El dinero y las palabras
La globalización se hace sentir en el mundo de los libros a través de compras y ventas de sellos editoriales que cambian de contenidos de acuerdo con las leyes del marketing y de pautas de venta que hacen más difícil la publicación de nuevos autores
En una entrevista concedida hace unos meses a un diario argentino, Jorge Herralde, el director de la prestigiosa editorial Anagrama, explicó los motivos por los que se vio obligado a aceptar la venta de esa casa española al grupo Feltrinelli, de Milán. "He bregado a lo largo de veinte años para evitar que una editorial como la mía perdiera su independiencia -dijo (cito de memoria)-, y estoy orgulloso de haber resistido durante tanto tiempo. Pero 2010 marca una frontera: a partir de ese año ya no hubo nada que hacer. La batalla estaba perdida de antemano. Al menos tengo el consuelo de haber entrado en un grupo dirigido por Inge Feltrinelli, que es una amiga y una verdadera editora."
¿De qué frontera se trata y qué sucedió en 2010 para que todo pataleo se tornara imposible? Y si los otros interesados en comprar Anagrama no eran verdaderos editores, ¿entonces qué eran?
En principio, el proceso del que habla Herralde no es nada nuevo: muchas editoriales francesas, a las que conozco de cerca, han pasado a formar parte de grandes grupos, supuestamente sin perder su identidad, aunque cabe sospechar que no en todos los casos se habrá tratado de transacciones amistosas como la de Herralde con Feltrinelli.
La venta de Grasset, sin ir más lejos, data de los años noventa, que en ningún sitio del mundo fueron gloriosos. Jean-Claude Fasquelle, su director y propietario por herencia y tradición familiar (la editorial se llamaba en una época Grasset-Fasquelle), le cedió sus acciones al grupo Hachette, poco antes de 2000. En ese momento y aun sin conocer los entretelones, los cambios que experimentó mi propia relación con esa editorial me bastaron para advertir que estábamos llegando a una terra incognita . Fasquelle se había comportado siempre como un gran señor, vale decir, como alguien que no estudia las cuentas al dedillo, o que si las estudia lo disimula. Es cierto que los dinámicos ejecutivos enviados por Hachette para reemplazarlo conservaron, mientras pudieron, un barniz de señorío, pero la atmósfera varió de manera tan vertiginosa como brutal: de la noche a la mañana los ejecutivos mostraron los colmillos, los contadores y empleados del sector comercial se volvieron todopoderosos y la cruda desnudez de las cifras entró a reinar.
Todo habría quedado, para mí, en el terreno de las intuiciones confusas, si la lectura de la entrevista a Herralde, primero, y de L'argent et les mots de André Schiffrin -un librito de fundamental importancia publicado por la pequeña editorial La Fabrique, ésta sí completamente libre-, después, no me hubieran alertado sobre una situación muy concreta que ningún escritor y ningún lector deberían ignorar. Una situación que, por supuesto, también existe en la Argentina, y cómo, pero que, siguiendo a Schiffrin, me limitaré a exponer en relación con el país donde vivo y con los ejemplos sobre todo franceses y estadounidenses que maneja este autor. Digamos solamente que el espectro editorial argentino se ha dividido, como el de cualquier otro sitio del mundo, en dos -los peces gordos por un lado y los chicos por otro-, y que mientras los primeros responden a grupos internacionales, los segundos resisten.
Schiffrin es un editor francés instalado en Estados Unidos, hijo del creador de La Pléiade, la célebre colección de Gallimard que reúne a los grandes autores universales: estar en La Pléiade significa ser inmortal. Antes de ahora Schiffrin publicó dos libros que daban la voz de alerta, L'édition sans éditeurs y Le contr ô le de la parole , pero el espeluznante panorama que pintaba sobre el estado de la edición mundial impresionaba, en Francia, menos. "Eso pasa en el mundo anglosajón -escribían los críticos de este país-. A nosotros no nos puede pasar porque la excepción cultural francesa nos protege." L'argent et les mots echa por tierra aquellas ilusiones.
En efecto, diez años después del primer libro citado, Schiffrin también menciona esa fatídica frontera de 2010. No sólo la situación ha empeorado en su conjunto y en todas partes, sino que tampoco Francia ha logrado salvarse. El poder de los dos grandes grupos, el arriba mencionado Hachette y el grupo Vivendi, no ha sido equilibrado por ningún otro del mismo peso.
En Le contrôle de la parole , este viejo, tozudo y experimentado luchador cultural describía "las primeras etapas de la caída del viejo edificio". Todo empezó en 1998, cuando la compañía Générale des Eaux tomó el nombre de Vivendi para convertirse en "un gran grupo de comunicación y entretenimientos lanzado al juego de la globalización". Jueguito peligroso que hizo desmoronar el sistema. Como sucede con estas operaciones de naturaleza inasible llamadas financieras, de las que los ingenuos entendemos tan poco, pero cuyas consecuencias sufrimos, el crecimiento fue rápido y el derrumbe también. Cuando el ejecutivo de Vivendi, Jean-Marie Messier, se entusiasmó comprando, además de estudios de cine, una gran editorial de Boston, tuvo que vender todo a las apuradas y perdió millones. "Si Messier hubiera ordenado a sus editoriales que sólo publicaran poesía y novelas difíciles, no habría perdido ni una mínima parte de lo que se le fue de las manos", ironiza Schiffrin, sin agregar "por comilón" pero dejando la palabra en el aire.
La historia sigue. Vivendi poseía un tercio de la edición francesa, con editoriales como Plon, Laffont, Nathan, Bordas o Pocket. Estaban tristes y cariacontecidos cuando apareció el "caballero blanco". Se trataba nada menos que del barón Ernest-Antoine Seillière, ejecutivo del grupo de inversiones Wendel, potentado como pocos y encima noble. Estupor general: ¿qué interés podían despertarle las editoriales a este financista conocido por sus ideas conservadoras y su escasa atracción por la cultura? "Yo no voy a vender Vivendi, a partir de ahora llamada Editis, hasta dentro de diez o quince años", prometió el barón, adelantándose a lo que todos pensaban y nadie se animaba a decir: que la jugada se parecía como dos gotas de agua a las conocidas y misteriosas compras de empresas, a veces productivas y hasta exitosas, pero que dan más plata al venderlas que al conservarlas.
Tres añitos después, Seillière anunció que le vendía Editis a la española Planeta. La transacción le reportó una ganancia del 300 por ciento. Hubo cierto griterío tricolor patriótico porque, en vez de hacer negocios con Hachette, el barón había preferido una editorial extranjera, pero lo más importante no fue dicho. "Seillière había puesto en evidencia que todavía se podía ganar plata con la edición, no publicando libros que valieran la pena, por supuesto, o que fueran éxitos comerciales, sino comprando y vendiendo las editoriales mismas. El ejemplo de Editis -agrega Schiffrin- revela el nivel de ganancia buscado por los grandes inversores. Mientras las editoriales comerciales se esfuerzan por demostrar que pueden producir un rendimiento del 10 por ciento anual, esas cifras son bolitas de colores para todos los Wendel de este mundo, capaces de alcanzar un 300 por ciento. En la crisis económica actual, para ganar realmente mucha plata ya no es posible conformarse con esa actividad trivial que consiste en fabricar algo real y venderlo. Los bancos y los especuladores han hecho ver que jugando con el dinero de los inversores, creando productos financieros de una extremada complejidad y vendiéndolos a compradores inconscientes, se amasan verdaderas fortunas."
¿Qué es de la vida del escritor en medio de esta fiebre? Muy simple: hoy, la gran editorial estadounidense Random House, que pertenece a la aún más grandota Bertelsmann, lo piensa dos veces antes de publicar a autores que vendan menos de 60.000 ejemplares. Dejando de lado los valores seguros -hasta cierto punto: la última novela de Umberto Eco, publicada por Grasset, obtuvo ventas que a gatas alcanzaban un cuarto de lo previsto- y a los productores de best-sellers o literatura-basura, uno se pregunta qué escritores podrán publicar alguna página en un futuro próximo, si la exigencia es llegar a 60.000.
"Por si esto fuera poco y por el mismo precio" -añadiremos, puesta la mente en los vendedores de peines y biromes, un oficio acaso destinado a los escritores lo bastante ágiles como para subirnos al colectivo a proponer libritos que entren "en la cartera de la dama y el bolsillo del caballero"-, por si esto fuera poco, pues, tampoco al lector con ganas de descubrir autores le quedan muchas librerías independientes, ésas donde uno entra a mirar, a pedir consejo, y donde el librero, que para vender lo escrito ha comenzado por leerlo, decide por su cuenta qué poner en la vidriera sin esperar que los editores le paguen por centímetro de estante. Schiffrin relata que el grupo Feltrinelli, el de la editora amiga de Herralde, dueño de cien librerías, ofrece generosamente exponer las obras de un autor en sus cien vidrieras por la módica suma de 10.000 euros y "por ser usted". Pienso que si un editor modesto pero fervoroso tuviera esos 10.000, preferiría publicar otro libro antes que desembolsarlos para que los apresurados viandantes vean el color de una tapa repetida a lo largo y lo ancho de un escaparate. No podemos saber a ciencia cierta si los puñetazos en el ojo a que la publicidad nos somete despiertan el deseo o lo adormecen. Pero resolver en nuestro fuero interno que la vidriera monótona, insistente y remunerada es lo contrario de la libertad, y que la preservación del deseo pasa por la sobriedad, no por la desmesura, significa nada menos que elegir de qué lado estamos.
Fecha de vencimiento
¿Librerías independientes? En Estados Unidos, dice Schiffrin, las grandes cadenas las están destruyendo a paso redoblado, ese ritmo alocado y ansioso que preside todos estos enredos. Y sin embargo, ni siquiera el gigantismo les garantiza nada: por eso, para no perder su precioso tiempo, tanto la neoyorquina Barnes & Noble como su rival Borders se apresuran a desembarazarse de los libros "exigentes", o sea, con pronóstico de venta inseguro, por no decir desastroso, y devuelven a los editores cantidades de ejemplares nunca vistas hasta hoy. (Aunque esas devoluciones hayan aumentado en forma catastrófica, tampoco esto es reciente: desde hace varios años, cuando algún lector extraviado en el laberinto me anuncia que se ha pateado la ciudad entera buscando en librerías uno de mis libros, pero que está agotado, suelo responderle con amarga sonrisa: "Qué va a estar agotado; lo que pasa es que los libreros devuelven lo que, dentro de cierto plazo cada vez más cortito, no se ha vendido. Es como si los libros fueran yogures. Tienen fecha de vencimiento. En el mejor de los casos se los considera podridos a los tres meses, en los medianos, al mes, y con los otros basta una semanita para mandarlos a la morgue, perdón, al depósito. Ni te molestes en encargarlo -aconsejo, acentuando el rictus- porque a la mayoría de los libreros le resulta más engorroso volverlos a pedir que decretar su desaparición".)
De las trescientas librerías que había en Nueva York después de la Segunda Guerra Mundial, relata Schiffrin, ahora, contando las cadenas gigantes, quedan treinta. En Inglaterra es igual: después de haber eliminado numerosas librerías independientes con el simple recurso de vender más barato, Waterstone fue comprada por W. H. Smith, una cadena de negocios de diarios y revistas que puede permitirse bajar todavía más los precios de los libros. Es por eso que en París, en los Champs-Élysées, un librero "resistente" llenó el frente de su librería con paneles de lado a lado donde figuraba la más drástica de las opciones: "vivir o morir". Lo vi con estos ojos. Parecíamos estar en la Comuna del 48 o en Mayo del 68, pero era simplemente un hombre que amaba su oficio y que se negaba a entregarle el local a un negocio de modas, tal como sucedió hace unos años con esa librería maravillosa que fue Le Divan, en Saint-Germain des Près, ahora convertida en Dior.
Salta a la vista la semejanza entre estos negocios y el papel representado en el conjunto de la sociedad por lo que podríamos llamar el nuevo dinero, el de las burbujas financieras que con tan lindos colores se disuelven en el aire, el que genera las crisis. En Las ilusiones perdidas , Balzac, que supo como nadie hablar de plata, describe una empresa basada en el modelo artesanal tradicional. Ahora ya no se trata de esa plata. Ni de esa empresa. Ahora, ya lo hemos visto, la ganancia no está en fabricar. ¿Pero para qué los banqueros, los especuladores, los financistas se interesan en el sector de la, digamos, cultura, donde resulta obvio que el beneficio es chaucha y palito en relación con los niveles a los que están acostumbrados? Porque, habrá que repetirlo hasta el hartazgo, para ellos no se trata de hacer, sino de poseer y revender. Es claro que como el que se compra una editorial está obligado a publicar, o a hacer de cuenta que publica, la tendencia consiste en producir libros con fuerte potencial comercial y eliminar los otros de cuajo. "He dicho alguna vez que al dejar de lado nuevos títulos sin gran esperanza de venta, estábamos pasando del infanticidio al aborto -se burla Schiffrin-, puesto que se desechan contratos a los que ya no se considera financieramente válidos. Hoy ya hemos llegado a los métodos anticonceptivos: se hace lo posible para que esos libros no entren de modo alguno en el proceso de producción."
Al analizar los catálogos de grandes editoriales en los últimos cincuenta años, como por ejemplo el de HarperCollins, que ahora pertenece a Rupert Murdoch, Schiffrin sigue la huella de una transformación que los torna irreconocibles. En los años cincuenta y sesenta, esos catálogos comerciales no se diferenciaban de los que corresponden a las mejores editoriales universitarias de hoy. En la actualidad, la palabra "literatura" está siendo reemplazada por "industria del entretenimiento". De modo matemático, la publicación de esos libros coincide con la salida de una película o de una serie televisiva sobre algún tema afín.
La tendencia también apunta a la centralización. Al amalgamar editoriales distintas, se puede, entre otras cosas, despedir a más y más empleados y agradecer a los sufridos editores por los servicios prestados, aunque hayan hecho buena letra poniendo en práctica lo que sus nuevos y generalmente invisibles patrones les habían exigido. Desde un punto de vista práctico, la amalgama se entiende. Desde un punto de vista moral, produce vértigo. El que dos editoriales como Doubleday y Pantheon, que antes eran el polo opuesto la una de la otra, aparezcan mencionadas dentro del grupo Knopf sin aludir a su nombre de pila le hace dar vueltas la cabeza al más pintado.
Francia todavía guarda las apariencias en lo que atañe al nombre. La Martinière es un grupo editor de grueso calibre que antes sólo producía libracos turísticos con lindas fotos y papel brillante (confieso ruborizada que hace unos años, y por motivos meramente económicos, me he visto constreñida a pergeñar un enorme y ricamente ilustrado mamotreto sobre la Argentina, lleno de gauchos y de puestas de sol). Pero que La Martinière se haya comprado Seuil, acaso la más literaria de todas las editoriales francesas, la de Roland Barthes, la del grupo Tel Quel, la del exquisito barroco cubano Severo Sarduy, por mucho que le permita seguirse llamando como se llamaba, a mí, francamente, me deja muda.
Ahora bien, si detrás de Seuil está La Martinière, ¿quiénes están detrás de La Martinière? Si los financistas que nos poseen no son editores, ¿qué son, fabricantes de embutidos? Idea balzaciana de tan antigua, me contestaría Schiffrin. En un reportaje filmado, este indignado de rostro impasible nos asegura que la plata de algunas editoriales francesas viene de aviones militares y de armamentos marca Dassault.
Una palabrita con respecto a ese trío de grandes y prestigiosas editoriales al que malignamente se ha dado en llamar Galligraseuil, por Gallimard, Grasset y Seuil, famoso porque en cada temporada otoñal algún miembro del terceto arrambla con los premios literarios y deja a los demás rumiando su despecho. Pues bien, la única de las Tres Gracias que no se ha vendido a nadie es Gallimard. Debe de ser por eso que, cuando años atrás solía frecuentar esa casa editora con cierta asiduidad, Odile, la secretaria, me susurraba, mitad en serio y mitad en broma: "Pero Aliciá , no se ría tan fuerte, ¿no ve que esto es un templo?". Se me ocurre que ahora me reiría despacito y con respeto, como temiendo que una destemplada carcajada sacuda los cimientos de una de las raras editoriales que han sabido permanecer libres.
"¿Cuál es el porvenir de esos sectores en un mundo regido por la rentabilidad? -se pregunta Schiffrin-. ¿Podemos confiar en el sistema tradicional, el de la propiedad generadora de beneficios? ¿Existen soluciones alternativas, nuevos modelos?". L'argent et les mots intenta ir más allá de una simple comprobación, para contestar a esas preguntas con lucidez pero sin pesimismo, en términos cuya originalidad está en esa bendita palabra que no me cansaré de repetir: sobriedad. En efecto, frente a la glotonería suicida de todo lo antedicho, las "soluciones alternativas" que sí propone, y que prefiere, tienen que ver con la moderación en el afán de lucro.
Cuestión de audacia
Una de ellas son las pequeñas editoriales independientes que se han multiplicado en el mundo entero; en Italia, Schiffrin ha contado varias decenas. Son las únicas con audacia suficiente como para arriesgarse a publicar textos no masticados ni digeridos de antemano. Ardua tarea: esas casas pequeñas se enfrentan al problema de las distribuidoras que les exigen un imposible rendimiento anual. Moraleja, la mayoría se las arregla a pulmón, y ya se sabe lo que puede el pulmón frente a una gran librería poco dispuesta a apilar sobre la mesa, bien a la vista, un ensayo poético, una traducción difícil, una primera novela de un autor raro. En Francia, las editoriales independientes producen un tercio de los 38.000 títulos publicados por año, pero el total de sus ventas sólo representa el uno por ciento. Lo mismo puede decirse de las editoriales universitarias en Estados Unidos. Por otra parte, esos pequeños editores son jóvenes, ardorosos, creen en lo que hacen y aceptan no ganar por su trabajo, ¿pero cuánto tiempo pueden sostenerse, en una sociedad que los impulsa a dejar de ser jóvenes y ardorosos y de creer en algo? Es cierto que la juventud de los unos es reemplazada por las de otros, y que siempre se puede confiar en lo que nunca ha fallado desde que el mundo es mundo: el traspaso de la antorcha.
Schiffrin confía también, y mucho, en la ayuda oficial. En ese sentido, el CNL francés o Centre National du Livre es un magnífico ejemplo. Sin sus becas a escritores, traductores y editores, muchos libros no se habrían escrito ni habrían visto la luz. Por su parte, en Francia los centros regionales otorgan ayudas gracias a las cuales una pequeña editorial se puede mantener vendiendo apenas setecientos ejemplares, cosa nada inalcanzable aunque tampoco fácil (cuando Seuil se lanzó valientemente a la edición de las obras completas de un cuentista demasiado genial como el uruguayo Felisberto Hernández, vendió cuatrocientos). Esas ayudas han permitido la creación de 237 editoriales chicas fuera de París, que publican alrededor de 300 títulos. "No existe nada comparable ni en Estados Unidos ni en Gran Bretaña, a excepción de Escocia", admite Schiffrin. Hasta las municipalidades de los pueblitos ponen el hombro, facilitando locales para fundar editoriales y organizando encuentros literarios: cada verano, toda Francia es un hervidero de coloquios y mesas redondas a los que asiste un público apasionado con ganas de leer. Llegar a una aldea entre vacas de una región como el Gers, más conocida por esos pobres gansos alimentados a la fuerza con los que se hace el foie gras que por su contribución a la cultura, y encontrarse en una exquisita librería subvencionada, colmada de gente y ornada con retratos de escritores latinoamericanos, es una de esas experiencias por las que uno se dice que todo esto valió la pena.
Lo que surge de semejante análisis es un fenómeno de disociación. Como si, al abrirse una brecha cada vez mayor entre lo que publican los grandes y los chicos, la diferenciación resultara tan evidente que casi pierde sentido continuar llamando "literatura" a unos y otros productos. ¿Qué relación existe entre un libro exigente y otro fabricado a propósito para que esa entelequia llamada "todos" pueda entenderlo? Frente al abismo que se agranda entre unos y otros, acaso convendría designarlos directamente con nombres distintos. ¿Por qué no abandonarles a los negociantes la palabra "novela", tan trajinada, y utilizar, por ejemplo, para las narraciones que requieren pasión y sufrimiento, aquella denominación propuesta por Unamuno para sus propias obras de ficción: "nivola"? De ese modo, y dejando de lado la obviedad del chiste (como en español la v se pronuncia igual que la b, en la Argentina la "nivola" vendría a ser una novela que a nadie le despierta el mínimo interés?), quedaríamos claramente distribuidos en lugares distintos. Ya no habría confusión. No se nos consideraría dentro de un idéntico rubro. Nuestros estantes en las librerías no serían los mismos. Schiffrin encuentra que ese proceso, de algún modo, ya ha comenzado. "En mi último viaje a Roma me impresionó la enorme diferencia entre los libros vendidos por una gran cadena como Mondadori y los que se podían encontrar en una librería independiente. No había casi nada en común entre las dos."
Cuando llegué a Francia en 1978 sin conocer a nadie, ni en el mundo editorial ni en ningún otro, la célebre traductora Laure Bataillon le presentó a las ediciones Mercure de France mi primera novelita, publicada en Buenos Aires con el sello Calicanto, proyección argentina de la más conocida editorial Arca de Montevideo. Conocida, aunque confidencial y nada comercial. Al poco tiempo se produjo el milagro: Simone Gallimard, la directora, me llamó para decirme que me publicarían la novela. "No se va a vender -me anunció-, porque es muy literaria, pero una editorial prestigiosa como la nuestra se debe a sí misma publicar textos de calidad, por invendibles que sean. Además usted vive en Francia, es joven y habla francés." En aquel momento oscilé entre la fascinación y el escándalo. ¿Cómo? ¿Me publicaban sabiendo que no me venderían? ¿Y cómo lo podían saber, qué bola de cristal consultaban para estar tan seguros? Y además, si yo hubiera tenido noventa años, hubiera vivido en Pirané, Formosa, y hablado sólo guaraní, ¿ese mismo texto habría terminado en el canasto? Frente al mundo de hoy, las palabras de Madame Gallimard suenan a música de las esferas. El pronóstico de venta para ella quedaba claro, pero no era determinante, o no todavía. Una gran editorial "se debía" algo a sí misma. Hoy las cuentas son otras.
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