De Zama a La novela de Perón y de Ema, la cautiva a La revolución es un sueño eterno, un manojo de obras capitales da cuenta de que las ficciones históricas no son un capítulo menor de nuestra literatura
A nadie en su sano juicio se le ocurriría negar que obras como Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, o Yo, Claudio de Robert Graves, son novelas históricas de pleno derecho y, a la vez, dos exponentes de lo mejor de la literatura universal del siglo pasado. Que fueran además en su momento, como décadas más tarde El nombre de la rosa, de Umberto Eco, éxitos clamorosos de ventas y aún lo continúen siendo como long sellers –aquellos que se sostienen en el tiempo– es prácticamente anecdótico. Sin embargo la novela histórica no goza, por lo menos en estas costas, de demasiado prestigio.
Al contrario de otros géneros de la cultura de masas como la novela policial, el fantástico o la ciencia ficción, consagrados hace tiempo como literatura a secas, la novela histórica aún carga con ciertos prejuicios. Como si se tratara de una narrativa de escaso valor estético, cuando no un producto comercial de la maquinaria editorial destinado al entretenimiento o la divulgación, para consumo eventual de lectores poco exigentes. De allí que muchos autores que practican el género intenten desmarcarse de él.
Pero el estigma, además de falso, resulta cuanto menos paradójico en el caso de la literatura argentina, porque son históricas muchas de sus mejores novelas y el género está más o menos presente en un buen puñado de obras capitales. Sin ir más lejos, en un texto fundacional de difícil clasificación como el Facundo de Sarmiento, cuya inspiración, según los expertos, le debe mucho al escocés Walter Scott, el padre de la novela histórica moderna y a quien el sanjuanino admiraba.
En el caso de la literatura argentina, son históricas muchas de sus mejores novelas y el género está más o menos presente en un buen puñado de obras capitales
Walter Scott codificaría un tipo de novela en el que el pasado histórico deja de ser un simple escenario de la ficción o telón de fondo para convertirse en un elemento constitutivo de la trama, en la sustancia misma del relato. Y ese modelo en el que la historia documentada es la materia de la creación literaria ya funcionaba a todo vapor, por ejemplo, en una novela emblemática del modernismo rioplatense como La gloria de don Ramiro (1908), de Enrique Larreta, o en el ciclo que le dedicara Manuel Gálvez a la Guerra de la Triple Alianza con la trilogía Los caminos de la muerte (1928), Humaitá (1929) y Jornadas de agonía (1929).
Pero quizá las verdaderas maravillas del género surgen aquí bien entrado el siglo XX y son varias. Tantas que no hace falta indagar en formas híbridas que incorporan de manera simbólica mecanismos de la novela histórica –como Sobre héroes y tumbas (1961), de Ernesto Sabato, a propósito del cadáver de Lavalle y la gesta del "Manco Paz"– o que dialogan con el género –como Respiración artificial (1981), de Ricardo Piglia– para constatar que en los enigmas del pasado van cifrados también los del presente.
Una de esas maravillas sin duda es Zama(1956), del mendocino Antonio Di Benedetto, llevada a la pantalla grande en 2017 por Lucrecia Martel. Si la Historia la hacen los grandes hombres, como quería Carlyle y pretendía la historiografía moderna a partir del Romanticismo, uno de los recursos típicos del género es revisar el pasado a través de los ojos de un personaje anónimo, de un héroe modesto y sin atributos. Y eso es lo que hizo Di Benedetto con Diego de Zama, un oscuro y postergado funcionario de los confines de la colonia a finales del sigo XVIII, que sigue la pista de un forajido en la selva paraguaya, para hacer mérito ante la autoridad. Más que recrear una época y un escenario histórico concreto, Di Benedetto creó un mundo propio, tan onírico como real –y con él, también un lenguaje personalísimo, más atemporal que anacrónico, que daría alas a su escritura–. Y ese mundo histórico de Diego de Zama, de la mano de la extraordinaria densidad existencial con la que dotó al personaje, se convirtió con justicia en una suerte de símbolo del hipotecado destino latinoamericano de espera y postergación.
Algo similar ocurre con otra novela extraordinaria, Río de las congojas (1981), de una escritora y maestra jujeña llamada Libertad Demitrópulos. Como Di Benedetto, Demitrópulos construye un lenguaje completamente nuevo, con jergas, anacronismos y registros muy diversos, de un lirismo sobrecogedor y una implacable fuerza expresiva para revisar la historia de la conquista desde los ojos femeninos. En este sentido, la escritora jujeña, fallecida en 1998, fue una notable precursora de la saludable tendencia que domina la novela histórica argentina en las últimas décadas, la que cuestiona o pone en entredicho los presupuestos patriarcales de una Historia hasta no hace mucho contada únicamente por hombres, pero hecha también por mujeres. Río de las congojas narra la historia de María Muratore, una mujer indómita que desafía todo orden y jerarquía en un entorno salvaje para reivindicar la insumisa naturaleza del deseo. Se trata de una mujer como tantas de aquella época, pero cuyo relato permite contemplar los años de la refundación de Buenos Aires de Juan de Garay quizá de una manera más fidedigna.
Y a esta lista incipiente de escritores que echaron mano del género para consolidar un estilo propio inimitable se puede añadir a Juan José Saer, con títulos como El entenado (1983) y La ocasión (1987). En la primera, para muchos una de sus obras cumbre, el santafesino va incluso más allá de la novela histórica, porque convierte el relato de un grumete prisionero de los indios antropófagos colastiné en una suerte de tratado filosófico o indagación sobre el deseo.
Incluso autores de corte más vanguardista o experimental han transitado sin reparos por la novela histórica, porque la natural elasticidad del género también permite todo tipo de piruetas narrativas. Es el caso, por ejemplo, de César Aira con obras como Emma, la cautiva (1981) y Canto castrato (1984), entre otras, o de Alberto Laiseca con La hija de Keops (1989) y La mujer en la muralla (1990).
Lo cierto es que el género suele prosperar en tiempos convulsos y la versión alternativa o complementaria de la Historia que propone, siempre dice más sobre presente de la escritura que del pasado que de algún modo revisa. Y esa mirada crítica sobre el presente, a su vez, nunca escapa de lo político. Santa Evita (1995), de Tomás Eloy Martínez –que llegó una década después de La novela de Perón– es un caso paradigmático de esto. Entre otras cosas, porque en su provocadora deconstrucción del mito de Eva Duarte el autor, que se introducía a su vez en el relato para romper el efecto de ficción, supo reflejar como nadie el contenido político que, en aquellos años de neoliberalismo y menemismo, el mismo mito de Eva condensaba: las carencias, las injusticias y el anhelo de redención de buena parte de un pueblo maltratado.
Otro tanto sucede con una novela igualmente emblemática como La revolución es un sueño eterno (1987), de Andrés Rivera. El desengaño y la frustración de su protagonista, Juan José Castelli, el gran orador de la Revolución de Mayo que yace olvidado en sus últimos días, presa de un cáncer que paradójicamente le arrebata la voz, funciona como un amargo contrapunto a esa suerte de promesa rota de verdadero cambio económico y social que traería la democracia que se respiraba en el aire en los años de la hiperinflación.
En este sentido, quizá el verdadero cambio se produjo en el interior del género, sobre todo a partir de 1998 con la colección "Narrativas Históricas" que lanzara Luis Chitarroni en Sudamericana, porque el éxito comercial de aquella serie y de otras que surgieron facilitó la irrupción de una nueva generación de escritoras mujeres que se adueñaron saludablemente de la novela histórica. Y el foco de la mirada se desplazó, a la manera en que lo había hecho Demitrópulos. Ya no se trababa de reconstruir una Historia hecha y protagonizada por hombres, como apuntaba Rivera con El farmer (1996) a Juan Manuel de Rosas; sino de rescatar a las heroínas silenciadas o escamoteadas de la historia argentina, sin desdeñar en la operación el componente sentimental y emocional de la intrahistoria.
Novelas como Martina, montonera del Zonda (2000), de Mabel Pagano; Anita Gorostiaga, una mujer entre dos fuegos (2002), de Silvia Miguens; La patria de las mujeres (1999) y Conspiración contra Güemes (2002) o El general, el pintor y la dama (1996), de María Esther de Miguel, entre otras, han contribuido a la renovación del género desde un plano inédito hasta bien entrado el siglo XXI, que no por casualidad está en sintonía con el espíritu de la época: el empoderamiento femenino y la reivindicación de lo emocional. Algo que, por cierto, siempre ha hecho con un ojo crítico puesto en el presente la buena novela histórica o, mejor dicho, la literatura a secas.
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