años de su vida, Van Gogh desarrolló una especial querencia por los cipreses como motivo pictórico. Los cipreses de Van Gogh, una exposición monográfica del Museo Metropolitano de Nueva York (Met), reúne todas las obras del pintor holandés que representan el espigado árbol, la figura flamígera y casi espiritual que inspiró al artista decenas de cuadros y dibujos. Junto con una amplia selección de cartas, reveladoras de su proceso creativo y a la vez de los demonios que le consumían, las aproximadamente 40 obras que componen la muestra podrán verse en la galería 199 del MET hasta el 27 de agosto.
Los cipreses de Van Gogh es una exposición emocionante e íntima, incluso dolorosa: de los primeros lienzos pintados a su llegada a Arlés (Francia) en 1888, en los que los cipreses aparecen en segundo término de naturalezas vivas, con árboles cuajados de frutos y campos en flor, hasta los últimos cuadros, en los que el día da paso a la noche o a densos nubarrones (como el Paisaje bajo cielos turbulentos, de abril de 1889, colección privada), la evolución del estado de ánimo y de la inspiración del artista se desarrolla en un recorrido dramático, que va del color al trazo negro, de la luz al crepúsculo.
“Esta exposición es un sueño hecho realidad”, explica Max Hollein, director del Met. “Con motivo del 170º aniversario del nacimiento de Van Gogh, reúne obras que ofrecen tanto una visión general como una aproximación íntima a su proceso creativo”. La yuxtaposición de cuadros célebres con dibujos y cartas ilustradas —muchos de ellos rara vez expuestos juntos— ofrece un contexto diferente sobre el maestro posimpresionista, víctima de una existencia convulsa ajena a la gloria y la fama.
Tras dos años en París, el pintor de los girasoles llegó al “glorioso sur” de la Provenza en febrero de 1888, con la idea de atraer a otros artistas y formar una comunidad de intereses; de hecho, su amigo Paul Gauguin le visitó ese otoño de 1888, conviviendo durante nueve semanas turbulentas hasta el violento episodio de diciembre, que terminó con la oreja seccionada del holandés. En febrero de 1888 arrancaba pues un periodo de intensa producción, de 15 meses ininterrumpidos y jalonado por dos obras cumbre, ambas de 1889, el año anterior a su muerte. Se trata de Noche estrellada, que pertenece al Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMa, en sus siglas inglesas), y Campo de trigo con ciprés, propiedad del Met, dos cuadros celebérrimos que no se reunían desde 1901. Son las piezas centrales de la muestra, acompañadas de óleos, acuarelas y dibujos, algunos de ellos inéditos para el gran público.
La comprensión del padecimiento que consumió esos dos años a Van Gogh reside en los detalles. Tanto, que la comisaria de la muestra, Susan Alyson Stein, ha contado con la colaboración de una treintena de galerías y coleccionistas para armar la muestra. Es una exposición de las que hacen época, o cuando un hito en una generación, dicen los responsables del museo, ya que académicamente deshace clichés sobre la carrera pictórica del holandés. “Para hallar el verdadero carácter de las cosas, tienes que mirarlas y pintarlas durante un largo tiempo”, escribió en otra carta a Theo, que era marchante, sobre su fijación con los cipreses, en una dialéctica constante entre la observación y la reflexión. Desde que pisó Arlés, el pintor exploró el potencial de introducir esa “interesante nota oscura” (el ciprés) en paisajes inundados de luz, como el contraste de su propia existencia.
“Siempre se ha pensado que descubrió los cipreses tras su estancia en el manicomio, que eso fue lo que alimentó su imaginación y que más o menos había ignorado el motivo más llamativo de la Provenza antes de llegar allí. Pero no es el caso”, ha explicado la comisaria. Meses antes de ese primer ingreso, en junio de 1889, los cipreses ya habían llamado su atención. Eran esa nota oscura, cada vez más presente, en un universo de luz y color, la Provenza. Van Gogh encontró en Arlés la fuerza de la naturaleza que buscaba, con el contrapunto oscuro de los cipreses como alardes de introspección en medio del derroche de color.
Los cipreses se colaron por primera vez en su obra en un dibujo de marzo de 1888, el hito a partir del cual se estructura la exposición, dividida en tres partes. La primera, titulada Las raíces de su invención, recoge la obra producida en Arlés entre febrero de 1888 y mayo de 1889: es la más colorida, la del descubrimiento de un paisaje vivaz en comparación con las planicies y los sauces llorones de los Países Bajos (que retoma postreramente en Recuerdos de Brabante, pintado entre marzo y abril de 1890). Tras esa primera aparición como personajes secundarios, los cipreses cobraron protagonismo en sus pinceles entre mayo y septiembre de 1889, una etapa marcada por su empeoramiento físico y mental que la muestra titula La forja de un motivo emblemático y sitúa en Saint-Rémy. La pérdida de la oreja en un confuso incidente con Gauguin en diciembre de 1888 le había llevado al hospital psiquiátrico de esa localidad, donde siguió creando de puertas para adentro. En la tercera etapa, con entradas y salidas de la institución y enfermizos paseos por el campo, entre octubre de 1889 y mayo de 1890, surgieron tres obras maestras: las citadas Noche estrellada, Campo de trigo con ciprés y el monumental Cipreses, con protagonismo absoluto de los árboles.
En esa etapa final, en el hospicio, Van Gogh cierra el círculo y recrea un enorme ciprés en un trigal bajo una media luna y una estrella. Dos obras de mayo, Paseo al crepúsculo y Un camino rural en Provenza, nocturno, se convierten en su testamento artístico. Aun recluido entre cuatro paredes, pinta, recuerda y cita a los árboles en sus cartas como si fueran seres vivos. “Me asombra que nadie los haya pintado tal y como yo los veo”, escribe a su hermano Theo en una de sus últimas cartas. Desde el hechizo inicial ante esos árboles “altos y oscuros”, su pintura pareció agarrarse a la verticalidad de los cipreses para apuntalar una personalidad cada vez más quebrada. El ciprés como metáfora: un estandarte, pero también una nota necrológica. Como reportó un obituario local, el paso del ataúd que contenía sus restos “desapareció entre filas de cipreses y enormes girasoles” el día 30 de julio de 1890.
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