Los artistas, entre la atracción y el abismodel poder
Distintas casualidades me cruzaron últimamente con Lillian Hellman. Volví a ver la película que sobre su obra The Little Foxes dirigió William Tyler con la enorme Bette Davis (una durísima mujer que es capaz de todo por dinero). Vi la puesta de la misma obra que hay en Berlín dirigida por Tomas Ostermeier con Nina Hoss en el papel protagónico (actriz que pudieron ver en la película póstuma de Philip Seymour Hoffman, El hombre más buscado) y encontré un volumen con sus memorias que leí vorazmente.
Las obras de Lillian son sumamente interesantes, pero más lo es su vida y su tiempo. Por un lado, los contemporáneos que frecuentaba eran gente como Dashiell Hammett (que fue su pareja muchísimos años), Scott Fitzgerald, Hemingway, Faulkner, Dorothy Parker y Gershwin. Claro que además de arte, bohemia y alcohol eran tiempos duros y Hellman vio, como otros, arruinada su carrera de guionista en Hollywood al ser llamada por Joseph McCarthy a declarar a la comisión que encabezaba este senador que perseguía gente que pensaba distinto y que le dio nombre a una época: el macartismo. Ella, como otros, se negó a delatar. Y la vida laboral se le complicó bastante.
El transcurso de esa vida me hizo reflexionar sobre los beneficios y perjuicios de las relaciones, siempre complicadas, de los intelectuales, los artistas y la gente del espectáculo con el poder. No me refiero a quienes tienen opinión como cualquier ciudadano, sino a los que convierten su cercanía u oposición en algo decisivo para su vida. En lo personal, siempre he encontrado más interesantes a los intelectuales que cuestionan al mundo; a los artistas que hablan de arte, y a la gente del espectáculo que habla del mundo del espectáculo.
Hellman tenía ideas de izquierda como Hammett y ambos sufrieron mucho a causa de esas posiciones. Perdieron sus trabajos mientras que otros más acomodaticios se beneficiaban.
Pero, quizá, la historia haya constituido entonces dos modelos: los que, como Lillian, se perjudicaban por seguir sus ideas, y los que han acomodado sus ideas a seguir al poder de turno (muchas veces autoritario), a los que por eso se los premia con prebendas, trabajo y halagos. Algunos de esos síntomas se vivieron en la argentina en los últimos años. Tales actitudes dejan a veces interrogantes tremendos cuando lo que está en juego es la vida o la muerte de personas. ¿Cómo pudo Heidegger ser nazi o Sartre, estalinista? El hecho de que gente de esa inteligencia cometiera semejantes desastres es la prueba de que ese tipo de relaciones pueden tener una perversidad notable.
Claro que no es todo lo mismo. La dignidad y la entrega a costa del trabajo, la libertad o la vida de esa gente que, por su compromiso político, se enfrenta al poder no puede compararse con los seguidores fanáticos de cualquier tipo de ideas, por disparatadas que sean, que se benefician por acompañar al poder y que a lo largo de la historia han ejercido de comisarios políticos, muchas veces incluso de sus mismos compañeros de ruta. En ambos casos, está la política en el medio. Pero la diferencia entre ambos grupos es enorme.
El autor es gestor cultural
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