El eterno enigma del cisne
Desde el día que Zeus descendió del Olimpo en forma de cisne y, escapándose de un águila, buscó cobijo en el regazo de la reina Leda, un mito se despliega o se repliega, exhibe su pompa o se camufla, aparece divino o terrenal, en todas las artes. El cisne es imagen, sonido, movimiento y palabra, figura esbelta y elegante, que con la pregunta de su cuello en “s” como un anzuelo captura la inspiración.
Silencioso llamador de musas, sin embargo, se cree que guarda entre sus plumas un instante de música sublime para el final de su vida: el “canto del cisne” que anuncia la muerte. La metáfora pasó de Platón a Aristóteles, de Virgilio a Ovidio, de Da Vinci a Shakespeare y Schubert, en notas sobre la más bella agonía, la del ave, hasta convertirse en refrán popular. Si hasta el diccionario de la Real Academia Española le guarda una definición a esa frase empleada para referirnos a “la última obra o actuación de alguien”. En la inagotable fuente de referencias clásicas, en blanco y negro, tiene su consagración la danza, con la miniatura coreográfica de Michel Fokine, sobre la partitura de Camille Saint Saëns de El carnaval de los animales. Nada como las piernas, los brazos y la espalda de una bailarina –la primera, Anna Pavlova, o Maya Plisetskaya, que lo hizo hasta los 71 años– para expresar la fragilidad de una muerte tan emblemática.
“¿Qué hay en el pájaro sagrado que no podemos atrapar?”. La curadora Solana Tixi deja abierta la respuesta en la exposición Neurocisne, con una docena y media de ideas voladas de la cabeza de artistas argentinos reunidos por primera vez en torno de un mismo lago impoluto: la nueva sede de MCMC Galería, sobre la calle Pagano, muy cerca de la Biblioteca Nacional. El rico imaginario del ave despega, por ejemplo, de un óleo de Nicolás García Uriburu, se esconde detrás del azul profundo de una geometría y cuelga como una máscara en el pico de una escultura que proyecta sobre el suelo la reconocible silueta. El recorrido es breve pero encantador y se detiene necesariamente en las curvas de un inconfundible trabajo de Elba Bairon, para celebrar, un poco más allá, la alegría del arte pop con las monas en tutú de Edgardo Giménez.
Espontáneamente, un momento de sinestesia se produce en el patio, un mediodía de esta semana, cuando el gris de las gotas de una pintura con nombre galáctico coincide con un chaparrón que pega contra el techo. El agua discurre también en la ambientación sonora, que sin proponérselo recuerda cuán musical puede ser una palabra de cuatro letras, swan. Ese es el título, además, que la artista Verónica Romano le puso al “busto” fragmentado de un cisne que ya no se hace más preguntas: tiene el cuello quebrado.
Figuras y abstracciones siguen brotando de la imaginación. Un cuento corto que el visitante recibe impreso al dorso de la hoja de ruta de la muestra comienza: “Las plumas que tengo en la boca son del cisne que me acabo de tragar”, y recuerda a los pájaros del libro de relatos de Samanta Schweblin (aquellos que comía la protagonista eran gorriones). De cierto modo, el encanto que producen estos animales que Tchaikovksy miraba de chico por la ventana de su casa de Vótkinsk pareciera no envejecer: se dice que su Lago de los cisnes suena cada cinco minutos en algún lugar del mundo. Un mito como el de la antigua Grecia cuando empezó todo.
Lo que en cambio se manifiesta como una verdad de pecho hinchado es la vigencia de ese poderoso imaginario que continúa alimentando las creaciones de hoy. El coreógrafo Jorge Amarante sigue agregando funciones a su relectura del emblemático ballet, que con mirada contemporánea despoja de cualquier sentido romántico al rapto de la doncella convertida en cisne y le adjudica otro carácter maléfico al lugar –antes llamado claro del bosque– donde se ultraja a las mujeres. Esa perversión no es la del viejo cuento de hadas; es el espejo de una sociedad complejamente actual.