El cuadro que nos mira, más que una anécdota sobre el célebre molino de Van Gogh
“Cuando contemplamos una obra de arte, también ella nos contempla a nosotros”, dice el autor en este ensayo incluido en “La segunda puerta del sueño”, de Pablo Gianera, una novedad editorial de este mes
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Habrá sido hacia mediados del siglo XIX cuando se generalizó, sobre todo en Francia, el pasatiempo del tableau vivant, el “cuadro viviente”. Funcionaba así: un grupo de personas recreaban un cuadro, la disposición de sus figuras. Había también poses plásticas, una posibilidad más simple en la que un actor imitaba una escultura. Era pura frivolidad social y de entrecasa. En todo caso, el nombre resultaba de por sí bastante equívoco; más que un “cuadro vivo”, era una distracción como de mimos: seres vivos en pose de cuadro. Con todo, vale la pena retener esta presunción del “cuadro viviente”, aunque en un sentido interior, no exterior. Una obra de arte −en este caso, una pintura− está viva no solamente porque está ahí, sino sobre todo porque sigue cambiando, si bien su materialidad (la superficie del lienzo, la pincelada, el color, los contornos) persista inalterada.
Le Moulin de la Galette, de Vincent van Gogh, es una de las piezas más visitadas del Museo Nacional de Bellas. Pero no es la fama la causa para detenerme en ella, aun cuando de todas las pinturas que Van Gogh hizo de ese molino de Montmartre, esta de Buenos Aires sea la que prefiero. No, la causa no es artística, o lo es de una manera impremeditada y lateral.
Tendría yo doce años y mi padre, terminada una visita al Bellas Artes, me compró una postal de Le Moulin de la Galette. Al volver a casa, la puse debajo del vidrio de mi escritorio y ahí quedó, al lado de otras pocas imágenes, por lo menos durante diez años. Diez años en los que no podía sino mirarla, la mayoría de las veces sin atención, es cierto, pero algunas otras detenidamente.
Durante esos diez años, la pintura dejó de ser la que había sido el primer día, aunque, claro está, siguiera siendo la misma para cualquier observador. Para mí, por el contrario, cambiaba continuamente en el interior de una permanencia.
Sabemos que Van Gogh no pintó el molino en sus meses más sombríos (¿y cuáles no lo habrán sido?); sin embargo, aun contra esa evidencia, el cuadro se me fue coloreando de melancolía, cargándose de una inminencia más bien aciaga.
Además, entre el molino, los dos personajes de la parte inferior (un hombre y una mujer, casi sin rostro, abrazados) y la silueta a contraluz de una pareja en el fondo había una historia desgraciada. Descubrí esa historia al leer el quinto acto de la segunda parte del Fausto, de Goethe. Ya ciego y esclavo del progreso como cuadra a todo héroe moderno, Fausto se obsesiona con ganar terrenos al mar. Sin embargo, algo en la costa se interpone entre el agua y su afán de dominio de la naturaleza. En una casita vive una pareja de ancianos: Filemón y Baucis (dos personajes que Goethe importa de la mitología). A Fausto le molestan las campanas de la capilla y quiere para él solo la sombra de sus tilos: “Ante los ojos, mi reino es infinito/ y por detrás me importa el fastidio... Mi posesión no es pura ni total”. Fausto no duda en exterminarlos y destruir la casita. Resulta innecesario insistir demasiado en la comparación: diré solamente que la silueta de la pareja en el fondo bien podría entenderse como una prefiguración ultraterrena de esa destrucción que espera a la pareja del primer plano, todavía feliz.
Tarde o temprano, habría llegado a la conclusión muy poco original de que todo cuadro es, de un modo que no tiene ya nada de teatral, un tableau vivant. Pero existe una diferencia entre un descubrimiento teórico y una experiencia.
Cuando contemplamos una obra de arte, también ella, de un modo misterioso, nos contempla a nosotros. La experiencia artística consiste en esa ilusión contemplativa de que algo, o alguien, nos mira, nos escucha o nos habla en secreto detrás de la obra, porque la contemplación no es solamente visual, sino también auditiva.
En una de las páginas de La fugitiva, Proust propone que sólo con el pensamiento se poseen ciertas cosas, y que “no poseemos un cuadro por tenerlo en el comedor si no sabemos comprenderlo”. Esta identidad entre posesión y comprensión es vulnerable en el caso de la obra de arte, porque considera una transacción intelectual última, como si se tratara de una operación de compraventa; en cambio, hay que rendirse ante la evidencia de que en el último eslabón de la experiencia estética, ese que todos queremos alcanzar, la obra en cuanto objeto se transciende a sí misma en un conocimiento (un correlato de la comprensión que no se confunde con ella) que está detrás de la obra y al que nunca llegaríamos si no fuera merced al pasaje por la obra.
Las obras del tiempo, y toda obra de arte lo es, conquistan su eternidad cuando subliman la materia por medio de la contemplación obstinada de la materia.
La anécdota de mi relación intermitente con Le Moulin de la Galette es una modesta constatación de esa ley sin sanción: aunque ocasionalmente lo haga, ya no necesito volver a ver el cuadro de Van Gogh, pero no porque lo posea intelectualmente o pueda tenerlo de nuevo sensiblemente delante de los ojos por la fuerza de la evocación. Ocurre que su crecimiento es enteramente interior.
"Un cuadro es un discurso acerca de un tema. Sólo en la medida en que este axioma es válido, es posible hablar de pintura abstracta”. Discurso acerca de un tema, no el tema. Decía también Elizondo: “La pintura no tiene público; tiene miradas"
Hay, sin embargo, casos en los que la vida de un cuadro tiene otro signo, un signo inverso, diríamos incluso, puesto que lo conquistado es lo material y no al revés.
Del mismo modo que el Van Gogh en esa infancia tardía y remota, tengo desde hace mucho un trabajo de Eduardo Stupía. La ausencia de anécdota parece impedir en primera instancia que la literatura venga a hacer crecer la obra en nosotros. Con todo, la privación de la anécdota no anula la causalidad narrativa, y esto por dos razones: primero, porque es muy probable que Stupía, igual que otros artistas, tuviera en la cabeza un programa secreto (una anécdota) que ignoramos; en segundo lugar, porque la forma tiene también su causalidad. Para averiguar el modo en que se cumple esa causalidad en los trabajos de Stupía (y cómo también obra en el observador) habría que preguntarse qué es lo que se ve en sus cuadros. El caso es que muy pocos, casi nadie, ven lo mismo. Hospitalario, el artista acepta esas visiones ajenas, propias de la obra, aunque no de él. Para referirse a los trabajos de Matías Ercole, Stupía habló de “un caleidoscopio de un bosque; un paisaje que es muchos”. La frase parece tener una flexión personal, como si el artista hablara en realidad de sí mismo. Eso es en realidad lo que pasa: cuando un artista se pronuncia sobre otro artista, está pronunciándose sobre sí mismo. Pero aquello que se vuelve reconocible en los paisajes de Ercole, no lo es tanto en los de Stupía. Es cierto que entre el nacimiento de Ercole (1987) y de Stupía (1951) corrió mucha agua estética, pero no habría que sacar apresuradas conclusiones de la cronología. El de Ercole es un paisaje interior que está habitado por un único personaje: la luz. Lo vi al artista en su taller, mientras preparaba su muestra de 2019 en MUNAR, operar dos luces móviles como si fueran dos astros. Lo guiaba la pretensión de volver físico aquello que es inmaterial; es decir, el camino inverso de quien contempla. Es probable que esta condición admita generalizarse: el artista necesita llegar a lo material, la obra, que es para quien contempla el punto del que parte para llegar a lo inmaterial. Ese nivel neutro es el único territorio común entre ambos y el que hace posible la experiencia estética.
Pero el paisajismo de Stupía está abstraído. Se diría que propicia el punto de fuga. No es que renuncie a la materialidad, porque sabe mejor que nadie que ningún artista que no sea materialmente minucioso trasciende la materialidad. Más bien, tiende a crecer en la imaginación del observador (del observador que se pierda en la materialidad) de un modo, justamente, imaginario. La imaginación puede desentenderse de lo sensible.
En una conversación con Beatriz Sarlo y Graciela Silvestri, contaba Stupía que desde chico le habían gustado los diccionarios Larousse ilustrados −esos que traían grabados a página completa de fenómenos meteorológicos, moluscos, instrumentos musicales, vestidos o esgrima−, pero que era refractario a las escenografías: “Yo no quería dibujar esos grabados o esa iconografía que me fascinaban, lo que quería dibujar era el modo, no la escena”. Es lo mismo que, más adelante, el artista terminaría definiendo como el desafío de que en “algo expuesto de manera muy frontal” irrumpiera una ambigüedad. Stupía trabaja en el cuadro a fuerza de giros que extravíen la ortogonalidad tradicional. La ambigüedad, así definida, resulta muy semejante a la ironía romántica: una ventana al infinito.
No resulta insensato proponer que hay en la poética de Stupía una recuperación de la belleza natural. Su apropiación de las formas de la naturaleza es, sin embargo, de un tipo particular. Decía el artista en otra conversación: “Cuando yo trabajo, me cuento una historia, aunque no la proponga en absoluto de manera visible. También ahí hay una relación del dibujo con la infancia: yo empecé a dibujar lo que quería ver”. La “naturaleza” querría decir aquello que consiente la imitación. Stupía tiene una voluntad mimética, con la salvedad, tal como quedó dicho, de que lo imitado no es visible, o lo es para un ojo interior, que recuerda y después olvida lo sensible, como si la forma fuera una simple mediación a algo no sensible, inaccesible a la forma y que únicamente el artista consigue poner en forma al seguir el principio mimético interior. A una conclusión semejante llegó el filósofo Friedrich Schelling en su famosa conferencia de 1806 sobre la relación del arte y la naturaleza: “Las obras que nacen de una apropiación de la forma, por más que sean bellas, serían obras sin belleza alguna, puesto que lo único que puede dar belleza a la obra de arte no puede ser la forma sino algo que está más allá de la forma”.
Los años de contemplación obstinada de Le Moulin de la Galette –contemplación, no lo dije antes, que se me impuso en el regalo y a la que yo me avine− fue sustituida por la de dos trabajos de Stupía. En él el salto de lo sensible a lo inteligible se vuelve simétricamente imaginario: lo invisible inicial conduce a lo invisible último, nunca definitivo, hecho de lo ya visto. La primera tentación es la del paisaje, paisaje de bosque o de selva, aunque nada hay que justifique la presunción, salvo el plano general.
Decíamos que el de Stupía es un paisajismo abstraído. Podríamos llamar en principio “naturaleza” a aquello que no es obra de arte. Pero esta definición trae consigo en Stupía una reformulación y una expansión de lo bello natural, que incluirá asimismo el paisaje cultural. Entonces, para ponernos de acuerdo, llamemos “naturaleza” a todo aquello que no fue tocado por el hombre con una intención artística. Dicho de otra manera: lo bello natural es la manifestación de una experiencia no mediada por ninguna subjetividad. El paisaje natural no es intencionado (no en el sentido en que lo es una obra de arte), pero Stupía, al seguir la forma en la que opera, le inventa a la naturaleza una intención.
Lo real no existe. Alguien tiene que inventarlo, y aquellos que lo inventan son quienes menos creen en lo real, quienes rehúsan a ser serviles a él.
La actividad interior de los cuadros del artista es intensísima. Los paisajes dramáticos de Stupía no tienen término medio: se ven como de lejos (el paisaje) o piden microscopía (el paisaje que se niega a sí mismo). La maestría del dibujo orienta ese vaivén. Dice Stupía que es la “tensión óptica” y no la inteligibilidad del cuadro lo que guía el movimiento del espectador. Es cierto también, como el propio artista sospecha, que la pieza no le enseña nada al observador, aunque propone un “tipo de mirada”. La contemplación renovada de los cuadros logra, sin embargo, que esa tensión óptica quede interiorizada y que la inteligibilidad, lo comprendido, sea el tipo de mirada que ya no necesita de lo mirado para seguir mirando.
El cuadro imaginado, el cuadro vivo, no vive porque le inventemos episódicamente anécdotas. Eso, que podría ser cierto (no lo es, pero no sería improbable justificarlo) para Le Moulin de la Galette, resulta inaceptable en el trabajo de Stupía. Uno puede invocar aquí a Salvador Elizondo y su “Tractatus rethorico-pictoricus”, muchas de cuyas sentencias podría tal vez aprobar el propio Stupía: “Un cuadro es un discurso acerca de un tema. Sólo en la medida en que este axioma es válido, es posible hablar de pintura abstracta”. Discurso acerca de un tema, no el tema. Decía también Elizondo: “La pintura no tiene público; tiene miradas”.
Misteriosamente, el cuadro de Stupía se llena de nuestras insistentes miradas sin traducción, de las miradas de otros y de la mirada del pintor, que vio eso que ya nadie más puede ver: el primer día de la creación.
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