El desperdicio como arte
La caja
Por Gabriel Reches
Interzona/120 páginas/$ 28
Afable, chapucero y meticulosamente inútil, el personaje que narra en esta primera novela que publica el poeta Gabriel Reches (Buenos Aires, 1968) podría quizás ocupar un lugar en el célebre y animado salón de los vitelloni fellinescos, si no fuera porque su apatía raya, a veces, con la más pura paranoia posmoderna, y porque su humor está más emparentado con el absurdo beckettiano -o incluso con el desapego zen- que con la exuberante vitalidad del director de Amarcord.
"Me definía como un desgraciado sin voluntad, o de voluntad inversa, y tuve lástima al entender lo que mi imagen representaba en el mundo en ese instante: un tipo con una caja en las manos y sin ideas." Quien habla aquí quizá sea, entonces, uno de esos al que nuestros abuelos no dudarían en llamar "un bueno para nada", un caso irremediablemente perdido para la sociedad, o visto con algo más de optimismo, un gran talento artístico desperdiciado. En todo caso, se trata de un genuino loser, con plena conciencia de serlo. Y esto es algo que, por supuesto, lo hace bastante más lúcido y encantador de lo que nuestros abuelos y la sociedad estarían dispuestos a admitir.
El relato comienza cuando un personaje llamado Jaime Zar, presuntamente, el padre del narrador, es arrollado por un camión de residuos patogénicos. El hecho, la anomalía del accidente, permite situar enseguida la singularidad del protagonista de la historia y considerar su perplejidad -o su fluctuación residual- frente a las cosas y el mundo que lo rodea. Luego, la narración se dispersa dando paso a otros personajes y acontecimientos no menos extraños, que sirven como pretexto para ejercitar el humor ácido y la aguda facultad para el autoanálisis del narrador.
Por otro lado, la misteriosa "caja" del título es, en realidad, el envoltorio de un viejo teclado marca Korg con el cual el personaje intenta, en algún momento, redimirse de su inutilidad, poniéndose a sintetizar algunos sonidos parecidos a la música. Pero curiosamente, no es el teclado sino la caja que lo contenía (vale decir, el sobrante o los restos) aquello que funciona como un núcleo obsesivo del relato y que se transforma en un cadáver, un ataúd, un mensaje cifrado del más allá y, sobre todo, en "una forma políticamente incuestionable de perder el tiempo".
En este sentido, Gabriel Reches parece concebir la escritura como un arte del desperdicio, una demiurgia de lo inútil, una fenomenología de la pérdida y de lo descartable. Y del mismo modo que antes con la poesía, en El resto o La evolución ,por ejemplo, al abordar la novela, Reches trabaja con materiales desechados por la narrativa convencional. Ni trama ni argumento, tampoco ningún verosímil planteado en los términos del género. Más bien todo lo contrario: imágenes deshilachadas, de segunda mano, que podrían ser tanto los residuos de una historia policial -truncada- como los vestigios involuntarios de un televisor parpadeando en la interioridad de los personajes. No obstante, lo que de sustancia narrativa queda afuerade esta novela, se gana en humor, inteligencia y pasión por el lenguaje.
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