El día que Boston perdió la inocencia
El autor de El Tao del viajero analiza en este artículo la traumática transformación que sufrió la ciudad estadounidense –un oasis de paz, comparada con otras ciudades del mundo que el escritor ha frecuentado– después de la reciente explosión de dos bombas durante una maratón. También observa la paradoja que implica propiciar el bienestar social a partir de la prosperidad económica derivada de la fabricación de armas letales
Desde principios de los años setenta y durante varias décadas, viajé regularmente desde Londres, donde vivía como residente extranjero, hasta Boston, donde crecí, y en cada oportunidad me sentía como Alicia cuando se caía del otro lado del espejo. Boston seguía siendo la ciudad amable, confiada, alegre y hasta inocente que había conocido en mi juventud. Las tragedias más notorias de Boston, que mi padre recordaba vívidamente -la gran inundación de melaza de Boston en 1919 (21 muertos), el incendio del club nocturno Cocoanut Grove en 1942 (492 muertos)-, eran cosa del pasado y parecían irrepetibles.
Llegar a Boston era como aterrizar en un regazo de serenidad cuando uno viene del caos de una zona de guerra. En aquel entonces, Gran Bretaña era presa de una campaña de atentados explosivos llevada a cabo por nacionalistas enfrentados y bien financiados, la usual turba del Úlster, impulsada por el rencor, el folclorismo, los prejuicios religiosos, los antiguos resentimientos tribales, con su perorata absurda y con las tropas británicas en el medio.
Londres estaba exhausta y angustiada, y para mediados de la década de 1970 se habían producido algunos atentados con explosivos: la bomba en Old Bailey de 1973 (un muerto, 200 heridos, edificios destrozados), la bomba en Guilford de 1974 (cinco muertos, 65 heridos), la bomba en un pub de Birmingham (21 muertos, 182 heridos), la bomba de clavos en Regents Park de 1982 (la muerte de siete músicos que interpretaban una selección de melodías de Oliver! , y numerosos heridos), la bomba de racimo de ese mismo día en las barracas militares de Chelsea (once muertos, numerosos mutilados, siete caballos muertos), la bomba en la tienda Harrods en la Navidad de 1983 (seis muertos), y cinco muertos y numerosos heridos en el atentado contra Margaret Thatcher en Brighton, en 1984.
Lo más sorprendente es que esos hechos deleznables que se produjeron en Inglaterra no eran tan atroces como lo que ocurría diariamente en el Úlster. Durante las décadas de 1970 y 1980, la ciudad de Belfast estaba llena de áreas vedadas y cráteres de bombas, y no se salvaba ni la más modesta aldea rural. En agosto de 1979, lord Mountbatten murió junto a dos jóvenes al estallar una bomba en su yate: el IRA (Ejército Republicano Irlandés) se atribuyó el atentado y se jactó del mismo. Viajé al Úlster en la década de 1980 para ver con mis propios ojos y me encontré con una provincia de barricadas y miedo abyecto. En 1987, pocos años después de mi paso por la encantadora ciudad de Enniskillen, mientras colocaban una corona de flores en el cenotafio dedicado al Día del Armisticio, una bomba de 80 kilos estalló en la plaza del mercado y mató a 11 personas, mutiló y lesionó a 63 más. Incluso hasta 1998, una artera explosión en Omagh dejó un saldo de 29 muertos y 220 heridos. Grupos paramilitares de militantes protestantes colocaban bombas y complotaban para asesinar, pero las explosiones que menciono fueron reconocidas o atribuidas al IRA, el Provos, o grupos escindidos de ellos, como fue el caso de Omagh, donde el grupo se autodenominaba IRA Auténtico (Real IRA).
Boston parecía inocente o ajena al terror, a tal punto que una de las características más notables de sus calles eran las calcomanías de autos en apoyo al IRA. Está muy bien documentado que parte del dinero recolectado en Estados Unidos por Noraid (Comité de Ayuda Norirlandés) fue utilizado para financiar los atentados con explosivos del IRA. Y por otra grotesca ironía de la vida, parte del dinero usado para comprar armas a Estados Unidos llegaba a través de recaudadores libios enviados por Khadafy, ya que uno de los muchos pasatiempos del coronel era la propagación del caos.
Salvo por las iniciativas como el proyecto de historia oral del Boston College, que documenta el conflicto de Irlanda del Norte, la historia de esa violencia ha caído mayormente en el olvido o, de lo contrario, ha sido estruendosamente justificada, entre muchos otros, por el legislador Peter T. King, de Nueva York, un defensor sin remordimientos y de larga data del IRA.
Después de las dos bombas que estallaron durante la maratón de Boston, los alaridos de dolor, los gritos de venganza, el despliegue de tropas y fuerzas policiales, con tanques y helicópteros, y la paralización de la ciudad fueron reacciones -exageradas, dirán algunos- que hicieron pensar que Boston había perdido su inocencia. Nunca antes una bomba había causado semejante estrago en la ciudad. Pero con cuerpos desmembrados y tres cadáveres frente a la Biblioteca Pública de Boston, y charcos de sangre en una de sus calles más alegres y tradicionales, el ánimo de la ciudad se transformó -asediada, en pánico, y finalmente unida- por el trauma sufrido, un dolor que yo había visto en otras partes del mundo, pero que es doloroso ver en una ciudad que amo.
Ese efecto de Alicia detrás del espejo es frecuente en muchos viajeros que regresan de un lugar lejano. Hace no mucho, regresé a Boston desde Angola, un país todavía plagado de minas terrestres que fueron sembradas en todo el territorio durante sus veintisiete años de guerra civil. Se estima que en Angola, las partes del conflicto sembraron alrededor de veinte millones de minas terrestres.
Durante el último decenio, la organización filantrópica británica HALO encontró y removió dos mil minas terrestres en la ruta del ferrocarril de Benguela (en total, esta valiente organización ha removido 68.000 minas en Angola). Uno de los efectos de las décadas de guerra civil en Angola, que recién terminó en 1992, fue que los animales que no habían sido comidos por la población hambreada volaron por los aires por las minas terrestres. Aún hoy, de tanto en tanto la explosión de una mina destroza a las vacas en los pastizales, como también a los niños que juegan o a los caminantes que toman atajos a través de los campos.
Se trata principalmente de minas de origen chino e israelí plantadas por los cubanos y los sudafricanos, pero muchas otras podrían ser minas fabricadas por alguna de las muchas empresas estadounidenses, como la Raytheon Corporation, con sede precisamente en las afueras de Boston.
Y después están las bombas de racimo. En mis viajes, gente de Congo, Etiopía, Sudán, Mozambique y Uganda me ha contado horrendas historias sobre los efectos de esos diabólicos artefactos, y cuando regreso de esos lugares, ¿qué me encuentro del otro lado del espejo? Lo más vergonzoso es que Textron Defense Systems de la ciudad de Wilmington, en las afueras de Boston, es uno de los mayores fabricantes de bombas de racimo del mundo. La danza macabra de tantos países en desgracia es un negocio multimillonario, parte del milagro económico de Massachusetts.
Cuando el sospechoso sobreviviente de haber colocado las bombas en la maratón de Boston fue acusado de utilizar "un arma de destrucción masiva", comparé mentalmente las dos ollas a presión usadas en el atentado con una avanzada bomba de racimo, la así llamada Sensor Fuzed Weapon fabricada por Textron Defense Systems. Como informaba el Boston Globe en su edición del 20 de septiembre de 2009, esa pequeña maravilla está diseñada "para esparcir 40 proyectiles individuales de cobre fundido, destrozando los tanques enemigos en un radio de 12 hectáreas del campo de batalla". Y no sólo tanques enemigos, sino humanos también.
Después del atentado en Boston, los rebeldes sirios enarbolaron un pasacalle con esta inscripción: LAS BOMBAS DE BOSTON REPRESENTAN UNA TRISTE ESCENA DE LO QUE OCURRE DIARIAMENTE EN SIRIA. ACEPTEN NUESTRAS CONDOLENCIAS. Ese pasacalle, que me recordó la vida en Belfast en tiempos recientes, también podría ser enarbolado en Irak, Afganistán, Congo, Sudán del Sur, en el Corredor Rojo de la India asolado por los naxalitas, o en Assam, bajo el asedio de las bombas de los movimientos separatistas, donde casi todos los días es un nuevo día de duelos, de vidas destrozadas, cuerpos mutilados y familias desmembradas. Boston no se merecía esto. Ninguna ciudad lo merece. Y es lamentable que Boston haya llegado a parecerse a ese mundo más extendido de escombros y duelo.
Ese "detrás del espejo" existe para todos aquellos que regresan de los lugares violentos del planeta, y contiene otra paradoja. Inmediatamente antes de cruzar del otro lado del espejo, uno puede ver su propio reflejo. Me dejó helado la triste pero sabia admisión de los jefes de espionaje israelí, en el reciente documental The Gatekeepers ("Los Guardianes"), cuando al final de esa contundente película llegan a la conclusión de que al observar a los palestinos, se estaban mirando al espejo. "Ya ganamos", les había dicho el enemigo. "Para nosotros, la victoria es verlos sufrir."
© La Nacion y The Wylie Agency (UK) Ltd., Londres
Traducción: Jaime Arrambide
Paul Theroux
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