El día que Joyce aceptó un “sí”
Un centenario tan puntual como el de Ulises, que se publicó el 2 de febrero de 1922 (el centenario se cumplió ayer), suele pasar por alto lo evidente: que casi todo lo que se diga del libro tiene menos que ver con esa fecha que con las lecturas que se acumularon con los años, las décadas y –ahora– el siglo.
Ulises venía precedido de un sostenido runrún por los adelantos en revistas como The Egoist, pero al momento de su publicación completa no fueron las dificultades de la prosa ni sus vanguardismos los que causaron estupor. Lo que escandalizó –hoy parece inverosímil, pero dio origen de los problemas legales de la obra– fue su supuesto realismo extremo: a James Joyce se lo consideró un seguidor tardío y tortuoso del naturalista Émile Zola, y a Leopold Bloom se lo tuvo “por un don nadie depravado y a su esposa por una puta completamente depravada” (la cita es de Richard Ellmann, minucioso biógrafo del irlandés).
Hay que agradecerle a esa clase de malentendidos de hace un siglo que a partir de entonces la crítica moral de un personaje como punto de partida de una obra fuera sinónimo de crítica reaccionaria. Joyce, al que no le gustaba desalentar ninguna interpretación, fue el primer sorprendido de que los primeros comentadores de Ulises se atuvieran al supuesto antihumanismo de la novela y no le prestaran atención a sus aspectos técnicos ni a los paralelismos entre las peripecias de ese distraído antihéroe judío y dublinés (Bloom) y la Odisea homérica. Sylvia Beach, la librera que convirtió a la parisiense Shakespeare and Company en editorial solo para materializar lo que nadie se animaba a publicar, había hecho todo lo posible por promover de antemano esa lectura polifónica. El acto clave de proselitismo ocurrió el 7 de diciembre de 1921, cuando en la librería de la rue de L’Odéon se juntaron unas 250 personas para escuchar al escritor Valery Larbaud hacer una exégesis de un libro todavía virtual.
"El primer ejemplar de Ulises se exhibió ese día en Shakespeare and Company como si fuera una reliquia súbita"
No bastó para torcerle el brazo a la inercia crítica de entonces. El camino de desciframiento de Ulises fue lento, pero hubiera sido más lento todavía de no mediar la intervención directa de Joyce, que invitó a distintos conocidos a que escribieran sobre su opus. Más tarde iría dejando papelitos aquí y allá para que su admirador Stuart Gilbert pudiera reconstruir cómo funcionaban capítulo a capítulo las alusiones míticas, pero también las parodias y las múltiples conexiones que traman el libro. Ulises se publicó en 1922, pero en realidad pudo empezar a ser leído de verdad en 1930, cuando Gilbert publicó James Joyce’s Ulysses.
Pero eso fue después. Mucho antes, un 2 de febrero de 1922 –el mismo día que Joyce cumplía 40 años– salieron de una imprenta de Dijon los dos primeros ejemplares de la novela. Fueron trasladados raudos en tren a París. La edición estaba plagada de erratas, defecto que el resto de la tirada, demorada, intentaría subsanar: uno de los ejemplares fue a manos del autor; el otro se exhibió ese día en Shakespeare and Company como si fuera una reliquia súbita.
Ulises era un hecho, pero Joyce había corregido el texto hasta el último momento. Uno de esos retoques resultó decisivo, y muestra que el irlandés –por muy seguro que estuviera de su talento– también podía aceptar sugerencias. Para crearle un público, Larbaud había sugerido que antes se tradujeran algunas páginas de la novela al francés. Sylvia Beach dio para la tarea con un entusiasta veinteañero, Jacques Benoîst-Méchin. Joyce, celoso de sus originales, le pasó al joven traductor parte del episodio final, el soliloquio de Molly Bloom, que terminaba con un “I will” y no con el famoso “yes” que se conoce hoy. Como en francés la última frase perdía fuerza, Benoîst-Méchin trasladó al final de todo una afirmación previa y coronó su versión con un sonoro “oui”. Según Ellmann, después de largas charlas en las que discutieron la importancia de la última palabra de un libro, el escritor concedió ante su inexperto consejero: “Sí, tiene razón. El libro debe terminar con ‘sí’. Debe terminar con la palabra más positiva de la lengua humana”. Ese pequeño ajuste, perfecto y colaborativo, es hoy -celebrémoslo también- un clásico por derecho propio.