El derrotero interminable del cráneo de Descartes
El filósofo, matemático y físico francés, considerado el padre del pensamiento moderno, murió un día como hoy en febrero de 1650, con apenas 54 años
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En 1649, la reina Cristina de Suecia convocó al filósofo René Descartes a integrar su corte para así tenerlo a mano a fin de saciar su enorme curiosidad. Era Cristina la reina más cultivada de Europa. Lectora insaciable, dominaba seis idiomas que usaba para mantener una relación epistolar con los hombres más notables de su tiempo. Entre ellos, obviamente, estaba Descartes que hacía 21 años que vivía en Holanda. Este no pudo resistir la tentación de integrar la corte y se dirigió hacia Estocolmo. El pobre no tuvo suficiente tiempo para arrepentirse de haber dejado su cómoda vida de pensador independiente.
La reina lo alojó en el palacio para tenerlo a mano si la asaltaba alguna duda existencial. Pero resultó ser que estas inquietudes aparecían a horas desapacibles y el pobre René, acostumbrado a dormir hasta bien entrada la mañana, se encontró recorriendo los destemplados pasillos del palacio aún antes que el sol despuntara en el horizonte. La salud de Descartes se resintió en este clima “enemigo de su temperamento” y en febrero de 1650, con apenas 54 años, murió tras padecer una neumonía fulminante.
Siguiendo la antípoda del silogismo que lo hizo célebre (cogito ergo sum, pienso luego existo), René murió y dejó de pensar… quizás por eso su cráneo, que alojaba el cerebro de donde había surgido el racionalismo del Discurso del método, pasó a tener un valor simbólico.
Por 16 años su cadáver descansó en paz, en las frías tierras suecas, pero los franceses quisieron recuperar los restos de su ilustre connacional. Cristina ya no regía los destinos de Suecia y se había refugiado en Roma después de convertirse al catolicismo. ¿Hubiese la reina cedido el cuerpo del su filósofo preferido? Nunca lo podremos saber, sin embargo sus sucesores no tuvieron inconvenientes y le entregaron los restos de Descartes al embajador francés. Acá comienzan las peripecias póstumas y la dispersión de la osamenta del pensador, ya que al embajador le fue concedido el honor de conservar los huesos del dedo índice del filósofo.
Como le habían llegado rumores de que los ingleses querían apoderarse de los restos de Descartes, decidió que el viaje que llevaría los restos del pensador a Francia se hiciese por tierra, custodiado por una escolta encabezada por el capitán Isaac Planström. Los restos de Descartes viajaron entre el equipaje del diplomático y demoraron ocho meses en llegar a París. Allí se alojaron en la Iglesia de Santa Génova, donde un siglo más tarde funcionaría el Panteón de Francia.
En medio del furor de la Revolución francesa, aparece la figura de Marie Alexandre Lenoir, una fuerte defensora de la cultura francesa que salvó de la destrucción varias obras de arte del ancien régime y al sarcófago de René Descartes, que estuvo a nada de ser destruido por una turba enardecida. Calmados los ánimos, la Convención, a instancias del nieto de Descartes, envió los restos del ilustre pensador al nuevo Panteón, aunque se tomaron su tiempo y recién el traslado se concretó bajo el reinado de Luis XVIII.
Cuando se abrió el ataúd, para sorpresa de todos, faltaba la cabeza del filósofo. ¿Dónde estaba el cráneo que alojaba una de las mentes más brillantes de Francia? Nadie pudo dar respuesta a esta inquietud hasta que en 1821 el barón Georges Cuvier, un célebre naturalista francés, recibió un paquete de su amigo, el químico sueco Jöns Jacob Berzelius, con la cabeza del pensador que había adquirido por 39 francos a un tal Ahlgren, dueño de una casa de tolerancia. ¿Para qué quería Ahlgren la cabeza de Descartes? Pues la había adquirido cuando se remataron los bienes del cirujano Anders Sparrman y habrá pensado que podría ser sido un buen adorno para su local... omo no fue así y en nada aumentó el giro del negocio la presencia de tan noble testa, Ahlgren se la vendió a Berzelius quien inmediatamente la envió a París.
El cráneo estaba escrito con una frase en latín en la que acreditaba que ese era efectivamente la cabeza del gran Descartes cuyo “espíritu exulta siempre en la esfera del cielo” y a continuación enumeraba a los antiguos dueños del noble cráneo, siendo el primero el desleal capitán Planström, responsable de custodiarlo hasta su entrega. Éste habría cambiado la egregia testa del filósofo por una menos excelsa, casi vulgar diríamos (pero, ¿quién se iba a dar cuenta? todos los muertos se parecen, aunqne no son iguales).
A la muerte del avieso oficial este cráneo pasó a su acreedor Olof Bång quien se la vendió al militar Axel Hägerflycht y, luego, a manos del escritor Anders Anton von Stiernman, que la cedió a su yerno el obispo protestante Olof Celsius. Con posterioridad la tuvo Johan Fischerström y, por último, un inspector de impuestos. También Berzelius relató que en la universidad de Lund había otro cráneo atribuido a Descartes. Quizás alguien se había tomado la molestia de robar el falso cráneo del filósofo, razón por la cual Descartes había llegado descabezado a su destino final.
¿Por qué tanto interés? Por el auge de la frenología, pseudociencia que prometía descubrir los secretos del alma por los accidentes óseos, una moda médica que duró un siglo pero fue la responsable del robo de cabezas de personas notables, de otros que no lo fueron tanto y de ladrones y asesinos .
Cuvier cedió el cráneo al Museo de Historia Natural de París, que no lo tuvo en exposición porque dudaba de su autenticidad. ¿Un cráneo garabateado como un pasquín pertenecía a uno de los pensadores más célebres de todos los tiempos? El tema se debatió hasta que Paul Richer, psiquiatra de la Academia de Ciencia, discípulo de Charcot y escultor aficionado, tomando precisas mediciones del cráneo y comparándola con un retrato de Descartes, demostró que sí era el del filósofo.
Por fin el cráneo descansa en paz en el Museo del Hombre, a orillas del Sena, y allí se lo puede ver con los nombres de los hombres que lo poseyeron con la intención de sostenerlo entre sus manos como el príncipe danés, cavilando sobre el sentido de la vida: Acaso, ¿vivimos para pensar o pensamos para vivir?