El fin de la intimidad
“Al fin revisé las cajas viejas de mi mamá, las cosas del asilo. Escucha esto –lee–: “Dime, ¿qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida? Mary Oliver. ¿Conoces a Mary Oliver?” Annette Bening repara en una de las frases más famosas de la poeta estadounidense durante una conversación con Jodie Foster, al borde de la mesada de la cocina, en una escena al principio de Nyad, la película biográfica que cuenta la historia de una perseverante nadadora de aguas abiertas que después de los sesenta años, y tras varios intentos, cumple su máximo objetivo: cruzar desde Cuba hasta Florida sin una jaula de protección contra tiburones. No le pregunta a su amiga ¿Quién creó al mundo?/¿Quién hizo al cisne, y al oso negro?/¿Quién dio forma al saltamontes? Ni siquiera repara en la línea inmediatamente anterior al verso en cuestión, que remata el poema El día de verano, esa otra que dice ¿No es verdad que todo al final se muere, y tan pronto? Melenita blanca y Premio Pultizer, Oliver, que murió hace cinco años, también divide aguas entre los lectores. Aunque sus detractores crean que la suya es poesía para mindfulness, como muchos otros yo levanto la mano a favor, ferviente desde esta orilla, y celebro el rescate que hubo de su obra en el último tiempo, de su forma de ver la naturaleza, de esa capacidad para “sorprenderse y contarlo” que pide en sus instrucciones.
Pero, en verdad, ese momento de la película –que este domingo podría darle un Oscar a cualquiera de estas dos actrices gigantes que encarnan a la deportista (Bening) y a la entrenadora (Foster)– me devuelve a otra pregunta que, sin respuesta certera, llevo haciéndome y haciéndole a mis cercanos hace días. Es sobre el fin de la intimidad. Así como Nyad se tomó su tiempo y revisó las pertenencias de su madre, sin plena consciencia del acto traje de la casa de mi hermana mayor una bolsa grande y verde que anda circulando en el más estrecho núcleo familiar con papeles, fotografías, pequeños objetos (un par de anteojos roto, estampitas de comuniones varias, visores para diapositivas) que fueron de nuestros padres. Un aquelarre también de épocas: hay retratos en blanco y negro con parientes que no recuerdo siquiera haber conocido y otros a todo color donde aparece hasta mi propia hija; un arco de casi un siglo los separa. Y entre tanto que se pasa de la pila de la izquierda a la de la derecha con curiosidad, sonrisa de buenos recuerdos y un poco de vergüenza ajena, aparece un sobre Manila que del lado de afuera dice simplemente “Berto”. Contiene las cartas que papá le enviaba a mamá cuando, a pesar de la proximidad que supone habitar una misma casa, percibía un abismo de distancia entre los dos. Metafóricamente, me distrae un detalle: cuán lejos debería sentirse para escribirle en papel de avión con sello de “vía aérea”. Y qué cerca, en cambio, cuando le hace un avioncito de papel plegado, ultrasofisticado, y le pone en el fuselaje: Fly Me to the Moon.
¿Podía leer esas viejas cartas, que por supuesto no eran para mí, amparada en que ninguno, remitente y destinatario, están vivos hace tiempo –un tiempo que nunca termina de ser suficientemente corto ni largo–? ¿La intimidad –su intimidad– forma parte del legado involuntario que uno va construyendo mientras la vida transcurre?
“Berto” –mi papá– adoraba a Clint Eastwood, tal vez por eso me detuve en una observación que hizo una amiga, cuando le trasladé la duda moral detrás del acto de profanar esta herencia sentimental. “El cine (y la literatura) –me dice– trató varias veces este tema. Como en Los puentes de Madison, donde los hijos de la protagonista (Meryl Streep) descubren los secretos de su madre, ya fallecida, a través de la lectura de sus diarios”. Buscaré más ejemplos en los libros, hasta encontrar una respuesta que me resulte convincente. Mientras tanto, aviso a mis hermanos por ese otro correo del siglo XXI que es el chat, que del botín de la bolsa verde me quedaré con la correspondencia. Sin preguntas, no recibo tampoco ninguna objeción.
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