El detective como narrador
La Exposición Universal de 1889 es el nostálgico escenario de un ajustado policial que se sirve de la tradición de la escuela inglesa para desbordar los márgenes del género y poner frente a frente la razón y las fuerzas irracionales
La última novela de Pablo De Santis es un artefacto literario complejo, pero una de sus muchas virtudes es que lo disimula muy bien. En primera instancia, El enigma de París admite ser leída como una atrapante novela policial, con su crimen a resolver -hay muchos, en realidad-, la consabida pesquisa y la ulterior identificación del asesino. En ese sentido no defrauda: tiene ritmo, sorpresa, toques de humor y una precisión de relojería que mantiene en vilo al lector desde la primera página hasta la última.
Pero en esta novela los detectives no sólo investigan. Reunidos en París con motivo de la Exposición Universal de 1889, los miembros de Los Doce Detectives, un selecto club integrado por los más famosos investigadores del mundo, defienden ante sus pares su hipótesis sobre la naturaleza de lo que constituye su mayor desvelo: el enigma. En medio de ese cónclave, el asesinato de uno de ellos los devuelve a la realidad y al trabajo. Así, entre la teoría y la práctica, entre la sangre aún caliente y las sofisticadas elaboraciones mentales que buscan dotar de un sistema al oficio, avanza este policial heredero de la escuela inglesa que desborda los márgenes del género.
Entre los detectives hay un argentino, Sigmundo Salvatrio, el hijo de un zapatero que creció leyendo las aventuras de los miembros del club en revistas de crimen y misterio. Llega enviado por Renato Craig, detective de Buenos Aires, después de formarse y de resolver el asesinato de su más aventajado compañero de estudios junto con su maestro, que enferma y decide no viajar a París. Narrador y protagonista, Salvatrio resulta el elemento que hilvana esta trama en la que crímenes en tiempo presente y crímenes pasados encajan como en un juego de cajas chinas.
Con una imaginación que parece inagotable, De Santis siembra en el texto las muertes que impulsan el relato y además construye casos cerrados -asesinato, enigma y resolución- que pone en boca de los detectives para que cada uno ilustre su teoría. Aquí la novela se convierte en una suerte de thriller epistemológico, si tal cosa existe. Para el holandés Anders Castelvetia, el enigma es un rompecabezas que se resuelve cuando el investigador da con la pieza que completa la figura. Magrelli, el Ojo de Roma, opina en cambio que no se trata de una revelación progresiva sino de un salto, un cambio de perspectiva que permite ver el dibujo escondido; Madorakis, detective de Atenas, dice que el enigma interroga al investigador, que abreva en su propia experiencia para resolverlo; el japonés Sakawa da un giro zen y sostiene que el enigma es una página en blanco: el ojo del investigador lo construye en el vacío.
Los detectives convertidos en virtuales narradores remiten al universo borgeano: cada exposición de los sabuesos supone enhebrar causas y efectos para conferir un determinado orden al caos, es decir, una interpretación del mundo; al mismo tiempo, representa la lucha de la razón por aprehender una realidad que -ya se verá más adelante- la excede. Esta disquisición teórica, con todas las resonancias metafóricas que admite, y la búsqueda del esclarecimiento del crimen, que viene a alterar el ambiente casi vacacional que prevalecía en el grupo, se entrelazan de manera natural, sin que el relato pierda fluidez.
Ambientada en plena celebración del positivismo, la contradicción entre la razón y las fuerzas irracionales es otra de las constantes del libro. De Santis -autor de La traducción , El teatro de la memoria y El calígrafo de Voltaire , entre muchos otros títulos- enfrenta a los detectives con los círculos ocultistas de París, que, se sospecha, quieren atentar contra la Torre Eiffel, a punto de ser inaugurada. Investigándolos es asesinado Darbón, el detective local, en el primero de otros crímenes en serie. Los detectives son la razón, el método, la prosa; los ocultistas representan, en cambio, la intuición, lo irracional, la poesía. Al enigma anteponen el misterio, que quieren preservar, y la infinita multiplicidad de las interpretaciones. "El deseo de comprenderlo todo es la enfermedad de la época", diagnostica Grialet, un iniciado en ciencias herméticas que además es sospechoso del asesinato de Darbon.
El lector avanza en el relato de la mano de Salvatrio, y ese es otro de los aciertos del libro. Integrado al grupo de ayudantes -cada detective cuenta con uno-, el protagonista vive sus primeros días en París como si habitara el mundo de leyenda retratado en sus lecturas. A través de sus ojos, vemos a los investigadores como figuras míticas, lejanas e intocables, más propias del universo del cómic que del mundo real. A medida que se entrevera en la investigación, se adentra también en los claroscuros del oficio y en las intrigas y los celos que laten entre investigadores y ayudantes. Y por detrás de la peripecia, va cocinando a fuego lento una maduración que termina de conquistar en las últimas páginas.
Al modo de un bildungsroman o novela de aprendizaje, El enigma de París , que obtuvo el Premio Iberoamericano Planeta-Casa de América de Narrativa 2007, narra la pérdida de la inocencia y la distancia que se abre entre los sueños y la realidad. Con un dejo nostálgico, refleja también el principio del fin de una época: aquella ilusionada con el progreso que prometía la razón, cuyo resquebrajamiento da paso a un mundo caótico donde, mal que les pese a los detectives y sus teorías, el crimen y el mal ya no responden a lógica alguna.
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