El cuento de la “leona” Luciana Aymar y un deseo perseverante: que los sueños se vuelvan realidad
El relato de la exjugadora de la selección de hockey, titulado “La noche que llovieron estrellas”, integra la cuarta edición de “Pelota de papel”, un libro benéfico donde escriben los más grandes deportistas argentinos
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Lucha Aymar: cuentista. En Pelota de Papel 4 (Planeta), el libro solidario que reúne textos y relatos de deportistas argentinos, la exleona sumó su texto a una causa que también tiene la colaboración de Gabriela Sabatini, Guillermo Vilas, Roberto Ayala, Santiago Lange, Hugo Conte y Paula Pareto, entre muchos otros. En esta ocasión, el monto de dinero obtenido por los derechos de autor de la publicación -cedidos al proyecto que aúna dos pasiones: la literatura y el deporte- se reinvertirá en la compra de ejemplares para donar en establecimientos socioeducativos como escuelas, institutos de menores y pensiones de fútbol juvenil de clubes locales.
“La noche que llovieron estrellas”
Todos los días eran iguales. O al menos lo eran todos esos que más o menos venían preestablecidos. Los rutinarios. A Azul la escuela no le gustaba. Y pasar tantas horas allí, en doble turno, la ponía de mal humor. Así que cada tarde, ya de vuelta en casa, en la merienda se repetía la misma escena: tintineaba con la cucharita sobre la taza mientras revolvía la leche. Tintineaba más fuerte o más despacio esperando que al menos mamá preguntase qué pasaba. Tintineaba con la mirada gacha, con los pelos en los ojos. Tintineaba para llamar la atención. Pero no lo lograba. ¿Había de verdad otra alternativa para su edad? ¿Podría mamá aceptar la idea de que no quería ir más, de que tantas horas en el aula le quitaban tiempo para lo que en verdad quería?
Los recreos eran el único y mínimo aliciente en una rutina que no le interesaba. Aunque a veces, también eran angustiosos. Porque había días en los que los planes de las demás chicas no eran coincidentes con esa timidez que se le salía por los poros. Así que quedaba al margen. No se integraba. No la integraban.
Uno de esos días de agobio, al fin lo blanqueó. Tintineó, tintineó y como no logró llamar la atención ni de mamá ni de los hermanos que revoloteaban alrededor, Azul hizo un movimiento seco y rápido. La taza dio en el piso, estalló en pedazos y los ojos de todos se posaron en los suyos. Los sostuvo firme.
—No quiero ir más.
—A dónde.
—Al colegio, me aburro.
—Imposible.
Mamá no dio opción. Azul quiso explicarle que era posible buscar una alternativa, que quería aprender pero no allí, que había días en que la pasaba mal. Y sobre todo, que lo consideraba una pérdida de tiempo. Quería hacer otra cosa. Otra cosa en grande.
Desde hacía unos meses, esa idea le revoloteaba en la cabeza. Un domingo subió a la habitación del abuelo y lo encontró mirando películas de grandes hazañas. El ídolo que aparecía en la mayoría de las escenas hacía llorar a un pueblo entero. Y al abuelo. Porque hacía lo que nadie hacía. Dibujaba con el cuerpo, gestaba arte en los movimientos. ¿Quién era ese superhéroe? ¿Por qué no podría hacer ella lo mismo?
A pocos días de ese domingo, el abuelo falleció. De manera que Azul le pidió a la familia el permiso de ocupar esa habitación que quedaba en la planta alta e independizarse del cuarto de los hermanos. Esa habitación era un submundo. Estaban todos los videos que él le había mostrado tiempo atrás, podía verlos todas las veces que quisiera y podía, incluso, escaparse por una ventana que había sobre el techo y que no era lindera a la de nadie más.
Desde que Azul planteó la posibilidad de dejar la escuela, no había con ella demasiadas concesiones. Ni mucho margen para pedir nada. Las horas de deporte en el club le parecían muy pocas con relación a todas aquellas que tenía que pasar en el aula. Y si no practicaba más, no podría emular esos sueños que estaba gestando en su cabecita. Insistió algunas veces más y no consiguió torcer la suerte. Había que buscar por otro lado.
Se le ocurrió entonces que esa noche abriría la ventana cuando todos estuvieran durmiendo. Agarró el bolsito que armó a la tarde y saltó sigilosa. Corrió por las calles internas del barrio y se asomó al club al que había empezado a ir hacía un par de años a hacer de todo. Los días en el club eran otra historia. Toda la timidez que la invadía en las aulas, que la marginaba en los recreos o que le impedía ponerle palabras a todo lo que sentía, acá se traducía en la posibilidad de hablar sin hablar. En la posibilidad de decir haciendo. Aunque no le tuvieran fe, porque los problemas posturales y lo flaquito de su cuerpo no auguraban el mejor destino deportivo.
Miró y chequeó lo que ya se le había ocurrido. A esa hora, la puerta del club iba a estar sellada con candado. El rocío del invierno y la noche cerrada terminaban de decorar el panorama de una jornada desoladora. Hasta que se acordó. En el ingreso de atrás no había candados. Dio media vuelta y salió. Fue por el otro lado, entornó el acceso y pasó. La lonja de pasto estaba algo resbalosa a esa hora. No le importó. Sacó los elementos del bolso y se puso a hacer los ejercicios de destreza individual con los que el profe tanto había insistido en la semana. Aunque con artilugios, porque no se veía nada y era tardísimo.
De lejos, Azul vio una escalera. Se la acercó y la apoyó sobre un poste que habían instalado para, algún día, ponerle un reflector. Subió un escalón. Subió a otro. Subió tres. Avanzó más y llegó al último. Miró para arriba. No supo bien por qué había subido y por un rato contempló las estrellas. Estiró la mano y pensó que podía quemarse. Pero no, tomó una por el vértice y tiró. Tiró como cuando alguien tira para desprender una flor. Era posible. No quemaba, pero encandilaba. Así que desandó rápido los escalones que había subido y la colocó en un extremo de la lonja en la que había dispuesto sus elementos.
Lo que parecía iba a ser una noche frustrada, de pronto, se hizo irreal. Hizo ejercicios de un lado y de otro, iluminada, feliz. Jugó por horas, sola, entusiasmada. De acá para allá, con sus propios parámetros. Riéndose a carcajadas. No sentía frío, sentía calor, mucho calor. Sentía que tenía alas en los pies y que todos esos ejercicios eran muy fáciles. Así que le empezó a poner ribetes de colores, a pulirlos, a hacerlos únicos mientras se sentía flotar en los movimientos.
Entrada la madrugada, la luz se fue apagando y la estrella desapareció, se fue escurriendo en la tierra. Azul agarró el bolso y volvió a casa. Tomó precauciones para no hacer ruido y se acostó a dormir. Soñó que un teatro la aplaudía de pie.
Cuando sonó el despertador para ir al colegio, la mañana se tornó dura. Pero no le importó. Ese día se quedó dormida en la clase de historia y prometió que no le volvería a pasar. De no cumplir en clase, tendría problemas mayores. ¿Y si la sacaban de la habitación que era del abuelo? ¿Cómo podría bajar por las noches sin que nadie en la familia se diera cuenta?
Desde entonces, esa noche pasó a ser todas las noches. Salvo que el cielo no tuviera estrellas e hiciera imposible tomar una estrella por uno de los lados, Azul encontró en esa rutina su lugar en el mundo. Para ser y trascender imaginando lo inimaginable. Aquellos ejercicios que había aprendido en el club eran solo una excusa, porque en sí mismos ya no eran los mismos. Acercar la escalera al poste, subirla, llegar a la cima y bajar la estrella que esa noche iluminara la lonja para jugar hasta la madrugada y hasta que se apagase, ¿había algo más lindo? ¿Podía existir mayor adrenalina que esa que por años sintió porque nadie la descubrió escapándose por las noches?
Los días en la escuela habían mutado. El deporte, pero sobre todo ese poder de imaginación que se había instalado en ella, le habían despertado otra mirada del asunto. Las horas en el aula, la no generación de conflictos familiares por no apasionarse por el colegio eran un mal necesario para mantener la armonía y poder saltar cada noche por la ventana a jugar con los sueños. Y ya no estaba sola, porque cada uno de esos actores que comenzaron a habitar su cabeza y a creer en esa, su realidad, como la única realidad, la empujaban a más.
Hasta que… hasta que alguien sacó la escalera. Durante muchas noches Azul fue al club pero no la encontró. Buscó en la penumbra, burló cerraduras y se metió en los cuartos de utilería. Pero nada. No la vio más. Había desaparecido. Sintió vacío y desazón. Incluso miedo. ¿Qué seguiría ahora? ¿Dónde quedaría su pista de felicidad?
Era septiembre otra vez. Y a los sucesivos años de noches de escapada por la ventana ya se le sumaban meses de tristeza y soledad. De mirar y de creer, pero solo con la mira puesta en el techo, con altibajos de ánimo, de incertidumbre. La pérdida de la escalera había hecho a todo lo demás tedioso otra vez.
Esa tarde, cuando tintineaba de nuevo la cucharita contra la taza, ofuscada y molesta sin poder hablar de lo que internamente le pasaba, sonó el teléfono fijo de la casa. El profe del club la convocaba para jugar la noche siguiente ante el clásico del barrio. ¿A ella? ¿De verdad? Si en las clases era una de las habitués a ser suplente, la flaquita frágil que había que cuidar, la que no tenía la fuerza de las más grandes. La que era más fácil de sacar de la lista de la convocatoria porque total no hablaba, total no se iba a quejar. Mamá le transmitió la noticia. Ella encogió los hombros.
—No quiero ir. No voy a ir.
En el fondo, Azul sí quería ir. Pero aquella escalera y aquellas estrellas le daban una confianza que ahora, con su falta, había perdido, desde que no podía trepar ni entrenar a solas.
Finalmente fue, creyendo que total, a fin de cuentas, quedaría en el banco. Cuando el profe dio el equipo quedó atónita. Iba desde el arranque. ¿Y ahora? Miró el cielo, estaba raro. Pese a ello, todo el barrio estaba ahí para vibrar con el clásico de clubes, incluso estaban todo el colegio y todas esas compañeras que habían hecho los recreos hostiles. Estaban las maestras de la nena retraída que no destacaba en clase ni en nada en particular. Estaban la familia, los amigos, los hermanos. El estómago se le estrujó.
—¡Dale, Azul, es tuya!
Alguien la sacudió de la modorra. Y fue para adelante a toda velocidad al tiempo que se escuchaba cómo el cielo empezaba a tronar. Hizo un dibujo en el césped, garabateó otro. Corrió. Corrió. Corrió y empezó a cegarse, porque a la vez que corría empezaron a caer estrellas y otra vez sintió que flotaba. Una, dos, cientos, miles de estrellas. El estadio resplandecía.
Abrió los ojos. No entendió qué pasó. Creyó que era un sueño, que de nuevo estaba inmersa en una realidad paralela en la que era alguien especial que hacía feliz a otro. A muchos. Una compañera la levantó de un tirón en el brazo. Había quedado aplastada bajo la montaña humana que las demás jugadoras habían hecho a modo de celebración. ¿Entonces? ¿Fue real? Sí, tan real como aquella tarde de domingo con el abuelo. Aquella tarde en la que empezó todo.