En un clima de absoluta incertidumbre, se refuerza una inquietud: frente al riesgo de volver “a lo mismo”, los pensadores claman por una reacción global
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PARIS.- Esta vez, el pseudoprofeta Michel Houellebecq podría haber tenido razón: “Después de la pandemia, no nos despertaremos en un nuevo mundo: será el mismo, pero un poco peor”, vaticinó.
Los primeros meses de la pandemia habían dejado subsistir, sin embargo, la esperanza de una reacción global después del caos. La gente todavía era capaz de soñar con reencontrarse en total libertad e incluso imaginar que la crisis abriría la puerta a un futuro mejor.
“Esta crisis despertará las consciencias. El mundo de después será radicalmente diferente del de hoy. Lo será nos guste o no”, declaraba el militante ecologista y exministro francés, Nicolas Hulot.
Un año más tarde, “el día después” sigue haciéndose esperar y el estado de emergencia en la mayoría de los países de Occidente tiende a banalizarse. La esperanza fue sustituida por cierto fatalismo, por un temor silencioso y difuso. Temor por la crisis económica, naturalmente, pero también por otro mucho más existencial de perder nuestro modo de vida y nuestro gusto por la libertad. Porque, si bien muchas de las medidas adoptadas por los gobiernos respondían a necesidades sanitarias, los cambios sociales que podrían cristalizar son auténticamente vertiginosos.
El principal resultado del coronavirus debería ser el de acelerar ciertas mutaciones ya presentes en la sociedad hace algunos años. Los videos “à la carte”, el pago sin contacto, el teletrabajo, las compras por internet, las redes sociales tuvieron como principal consecuencia disminuir los contactos materiales y, sobre todo, humanos.
“¿El mundo de después será acaso el de una soledad absoluta frente a nuestras pantallas, del sin-contacto erigido en norma, de la vida social transformada en pixeles?”, se inquieta el filósofo tecnocrítico Eric Sadin.
Klaus Schwab y Thierry Malleret, respectivamente fundador y director del Foro Económico Mundial de Davos, practican una futurología radical: “Muchos de nosotros se preguntan cuándo regresarán las cosas a la normalidad. Para hacerlo corto, la respuesta es: jamás”, escriben en su libro de prospección política “Covid-19, el gran reinicio”, publicado a mediados de 2020.
El principal resultado del coronavirus debería ser el de acelerar ciertas mutaciones ya presentes en la sociedad hace algunos años
Si bien ambos presentan el mundo de después como “menos contaminante, más inclusivo, más equitativo y más justo”, la mayoría de las perspectivas que plantean, inspiradas en una visión del mundo que ya defendían antes de la pandemia, sirven para alimentar las más abracadabrantes teorías del complot.
Porque en este clima de absoluta incertidumbre todo refuerza la inquietud: los médicos, que promueven el mantenimiento del uso del barbijo y las medidas de distanciamiento social después de la vacunación para evitar nuevas epidemias. Los ecologistas, que quieren que los aviones no vuelvan a volar. La sacralización del teletrabajo por parte de los gigantes de internet, que proclaman el deseo de “ofrecer a cada individuo el máximo de flexibilidad”. Sin contar con las consecuencias perversas de una creciente desconfianza en toda práctica política.
“Cuando se produce una desorganización social, siempre aparece la figura del salvador. Es así como los pueblos eligen democráticamente a los dictadores”, señala el neuropsiquiatra Boris Cyrulnik.
Y, sin embargo, cuando se les pregunta, el 89% de los habitantes del planeta responden sin hesitar: “Quiero que me devuelvan mi mundo de antes”. Paradójica aseveración…
Porque, ¿cómo era ese mundo de antes? ¿El del calentamiento climático? ¿El de una profunda injusticia social? ¿El de los océanos asfixiados por el plástico y la acelerada desaparición de las especies? ¿El de un planeta donde, en su conjunto, los Gafam (Amazon, Google, Facebook, Apple y Microsoft) representan el tercer PIB mundial después de Estados Unidos y China? ¿El de un mundo hiperdesarrollado, pero incapaz de evitar una pandemia planetaria provocada por un microscópico virus llegado vaya a saber de dónde?
Los pensadores más inteligentes comprendieron perfectamente los riesgos que comporta ese inmovilismo, ese volver “a lo mismo”, y claman la necesidad de una reacción global.
“Para no hacer sufrir hoy de la pandemia a los niños de 10 años, de la dictadura a los 20 y del desastre climático a los 30, es necesario pasar lo antes posible de una economía de la supervivencia a una economía de la vida”, dice el pensador francés Jacques Attali en su libro La economía de la vida, que pronto será publicado en la Argentina por ediciones Del Zorzal.
Esa nueva forma de organización social comprende todos los sectores que deberían tener como única misión defender la vida de los hombres: la salud, la gestión de los desechos, la distribución del agua, el deporte, la alimentación, la agricultura, la educación, las energías limpias, la digitalización, la vivienda y la cultura.
Pero, para que pueda surgir ese imprescindible mundo nuevo habrá que comenzar por reformar profundamente las prácticas democráticas. Y para que sea realmente eficaz, al servicio de la gente, esa nueva democracia deberá ser verdaderamente representativa, proteger la vida, ser absolutamente justa y, sobre todo, tener en cuenta el interés de las futuras generaciones. Es un vasto programa, pero tal vez no sea demasiado tarde.
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