El espejo de Larry David
Lo confieso: cada domingo, cuando empieza a atardecer, me pongo nerviosa. No, no es el clásico síndrome del fin del descanso y el avance de una nueva semana, con sus listas de obligaciones y pendientes. Es que ya sé cómo terminará esa jornada: siempre más tarde de lo previsto, inexorablemente pegada a la TV frente a un nuevo episodio de Curb Your Enthusiasm, la serie escrita y protagonizada por el inefable comediante Larry David, creador de Seinfeld, que este mes arrancó su temporada final, después de 24 años.
La causa de la ansiedad no es la expectativa por la trama -quienes hayan visto aquella otra sitcom de los años 90 sabrán que su autor es especialista en escribir acerca de “la nada”-, sino anticiparme a la estrepitosa cadena de barbaridades que aparecerá esa noche en la pantalla, de la cual ya sé que, con total impertinencia, me voy a reír. Pero no con una risita de esas gobernables; un jaja y aquí no ha pasado nada. ¡No! Me voy a reír a carcajada limpia, con lágrimas en los ojos y abdominales entumecidos, de todo lo escandaloso, provocador, desvergonzado y cancelable que este personaje, el más misántropo de la TV de nuestros tiempos, hará y dirá con inconcebible liviandad.
Curb Your Enthusiasm es, ante todo, una serie descarada, que sigue la cotidianeidad de David en una versión más o menos ficcional de su persona: un famoso guionista y productor que vive en Los Ángeles, tiene un manager y una comitiva de amigos relativamente estable -muchos de ellos también celebridades que se representan a sí mismas, desde Ted Danson a Richard Lewis-, con quienes juega al golf, va al cine o a comer y con los que cualquier escenario se vuelve terreno para el desastre gracias a su absoluta incorrección política.
Con una honestidad brutal que va in crescendo en cada temporada, fogoneada por los cambios sociales y una mayor sensibilidad colectiva hacia ciertas cuestiones, como el género o la raza, pero también por las excentricidades de los ricos de Hollywood, en cada episodio Larry David se las ingenia para hacernos avergonzar de nosotros mismos, de nuestras manías, de nuestros prejuicios y tabúes, de la hipocresía que se esconde detrás de ciertas amabilidades, como ir a una fiesta por compromiso o comprarle un regalo a un vecino solo porque después querremos tenerlo de nuestro lado ante alguna decisión consorcial.
Antes, la comicidad venía en colores -teníamos chistes verdes y humor negro-, hablaba con acentos, tenía matices y se colaba en todos los ambientes -cuentos de velorios, de alcoba, de salón-, pero de un tiempo a esta parte la convertimos en un payaso gris y monocorde, obligado a contener la risa cuando alguien tropieza aparatosamente en la calle por temor a recibir la cachetada de algún ofendido. En la piel de ese impresentable sin filtros, que dice y hace lo que siente, Larry David -como Ricky Gervais en sus presentaciones, o como hizo Julia Louis-Dreyfus en la finalizada serie Veep- defiende esa última trinchera del humor, polémica e irreverente, aunque nunca obscena.
Desde luego, la línea entre la comicidad y la ofensa es borrosa. Pero qué hubiera sido de nosotros sin La fiesta inolvidable (1968), por ejemplo, en la que todo el disparate es desatado por un torpe actor indio -encarnado por Peter Sellers, ¡un inglés, nada más ni nada menos!- que es invitado por error a una mansión donde hay alcohólicos, una banda de artistas rusos -interpretados por norteamericanos, desde luego- y hasta un elefante pintado. O sin Jerry Lewis, que hizo del tímido y con pocas luces una marca registrada. En nuestro país, muchos compusieron personajes de las colectividades: Pepe Biondi fue un gitano andaluz y Alfredo Casero una madre judía en Cha Cha Cha. Luis Landriscina, nacido en Chaco, hacía reír con sus cuentos de santiagueños.
El humor es el gran espejo del mundo, que lo devuelve todo. Solo que algunos son tan perfectos, que se miran en él y no ven nada. Ni siquiera un destello, ni el menor vestigio de sus miserias.