El detrás de escena de Alberto Negrín
Detener por unos instantes el tiempo. Lograr ese suspiro que implica sumergirse en la fantasía. Si ese es el vector de trabajo que tiene como premisa el escenógrafo y arquitecto Alberto Negrín para armar cada diseño de puesta escénica también lo logra en su propio estudio. Un espacio grande que contiene su mesa de trabajo y allí, en el centro, la maqueta de una de sus obras en cartel: Departamento de soltero, basada en una película de Billy Wilder. Al lado, la maqueta de la obra que más veces montó aquí y en el mundo, Cabaret, que lo hizo transformar en verdaderos night-club teatros como el Liceo, en Buenos Aires, y el Folies Bergère, en París. Y por todos los rincones más y más escenarios en miniatura. Si el teatro puede definirse, no sin cierta dificultad, como aquel arte del instante, que sucede y se disuelve en el mismo acto, Negrín logra capturar algo de esa fugacidad, retener lo imposible y, entonces, la historia teatral puede guardarse.
Esa metodología de trabajo con maquetas la aprendió en Europa. Además de resultarle la manera más eficaz para narrarle a cada elenco sus ideas, le permite volver a ser aquel niño del campo, a unos pocos kilómetros del pueblo Jacinto Aráoz, en La Pampa. Allí nació, se crio y conoció de manera premonitoria el arte escenográfico.
"La tranquilidad y el silencio del campo despertaron en mí y en mis tres hermanos un mundo de fantasía. No había negocios, ni tecnología, pero sí la imaginación, que es infinita. Inventábamos juegos entre los árboles. Y así surgió el primer teatro que tuvimos, y yo era su gestor. Plantados los árboles de forma ortogonal, el espacio de uno que faltó nos permitió crear nuestra primera planta escénica. Entraba el sol entre el follaje y se dibujaba un perfecto anfiteatro con iluminación natural y tierra apisonada que se volvía pista de circo", rememora Negrín que sigue yendo periódicamente a ese lugar, donde aún vive su padre.
Su contacto con la actividad que tiempo después desarrollaría –con ese profesionalismo que lo hará cruzar el océano de forma permanente– era cotidiano y, aunque haya tardado años en asistir a obras como espectador, su temprana vocación fue arrolladora. "Fui a un colegio rural porque era el único que existía en la zona. Nuestras actividades sociales se desarrollaban en el pequeño pueblo, de una diez por diez cuadras. El clásico pueblo: frente a la plaza, la Municipalidad, la escuela, la iglesia y, al lado, el salón de fiestas que era el único espacio con un escenario, bambalinas, camarines y un telón pintado perfecto que no voy a olvidar nunca, sobre lienzo, tal como se pintan los telones hoy, un árbol, un lago, unas montañas y césped. Todas las intervenciones que se hacían eran con ese único fondo, porque no se podía subir. Y yo me encargaba de armar las escenografías con yuyos, ramas, todos elementos naturales porque no tenía otra cosa. Entonces supe que eso es lo que me gustaba: construir fantasía".
¿Cómo llega ese niño curioso y constructor a convertirse en el escenógrafo multipremiado y tan codiciado por los productores, con más de 70 trabajos?
No bien terminé el secundario, supe que tenía que irme a estudiar una carrera universitaria. Así lo habían hecho mis tres hermanos y ahora era mi turno. Aunque ellos se habían ido a Bahía Blanca, a mí me seducía La Plata. De alguna manera me acercaba más a la Capital. Desde muy chico me gustaron las luces de la ciudad, como decía Nacha Guevara. Mi papá recibía muchas revistas y yo veía la publicidad de Tato Bores y aquel logo de Canal 13 que parecía una B, y me imaginaba trabajando ahí. Así que en La Plata logré combinar lo que quería: arquitectura con escenografía. Me fui para allí sin conocer, pero mis papás nos educaron para el mundo. A la mañana estudiaba Arquitectura y a la tarde, Escenografía. Y algo se me terminó de armar.
¿Pensás tus escenografías desde lo arquitectónico?
La arquitectura y la escenografía tienen algunas técnicas y estéticas en común. Pero en el fondo, son muy diferentes y eso lo empecé a ver estudiando. La arquitectura se instala en un lugar y se radica, se recorre en todos los sentidos. Y hay una cuestión estructural, de técnicas constructivas acordes a la época, a lo contemporáneo, que la escenografía no tiene. En la escenografía puedo hacer un Partenón.
Además de esas dos carreras, sumaste en algún momento dirección cinematográfica. ¿Cómo fue?
Mi primer trabajo fue como asistente de arte de Jorge Sarudiansky en una película. Fue ad honorem, pero significó mi primer encuentro con gente de la Capital. Y fue una experiencia tan extraordinaria que me impulsó a estudiar dirección de cine en Avellaneda. Como aún vivía en La Plata, trabajaba en Buenos Aires y filmábamos en Tigre tuve que abandonar esa carrera porque no me daba el tiempo, pero comencé unos talleres que tenía José Martínez Suárez. Tuve compañeros increíbles, recuerdo realizar tres cortos con Lucrecia Martel.
¿Cómo llega la escenografía teatral entonces y se queda para siempre?
Para ese entonces, en una de mis tantas venidas, pasé frente al Teatro San Martín y vi un aviso en el que buscaban gente para que pintara un telón para una obra de Griselda Gambaro, Penas sin importancia, dirigida por Laura Yusem. La escenografía era de Graciela Galán. Me anoté. Recuerdo entrar en la sala Cunill Cabanellas, su olor, el piso negro, un telón gigante que ocho personas pintábamos. Me acuerdo de la pintura que usábamos en ese entonces, especial para escenografía, marca Fipe, que ya no existe más. Eran colores que nunca había visto. Un día fui a conocer esa fábrica, el dueño se llamaba Horacio y, aunque me mostró muchos secretos de las pinturas, no me reveló cómo hacían el rojo que es el color más difícil. A partir de esa obra, Graciela me sumó para trabajar con ella en una ópera en el Colón. Otro recuerdo imborrable. Beatrix Cenci, de Alberto Ginastera. Yo amaba la ópera. Mi madre, junto con todos sus hermanos, en cada celebración que los reunía, cantaban a cuatro voces. Ella era soprano, mi tía contralto, había tenores, bajos, y hasta un director de orquesta. Fue Graciela quien me llevó a París por primera vez a trabajar en la pieza que dirigía Jorge Lavelli, Maison d'arrêt. Estando allá, me llamaron desde Buenos Aires para ofrecerme lo que se convirtió en mi primer trabajo como escenógrafo, Violeta viene a nacer, con Virginia Lago. Con esa obra obtuve mis primeros premios María Guerrero y ACE. Y de golpe, comenzaron a llamarme para hacer obras.
Por esos años, Negrín iba y venía de La Plata a Buenos Aires a trabajar, pero sobre todo a ver teatro. La obra que más veces vio fue Eva, el musical con Nacha Guevara en el Maipo. Unas ocho veces, siempre desde arriba. Cuando se iba, seguía escuchando los casetes con las canciones. Así que, muchos años después, cuando terminó trabajando con Nacha en esa obra, la podía cantar de principio a fin de memoria. Otro hito en su vida artística, como cuando por el proyecto de Cabaret recorrió el mundo. Un mundo que conocía por los audiovisuales que su padre les preparaba los días de lluvia que les impedían jugar afuera. Desde la llanura pampeana se encontraban con imágenes e historias de todas las ciudades. Así que, cuando Alberto llegó a Europa, sentía que ya conocía el Viejo Continente.
¿Cómo llega Cabaret a tu vida?
Cuando me ofrecieron esa obra, en 2001, me fui a Berlín y lo primero que quise fue encontrar un auténtico cabaret de aquellos años. Tardé muchísimo. Al fin, encontré uno que tenía pisos de madera, las paredes llenas de humo, se percibía que por allí había pasado mucha gente y que había pasado de todo. El color bordó de las paredes, la mampostería un poco rota. Y mucha angustia. Esa primera imagen quedó. Cabaret para mí significa eso: una alegría que tapa el dolor. Es la obra que más hice y que más conozco. La hice en Madrid, Barcelona, Ámsterdam. Esa experiencia fue muy impresionante porque fue con todo el equipo creativo de Sam Mendes que la había hecho en Broadway y yo era el único que venía de afuera. Allí la estrenamos en un circo, frente al gran canal de Ámsterdam. Cuando terminamos, les propuse hacerla en París y me dijeron que no, que era imposible porque allí no funcionaba el musical. Pero insistí, me fui hasta París a buscar un teatro y me ofrecieron el Folies Bergère; fue como tocar el cielo con las manos.
Si para Negrín, la misión principal para esta obra era transformar cada teatro en un verdadero cabaret de los años 30, ¿qué mejor que un teatro parisino que fue un famoso club nocturno en aquellos tiempos siniestros para Alemania y para este país que sufrió tanto el nazismo? En absoluto diálogo con el alma de la obra, la tarea fue titánica porque implicó reconvertir al teatro en cabaret, lavarle la cara y dejarlo a tono con 1930. Tuvo un resultado glorioso: dos años de funciones llenas de éxito y glamour.
Es innegable que al entrar en cualquier teatro que tenga una escenografía con su sello hay un momento de éxtasis por semejante despliegue. Pero la clave está en los detalles. Afirma que se deleita haciendo cosas imperceptibles para la platea y que solo el actor las pueda ver. Inscripciones en teléfonos, documentos idénticos a los originales, letras pequeñas en objetos, etiquetas que solo se ven de cerca y un sinfín de minúsculos elementos son sellos de Negrín. "Le da una verdad al actor. Compone parte de la obra. No es lo mismo para un actor tener que entregar un pasaporte con su foto, con el papel rugoso de aquella época. Ayuda a construir la fantasía".
¿Cómo empieza tu trabajo?
Por el texto y por el autor de la obra. Siempre hay un autor atrás que tiene una historia y que ha contado algo antes. Eso me gusta conocer, el universo de la creación. Leo el texto y ya entro en un mundo, ese momento es el que debo cuidar más porque esa primera lectura me deja muchas imágenes. No lo leo apurado ni con ruido y voy dibujando lo que imagino que puede ser, y siempre eso perdura. No leo didascalias ni ninguna indicación del texto que me pueda condicionar. Solo las acciones, lo que cuenta la historia. Y lo leo una sola vez. Con esa lectura me quedo. Cuando me ofrecieron Sugar, me encerré un fin de semana largo, volví a ver la película, leí la obra, imaginé cómo era. Cada página de una obra te abre una línea de investigación. En mis trabajos, todo tiene un por qué. Y no me importa si lo veo solo yo o si en la sala va a haber un par de ojos que lo vea. Yo le doy el marco lleno de leyes para que se despliegue la ficción.
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