El don de nombrar lo misterioso
El lunes último murió Joaquín Giannuzzi, uno de los poetas más destacados de la Argentina. Formó parte de la rica generación de los años 40. Al lirismo de sus primeros poemas, le sucedió una estética que ahondaba en los hechos simples y en las contingencias sociales para iluminar los secretos repliegues de la vida cotidiana
Era uno de los mayores poetas vivos. Con su muerte, ocurrida en Salta el lunes último, el país perdió al creador de una poesía profundamente humana y de acento personal; una expresión poética sobria y rigurosa que en el ámbito restringido, casi secreto, que ocupa hoy la poesía, sirvió de ejemplo a las nuevas generaciones de poetas. Joaquín Giannuzzi, con su habitual humildad y escepticismo, descreía de ese magisterio tácito que, no obstante, confirman muchos jóvenes que se acercaban a él y le pedían entrevistas, declaraciones y poemas para publicar en sus revistas.
Si la honestidad es la primera condición de la estética, según Flaubert, la segunda debe de ser, sin duda alguna, el talento. Ambas virtudes, en alto grado de excelencia, asistieron a Giannuzzi en su trayectoria literaria, desde Nuestros días mortales (1958) hasta el volumen que recoge toda su obra --incluido el hasta entonces inédito Apuestas en lo oscuro-- aparecido en el año 2000, merecedor del premio de la crítica al mejor libro del año que le otorgó la Feria del Libro. A ese grueso tomo editado por Emecé siguió su reciente Alguien anda por ahí y una recopilación de sus poesías que se publicará en España.
Santiago Kovadloff, filósofo y también poeta, escribió sobre él: "Joaquín Giannuzzi impuso, hace ya mucho, un acento nuevo en la poesía argentina. Es obra suya, magistralmente suya, esa grata conjunción entre intimidad y pensamiento; ese aliento de todos sus poemas en que lo familiar y lo cercano se quebrantan para dejar florecer la palabra que se abisma en lo extraño, en lo imponderable de toda presencia, en la emoción y el enigma de saberse vivo".
Antes de publicar su primer libro, Giannuzzi, que había nacido en 1924, apareció antologado en Poesía argentina (1940-1949), excelente selección en la que David Martínez reunió los nombres más significativos de la llamada "Generación del 40". Giannuzzi respiraba entonces la atmósfera lírica de los poetas cuarentistas, su dicción serena, su neorromanticismo diáfano y armonioso ("Sostened una fruta en vuestra mano/ y una hoja en el pecho/ y sostendréis el tiempo"). Pero varios años después, cuando Sur editó su primer libro, galardonado con el premio Iniciación y el "Vicente Barbieri" de la Sociedad Argentina de Escritores, se advirtió ya un distanciamiento de aquella estética, así como signos evidentes de su posterior evolución. No hubo una brusca ruptura respecto de las composiciones recogidas en la antología de Martínez, pero sí la firme voluntad de identificarse con las formas concretas del mundo y, sobre todo, una propensión más reflexiva que celebrante. En ese sentido, resulta ejemplificador el poema que inicia dicho libro: "Este breve racimo/ de uvas rosadas pertenece/ a otro reino./ Yace sobre mi mesa,/ en la dulce integridad de su peso terrestre/ mientras yo permanezco silencioso/ imposibilitado/ de oponer mi vida a su carnal exuberancia".
Ese don de nombrar y establecer sutiles relaciones con las cosas (que a ratos parece emparentarlo con el objetivismo de Francis Ponge) ya no se regodeaba en la invención de imágenes tersas y seductoras, sino que trataba de rendir, de modo aparentemente más prosaico, ceñido e intenso, su perplejidad ante lo misterioso e inestable. Respecto de sus temas, preciso es señalar la predilección del poeta por los hechos cotidianos y por las contingencias sociales de su tiempo. Preocupación que nunca derivó en desahogos panfletarios o ademanes de compromiso circunstancial. Buenos ejemplos serían "Memoria de un político", "Los huesos de Sarmiento" y "Una llama en América", composición esta última en la que conviven el agudo razonamiento y una infrecuente tensión expresiva.
Ese apego de Giannuzzi a la realidad exterior ("Poesía es lo que uno está viendo", afirmó en uno de sus poemas) se acrecentó a través de Contemporáneo del mundo (1963), que había obtenido antes el premio municipal para obra inédita, y cinco años más tarde, con Las condiciones de la época; dos obras cuyos títulos hablan de la decidida inmersión del poeta en el tiempo que le tocó vivir. Asimismo, Giannuzzi reafirmaba el propósito de identificarse con una expresión propia, de belleza sustantiva, no adjetiva, ajena a clisés y convencionalismos retóricos. Vinieron luego Señales de una causa personal (1977), Principios de incertidumbre (1980), Violín obligado (1984) y Cabeza final (1991). Su obra fue distinguida con el premio del Fondo Nacional de las Artes (1963), el Gran Premio de la Fundación Argentina para la Poesía (1979), el Primer Premio Nacional (1992) y el Esteban Echeverría, de Gente de Letras (1993).
El derrotero de su poesía, marcada siempre por un estilo despojado, austero, fue llevándolo a una expresividad que, sin renunciar a lo coloquial, alcanzó insoslayable dimensión metafísica. Cada una de las palabras parece albergar un sedimento de vida, es el trasunto de una experiencia y un intento de aprehender el sentido último de la condición humana. Giannuzzi cultivó una suerte de realismo crítico y lírico a la vez, surgido de una visión que participaba, por cierto, de una inconsolable desazón ante los sombríos avatares que hacen del hombre una víctima de la historia. "Lo histórico se cuela siempre en la poesía --dijo en un reportaje--. En cierta forma, los poemas de todos los tiempos revelan el drama de una época".
Las composiciones de Giannuzzi transmiten, implícitamente, la idea de que la poesía es realidad, no sueño; es síntesis, no divagación, y no sirve para adornar la vida sino para alumbrar sus secretos repliegues. En sus versos, los ritos vulgares del vivir diario adquieren otra significación, pueden llegar a producir un inesperado escalofrío.
A pesar de haber creado un estilo, un ritmo y una entonación nueva, Giannuzzi no pretendió hacer de ello una receta literaria, una forma reiterada y vacía. No olvidó que un poema debe ser no sólo una estructura verbal, un artefacto de palabras, sino, además, una vía de acercamiento a lo esencial, un instrumento de revelación.
Tengo para mí que uno de sus mayores méritos fue el de ir despojándose de literatura y, de manera inversamente proporcional, haberse cargado de humanidad. A esa suerte de antilirismo que caracteriza un gran sector de la poesía moderna, le impuso un matiz irónico y una vibración humana que enriquecieron, indudablemente, su indagación en esos ámbitos oscuros donde se anudan y desanudan los vínculos azarosos que rigen los actos de los hombres. Tal vez la poesía contemporánea consiga abolir antiguos cánones de belleza y musicalidad, abandonar el orbe del arte para ingresar en el campo de las ciencias del conocimiento, pero siempre habrá de ser el suyo un conocimiento sensible, emocional, a riesgo de no ser ya poesía. Los poemas de Giannuzzi no están destituidos de una íntima, casi imperceptible música, y de una sabiduría que nunca desdeñó lo emotivo. Esos rasgos contribuirán, seguramente, a su perdurabilidad.
En los últimos años el poeta incorporó a sus versos el sentimiento de finitud, de serena melancolía ante la decadencia física, que ensombreció aún más su naturaleza proclive al pesimismo. Hasta su sonrisa parecía esconder un dejo de tristeza.
La existencia exterior de Joaquín Giannuzzi transcurrió tranquila y sedentaria --no lo seducían los viajes, tampoco la exposición pública--, repartida entre el trabajo periodístico con el que se ganó la vida y el afecto de su esposa (la novelista Libertad Demitropulos, ya fallecida) y sus dos hijas. Los que fuimos sus amigos, los que lo apreciábamos por la calidad de su admirable obra poética y también por su honradez intelectual, por la comprensión y la ternura de su trato celebramos la coherencia entre el poeta y el hombre, reflejada asimismo en la coherencia específica de una poesía asumida en todo momento como una responsabilidad antes que una vanidad. Viene ahora al recuerdo la gracia con la que se burlaba de algún colega desasosegado por la promoción y los premios. El no participó de camarillas ni practicó estrategias literarias. Sólo fue, como diría Umberto Saba, "Un hombre entre los hombres"; un hombre sencillo y honesto, y a la vez extremadamente lúcido, que sintió y pensó hondamente la vida. Eso le bastó para ser uno de los mayores poetas argentinos.