El efímero encanto de los piolas
Mi pupitre estaba en la frontera que separaba el territorio de los piolas del resto del mundo. En ese lugar aprendí que estar en el límite no te acerca al que está del otro lado, al contrario: sos el primer contraste visible, la evidencia escasamente tolerable de esa diferencia esencial que mantiene a unos y otros a distancia.
La piolada de la que yo, un poco extrañado, era objeto consistía en golpear el lóbulo de mi oreja con un impacto preciso. La clave era tensar a modo de catapulta el dedo índice con el pulgar, y luego descargar toda la fuerza de la extremidad oprimida contra esa inofensiva porción de mi cuerpo que, por algún motivo que yo desconocía, ellos despreciaban. Cuando eso sucedía yo me daba vuelta de inmediato, pero los piolas ya se habían esfumado. Porque era típico del piola materializarse un instante y al siguiente desvanecerse en la oscuridad, hacerse humo luego de perpetrar su piolada.
Sólo una vez alcancé a verles la cara. Fue una madrugada de invierno. Como se había cortado la luz en casa y no se podía prender la tele, me guié para salir por mi reloj biológico, que adelantaba una hora como mínimo. Tempranísimo, me fui acercando al colegio, que estaba envuelto en una bruma gris, muy común en el barrio, en una época en que el Abasto no era shopping ni mercado. Divisé un grupo inmóvil contemplando algo detrás de una puerta entreabierta. Me acerqué a ellos, y apunté la vista en la misma dirección: al final de una escalera yacía un hombre muerto, con el diario del día en la mano y el pijama puesto. Todos miraban el cadáver atónitos, pero yo en cambio rechacé la imagen y así, por accidente, fue como di con el rostro de los piolas. Ahí estaban, calladitos y tan frágiles, tratando de entender ese fenómeno nuevo de la muerte. Me sumé en comunión a su silencio. Fue una especie de tregua que terminó con el primer timbre de la mañana.
Con el tiempo les fui perdiendo el rastro a los piolas, y si alguna vez me llegó una noticia de alguno no fue precisamente edificante. De modo que me convencí de que a la larga la piolada no era bien retribuida, y de que la atención fugaz que el piola lograba no compensaba la vida intrascendente que su instante de gloria a costa del prójimo dejaba como saldo.
Pero los piolas han vuelto. La piolada se ha convertido en el valor máximo al que parece aspirar una marca. Los fideos son piolas, los autos, los servicios de Internet, las tarjetas de crédito, incluso las entidades financieras. Por alguna razón que se me escapa, ese afán ligeramente idiota por causar un impacto olvidable que caracterizaba a los piolas de mi adolescencia está de regreso. La pantalla de televisión nos azota con yogures divertidos, limpiadores cancheros, excitantes papas fritas. Entonces me pregunto si el alboroto no será un recurso de los piolas para distraerse de sí mismos, para vaciar de sus cabezas la vista del vecino del colegio. Es más, quizá no hay error de marketing y en realidad no quieren vendernos nada; sólo quieren olvidarse de que todos vamos a protagonizar nuestro espectáculo efímero, todos vamos a morir una madrugada cualquiera con el diario en la mano y el pijama puesto.
El autor es cineasta
lanacionar