El delicado arte de oír a las plantas
Hecho comprobado científicamente, los que hablamos con las plantas estamos todos locos. ¿Quién va a discutir eso? Como mucho le hablás al gato, y alucinás que te entiende y todo. ¿Pero a las plantas? Bueno, parece que es al revés. Como escribí en otra ocasión, estamos empezando a descubrir que los vegetales perciben el entorno, se comunican, cooperan entre sí y, en general, manifiestan una serie de comportamientos (si no les incomoda que los llame así) que podríamos calificar de sensibles. Quiero decir, más allá del proverbial fototropismo del zarcillo. El problema es que sus inteligencias nos resultan por completo ajenas. Después de todo, las plantas no mueven la cola cuando llegás a tu casa ni construyen un nido en el marco de la ventana del vestidor.
Hace poco salió un nuevo libro sobre el tema, de Paco Calvo, llamado Planta Sapiens: Unmasking Plant Intelligence. Calvo trabaja en el Minimal Intelligence Lab de la Universidad de Murcia. Me puse en contacto con él en septiembre para entrevistarlo, y me dijo que tenía que coordinar con su editora para concederme ese reportaje; hasta ahora no tuve respuesta.
Están apareciendo varias obras sobre la inteligencia y la sensibilidad de las plantas, y en este mismo espacio comenté uno excelente que escribió en 2019 mi amigo Jorge García González, del INTA; se llama El comportamiento y la inteligencia de las plantas, tiene el auspicio de la Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria y, por lo que vi, todavía se consigue. Una joyita.
Por supuesto, la sensibilidad de las plantas no significa necesariamente que el hablarles cambie en algo su bienestar, pero lo cierto es que tan locos no estábamos.
Con todo, hay una idea a la que vengo dándole vueltas hace muchos años y que esta sequía horrenda ha venido a confirmar. No importa cuántas fichas técnicas leas y cuántos tutoriales de YouTube mires, al final la única que te va a decir lo que necesita es la planta misma. Si estás prestando atención, claro.
Es decir, nos la pasamos discutiendo si servía de algo hablarles, y en realidad tal vez era más importante aprender a oír lo que las plantas dicen. ¿Dicen?
Sí, acá van un par de ejemplos. Mis solandras (Solandra maxima), regalo de una queridísima amiga, estuvieron felices durante varios años, con sus flores bíblicas y su perfume sutil al atardecer. Y de pronto, este año, empezaron a decaer lentamente. Han crecido una enormidad, así que supuse que la sequía no podía estar afectándolas.
Claro, una sequía normal, no. Pero esta es apocalíptica. Les presté oídos, y por supuesto no oí (tranquilos) una vocecita subterránea pidiéndome agua; pero en ese momento me di cuenta de que hay un punto en el que la bibliografía se agota y hay que escuchar a ese ser vivo que tenés delante, atado a la tierra y supuestamente mudo. Probemos, me dije, e implementé un rudimentario riego por goteo, lento, pero constante. Tenía la sensación clara y distinta de esas solandras estaban pidiendo agua. A pesar de su rusticidad y todo eso, querían agua. Funcionó. En quince días se llenó de cientos de brotes lozanos. Que es una forma que tienen las plantas de dar las gracias.
Mi atención viró entonces hacia unas macetitas donde había plantado semillas de alcaucil. Amo ese cardo, pero no estaban germinando como esperaba. Volví a mirar las semillas que me quedaban. Más gordas y sanas, imposible. ¿Qué les pasa a ustedes? (No, no les pregunté en voz alta, calma.) Y ahí recordé algo que había leído en el libro de García González. ¿Y si la semilla supiera que no tiene suficiente tierra? Llené un contenedor grande con mucha tierra, como en el mundo real, sembré, y en cinco o seis días habían germinado todas, vigorosas y felices.
No sé, y tal vez nunca sepa si cuando les hablo a mis plantas (se reirían, si pudieran oírme) sienten algo. Pero acabo de descubrir que lo que en realidad importa es saber escucharlas. Vaya novedad.
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