El cuerpo es también un derecho
Por razones que vienen de lejos y que llenarían gordos volúmenes, somos únicos también en un aspecto decisivo: la relación con nuestro propio cuerpo.
Hace muchos años me detuve a observar a uno de mis perros, que había alcanzado esa etapa de la vida canina en la que aún no tienen una edad avanzada, pero ya han dejado de ser rebotadores cachorros elásticos o adultos robustos y bien plantados. Empezaba a sufrir alguna forma de artritis y subía la escalera escalón por escalón, lenta y minuciosamente, hasta que llegaba a la terraza, donde le gustaba tomar sol. Por supuesto, me había ocupado de que lo atendiera un buen veterinario y demás, pero, detalles aparte, me dejó pensando en la monumental carga de racionalización que le imponemos a ese vínculo extravagante, por momentos mágico, y a todas luces inevitable que establecemos con el cuerpo. Con nuestro cuerpo. Sin saberlo, ese perro era sabio con sus achaques. Nunca lo oí quejarse y fue feliz así, muchos años, con su lenta escalera y su sol, hasta el final.
Por supuesto, el primer dilema es ineludible. Se llama consciencia. No nos cuesta nada pensar en. Reflexionar sobre. Proyectar. Racionalizar. Un dolorcito de nada y más de uno se amarga con pensamientos trágicos. Mi madre era así. Sin embargo, no padecía ese otro drama con el que solemos convivir, en una especie de tortura sorda y leve, pero perpetua: el suplicio de nuestra imagen corporal.
Sí, por supuesto, el constante y temprano bombardeo de modelos estéticos que, además, hoy están intervenidos por los bits, nos trastornan. Creemos que debemos parecer algo que nadie podría jamás parecer, salvo que ese sea su oficio, y solo durante un breve período, hasta que el tiempo, paciente, pertinaz, impávido, lento e implacable, nos regale el tesoro de la edad, que, cosa siniestra, también está mal visto.
Por supuesto, mi médico tiene razón cuando me palmea la barriga y me dice: “Hay que bajar esto, ¿estamos?”. Y tiene razón porque hay una relación estadísticamente comprobada entre la pancita sedentaria y el riesgo de un evento cardiovascular. Así que hago mi mejor esfuerzo y todo eso. Pero una cosa es que la civilización haya desarrollado esta maravilla que es la medicina moderna –que, dicho sea de paso, no descansa, y todos los días tenemos nuevos avances– y otra cosa muy diferente es que una persona se sienta menoscabada en su humanidad porque el modelo estético de moda le tira de sisa. Sé que ser intenso es uno de mis peores defectos (o uno de los más difíciles de digerir), pero permítanme decirles que es una aberración que una persona bella, inteligente, sensible, profunda y decente se vea obligada a evitar los espejos en doliente silencio. Es un crimen. Las mujeres, por razones que creo que son públicas, notorias e inadmisibles, sufren todavía más esta locura colectiva.
La meditación enseña a desandar esa otra brecha nefasta que sostiene, fanáticamente, que el cuerpo es algo aparte de la mente, de la consciencia, de lo inconsciente, de nuestros miedos y aspiraciones, de todo esto inabarcable que somos. Por supuesto, no pretendo que tengamos con nuestros organismos la misma relación inocente, armónica y unánime que tienen los demás seres vivos. Pero nos quejamos demasiado y sufrimos nuestros cuerpos, en lugar de abrazar nuestra existencia física, que es un milagro y es también nuestra obra. Nuestra obra, digo. No nuestra culpa.
Sé, no crean que no, que este es un asunto áspero. Lo es para todos, todo el tiempo. Incluso mucho antes de que la artillería visual nos intoxicara con modelos angélicos e inalcanzables, el connubio entre nuestra mente, que a veces sueña con la eternidad, y nuestros organismos, sujetos al tiempo y a las heridas, no podía estar libre de conflictos. Pero tal vez deberíamos aprender un poco de la naturaleza y darnos cuenta de que en el silencio profundo del alma, este cuerpo, nuestro cuerpo, es nuestro lugar de paz, somos nosotros. El cuerpo es también un derecho.
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