El fantasma de Lampedusa
La nueva novela de Vlady Kociancich, Amores sicilianos (Seix Barral), retoma los santos y señas de su literatura: la pasión por los viajes, la exploración de lo cotidiano, la trama policial. En esta entrevista habla del origen de este relato, trabajado a dos orillas entre Sicilia y Buenos Aires, en el que rinde homenaje al autor de El Gatopardo
En algún rincón de sus diarios Kafka confesaba su sueño de habitar un sótano donde poder dedicar todo su tiempo a la escritura, tiempo que sólo podría ser interrumpido por la comida que alguien dejaría ante su puerta. Un reducto así debería ser oscuro, húmedo, subsidiario. Pero aquí no hay nada de ese insalubre mito romántico teñido de modernidad. La computadora -con su impresora, la infinidad de enchufes que se conectan a una zapatilla de milagros eléctricos- se encuentra contra una pared, a pasos de donde se desarrolla la entrevista. Punto sensible del lar, domina el living. Y no carece de lógica que sea así porque Vlady Kociancich, la dueña de casa, es, y se le nota, una de esas escritoras que disfrutan con el ejercicio de su arte, que descree del transitado tópico del narrador torturado.
Su nueva novela acaba de aparecer y, a pesar de la gripe pertinaz, su proverbial elegancia y entusiasmo resisten. Amores sicilianos (Seix Barral) recorre, siempre por nuevas vías, los santos y señas de su literatura: la pasión por las geografías y los viajes, la circunnavegación de los personajes, la exploración de lo cotidiano y del detalle, los misterios de la escritura, la trama policial.
En su novela anterior, El templo de las mujeres (1996), Grecia había sido el ancla para su trama. Sicilia es ahora la convocada, pero no, como ocurre en tantos autores, como sucedáneo de una guía turística. De hecho, Sicilia, es una excusa. Sicilia es todos los lugares y sobre todo, en ese viaje iniciático que emprende la escritora Julia Rossi, el sitio donde se esconde sin saberlo el secreto de una vida. Sicilia habla un lenguaje ajeno y centenario, pero también comparte otros lenguajes -el del crimen, claro, el del engaño, el del silencio- que reenvían a una Argentina que se va develando página a página, una Argentina donde campean las formas ominosas de la corrupción y una rara forma de omertá, donde los personajes están solos, muy solos y esperan.
Kociancich cuenta que Amores sicilianos tiene como punto de partida su experiencia. Como su propio personaje, que viaja contratada para escribir un volumen sobre Giovanni Tomasi de Lampedusa, ella también viajó (aunque por cuenta propia) para escribir sobre autores originarios de la isla. De modo inesperado, aquel proyecto terminó convirtiéndose en novela. "Quería escribir sobre Pirandello, Sciascia, Bufalino, Lampedusa. Todos grandes escritores que yo sentía muy afines a la Argentina, los dos primeros sobre todo. No sabría explicar por qué los sicilianos han tenido más influencia en nuestro país que otros escritores italianos. En todo caso yo recién ahora reconozco la influencia que tuvo en mí Pirandello: el tema del desdoblamiento, el teatro dentro del teatro y también ese movimiento pendular de la comedia a la tragedia, los momentos exacerbados que podríamos llamar grotescos."
Los escritores sicilianos bordan, entonces, el revés del tapiz. Ahí está la bella frase de Luigi Pirandello que oficia de epígrafe, ahí la trama compleja que recuerda a cierto Sciascia. Pero si un fantasma declarado atraviesa la novela es el de Lampedusa, tal vez el menos "argentino", por así decirlo, de los sicilianos. El escritor secreto que, poco antes de morir, recibió la célebre carta de Elio Vittorini, autor faro de la posguerra y editor, que rechazaba su novela. El escritor que, como recuerda Kociancich, por obra y arte de Luchino Visconti, es considerado hoy un nostálgico y no el satírico profundo que fue.
Con la marca de agua de ese angel protector, con fondo de los palacios y los paisajes que Lampedusa habitó, Amores sicilianos cumple la proeza de no hablar, cuando la acción transcurre en Sicilia, de mafias.
"Ese es un estereotipo que quise romper -explica Kociancich-. La historia de Sicilia es riquísima, con muchos estratos, y con la rara cualidad de que todos esos estratos son visibles. Está la historia del mundo amontonada y en ruinas. Nada se pierde, pero todo está como disperso, una cosa arriba de la otra. Uno encuentra palacios abandonados, otros semihabitados, pero nada se derrumba, nada se tira. Se van levantando capas, capas de historia, y eso produce un efecto fascinante."
Lo que sí se encuentra, lo que no se evita, es la importancia consustancial, para esa cultura, del silencio. Y el silencio, se sabe, puede ser sinónimo de secreto. "Escritores como Lampedusa, hombres con profunda pasión por la literatura, tenían también la pasión del silencio. Y por eso quise que Amores sicilianos fuera una metáfora de Sicilia en nuestro país o en cualquier país, donde los individuos -puesto que es una novela- se ven atrapados en esa maquinaria del engaño y de la extorsión y al mismo tiempo de la frivolidad, donde queda muy poco oxígeno para lo que son las buenas intenciones y los buenos amores. Sicilia como isla, como esa movimiento pendular entre el infierno y el paraíso, la belleza del paisaje y al mismo tiempo el horror en la belleza."
¿Cuál sería entonces esa cara de Sicilia en la Argentina? Ocho años después de aquel periplo iniciático, Julia Rossi encuentra su cuaderno del viaje por la isla y, a partir de esos apuntes, recuerda: la extraña historia de una triple herencia inesperada e inverosímil, la muerte de su padre, la trama de amor adulta con su amigo de infancia Fenner, sus propios inicios como escritora, a su marido de entonces, Cavani.
El núcleo de la historia, centrada en la Buenos Aires de los noventa, se empapa entonces de conceptos de latitudes mediterráneas. En este juego de luces y reflejos, entre la Sicilia bella, luminosa, siempre distante, y la Buenos Aires sospechosa y cercana, se construye un rompecabezas de reminiscencias policiales, que es también una historia intimista de amor, el retrato oblicuo de una época y la indagación de los orígenes. Kociancich, admiradora de P. D. James, reconoce que, a diferencia de la escritora británica, para darle a su novela un aire de crónica policial no necesitó acudir a archivos de ninguna clase. Le bastaron los diarios, los noticieros, el tráfago aplastante de la información. Y que después la novela se fue construyendo, más allá de esa columna vertebral, alrededor de los detalles, de los inefables personajes secundarios, como el editor Sanz o el abogado Osorio porque "una novela es en el fondo un catálogo de pormenores. Lo que uno recuerda son los detalles, no grandes frases para citar, que es algo que queda para la poesía".
Los diversos textos -el cuaderno de Julia, los archivos de Fenner, el último monólogo de Osorio- que le prodigan a la novela su singular velocidad no apuntan a resaltar tanto las formas de escritura, asegura Kociancich, como la profundidad y ambigua claridad que otorgan los puntos de vista. "Quise darle tiempos y tonos distintos para que los relatos de cada uno de los protagonistas fuera el propio, porque lo que importa es cómo ven las cosas los personajes, no qúe ven. Porque al fin de cuentas todos ven lo mismo, pero cada uno de los individuos tiene una manera diferente de ver y necesariamente tiene que tener una manera distinta de contarlo."
Aunque había publicado hace pocos años el libro de cuentos Cuando leas esta carta (hay que destacar a Kociancich como una de las pocas cultoras constantes de un género tan vilipendiado en la Argentina de hoy), la escritora se toma su tiempo con las novelas, lejos de la frenética carrera editorial. Amores sicilianos, sin embargo, no le llevó tanto tiempo. No, al menos, los ocho años que la separan de El templo de las mujeres. Aunque asegura que como cualquiera, los escritores, torturados o no, en cuartos oscuros o salas diáfanas, inevitablemente sufrieron el desconsuelo, la parálisis de la crisis: "La idea de que el dolor ennoblece, que el dolor enseña es una de las peores frivolidades que se pueden inventar. La pena, el sufrimiento, sólo llevan a perder el tiempo, a cortar posibilidades, a destruir, como siempre, a los más débiles. La vida no debe ser una forma de supervivencia".
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