El desvelo de Roux
Años de insomnio llevaron al artista a descubrir en su propio hogar un mundo que le era ajeno: ollas, cazuelas y muebles cobraron nueva vida gracias a sus carbonillas
Padeceres felizmente superados determinaron en Guillermo Roux un insomnio tenaz que contaminaba la vigilia diurna. Quienes comparten tales disturbios saben de los tormentos que se procura no proyectar sobre los seres queridos. Roux, hombre de bien, encontró un atajo. A pie juntillas sentó reales en la cocina familiar, escenario raramente frecuentado en días de bonanza y buen dormir. Hizo más: abrió vasares y alacenas, urgó los anaqueles. Y halló enseres mínimos que nunca llegaron a su mesa: ollas abolladas, cazuelas chafadas, lozas desportilladas, frascos sin tapa ni posible utilidad. Como el singular corta-huevos.
¿Depreciados dioses lares? Tal vez nostalgias de fogón. La diferencia es la mirada. Roux encontró en este batiburrillo doméstico aquellos primores de lo vulgar celebrados por Azorín, cuya prosa menuda, casi cominera, admiraba Adolfo Bioy Casares. Y sobre estos prestigios de lo menudo campea, soberano, el dicho de Teresa de Cepeda y Ahumada, la doctora de Ávila, aquel de "Dios también está entre las ollas".
Tarea quijotesca si la hay. Y para captar estos entresijos menudos en los dibujos que ahora se exhiben en el Museo Nacional de Arte Decorativo (MNAD), Roux optó por la humilde carbonilla, trasunto de los hollines que tiznan peroles, sartenes y cafeteras. Con ella logra penumbras y destellos, ambos virtuosos, y en ocasiones asistido de leves pero determinantes acentos de azul ultramar, ocres o bermellón en tiza pastel.
Roux no se vale de esfuminos -suerte de lápiz de papel secante- o de la humilde miga de pan amasada por ansiosos alumnos para modelar volúmenes y claroscuros. Suena baladí pero no lo es. Exige pupila y control de los medios gráficos. Aquellos que Roux adquirió bajo la férula de Corinto Trezzini, el maestro que le reveló el color latente en un trazo de carbón sobre papel Ingres.
Se dice que la rama de sauce es la mejor materia para carbonillas. Barras menudas, febles, quebradizas. Alberto Bellucci, director del MNAD, conjetura que Roux las empuña como una batuta sensible tanto a lo airoso como a lo cantábile. Bellucci acierta, ya que la obra de Roux es de inocultable naturaleza poética y musical.
Nocturnos es la perfecta denominación de la muestra. Roux es audaz concertador de carbón y bolígrafo, otro menoscabado artículo de escritura. Nocturnos podría asimilarse al tema de la naturaleza muerta, pero el término inglés still life (vida quieta) cuadra mejor. En atisbos a párpados entrecerrados, mirada de pintor, y en el silencio de la noche, estos objetos pretendidamente inanimados cobran vida, secretean al insomne en diálogo sostenido que la muestra invita a compartir.
Las nocturnidades se prolongaron por varios insomnes años. Y el desvelado hizo sigilosas incursiones en los entornos de la cocina. El cambio de escenario le ofreció otros protagonistas silentes: sillas Windsor con almohadón al crochet, una mesa de tablero curvo bajo la cual asoma, calzado con semillado Oxford, el propio artista.
Atenuada la abstinencia no querida, Roux retorna a los escarceos de sueños y vigilias. En ese territorio mutable hace su agosto en soportes pequeños que su genio expande y magnifica. En tales formatos se repone de la epopeya mural de La Constitución guía al pueblo. Unos y otras dan testimonio de su fe y ejercicio ciudadano, inescindibles en su obra.
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